Ahora, debido a la facilidad y el avance de las tecnologías, lo más sencillo es tomar una fotografía. Cualquier persona y en cualquier situación, puede sacar su teléfono móvil y registrar un hecho o “retratar” a una persona. De alguna forma, el ritual de tomar una fotografía se ha banalizado.

Vale la pena recordar –especialmente para los más jóvenes– que hace unos años no era así. Entre otras cosas porque no todos tenían a la mano una cámara fotográfica y, si la tenían, era para usarla en eventos excepcionales como las vacaciones, los cumpleaños, los matrimonios o algo semejante. Además, el proceso de revelado implicaba una serie de operaciones que demandaban un buen tiempo entre el momento de tomar las fotografías y aquel otro en que nos las entregaban en un local especializado.

Tal vez por eso mismo, esas fotografías estaban cargadas de un aura que traía consigo la necesidad de conservarlas. El álbum se convertía en un guardián celoso de aquellos rectángulos en blanco y negro o en color. Dicho objeto era considerado no sólo un útil valioso sino, además, una carta de presentación cuando llegaban las visitas o en ocasiones de reencuentro familiar. El álbum iba envejeciendo con los hijos y se iba enriqueciendo  a medida que crecía la familia.

Mi madre y Eduardín, dándose un septimazo

Mi madre y el primo Eduardín, dándose un septimazo

Es probable que hoy suceda algo semejante con los archivos de fotos que tenemos en el ordenador o en un celular. Pero es más un artículo personal que un objeto valioso de familia. Y si a eso le sumamos la cantidad de fotografías circulantes, más esas otras que cada quien sube a una red social virtual, pues queda muy difícil elegir una carpeta en la que se reúna o se agrupe la familia. Y del vetusto objeto convocante –plastificado y de alta significación– lo que nos queda son retazos de archivos o colecciones individuales.

Por lo demás, la inmediatez con que accedemos a las fotografías conduce a que ya no sea una práctica dotada de misterio. Así que, con la misma facilidad con que se van subiendo fotos a una Red, con esa misma rapidez van siendo borradas para que entren otras más recientes. Poca o ninguna tristeza genera el perder una de estas fotografías; en especial porque ha cambiado sustancialmente nuestra relación con el pasado. En lugar de conservar, preservar o enorgullecernos del ayer, lo que prevalece en nuestros días es el apetito o la sumisión al presente, a lo que está de moda. El pasado, que antes era una especie de legado, ahora parece más un lastre o algo de lo que hay que desembarazarse cuanto antes.

Pero volvamos a una de esas prácticas relacionadas con el álbum familiar: aquella de servir de dispositivo de rememoración. Casi siempre esto acontecía cuando, por una ocasión específica −demos por caso la visita de una persona importante o la reunión de familiares distanciados por diversas circunstancias−, y justo después de compartir una comida, lo que seguía era traer el álbum para, desde allí, mostrarle a ese invitado un panorama del núcleo familiar, o repasar historias ya contadas, o compartir eventos dignos de recordación. El álbum permitía que los ausentes participaran de un relato familiar, que estuvieran al día de los asuntos propios de un clan y que los allegados no fueran perdiendo los datos claves de una genealogía.

Por eso también, y dependiendo de lo importante del hecho, se producía otra práctica: la de hurtar alguna de esas fotografías, como una manera de conservar o participar de tal acontecimiento. La idea era poder incluir esa fotografía “robada” en otro álbum y así obtener el reconocimiento de tener “el álbum más  completo” de toda la familia. Se hurtaban determinadas imágenes para mantener vivo el vínculo afectivo, para ratificar la certeza de un origen y, a la vez, subsanar la inasistencia a un paseo memorable o a una fiesta espectacular de fin de año. Tener esas fotografías era una forma de apropiarse de las escenas de un tiempo en diferido.

Ni qué decir del papel que tenían las abuelas y los mayores en este ritual de compartir esas imágenes. Ellos le agregaban a cada fotografía un relato o una anécdota de base a partir de la cual los diversos familiares la ramificaban hasta la burla o la carcajada. Bastaba una sola de esas imágenes para desatar toda una historia novelesca, a veces fidedigna y, en la mayoría de los casos, amplificada por la fuerza imaginativa del recuerdo. Los contertulios, reunidos alrededor de ese objeto, veían cómo de él los mayores extraían hilos invisibles con los cuales  tejían cuentos y más cuentos hasta el punto de ir volviendo un acontecimiento o un suceso familiar en toda una leyenda. En consecuencia, no se trataba sólo de ver fotografías, sino de escuchar el relato que estaba debajo de esas imágenes esperando una voz que lo resucitara.

Mis padres, el día de su matrimonio.

Mis padres, el día de su matrimonio.

Y si las fotografías aumentaban, el álbum familiar se diversificaba como si fueran las ramas de un tronco gigantesco. Había un álbum grande y abultado −de pastas duras y recuadros dorados− del matrimonio de los padres; otro, dedicado al viaje a un país lejano; y uno más consagrado específicamente a la reunión y fiesta de año nuevo realizada en la finca de los abuelos. Esos álbumes se guardaban en un closet o en algún lugar de la alcoba principal. Allí permanecían, lejos de las manos destructoras de los más pequeños, contagiándose del aroma de los perfumes femeninos y de esa magia misteriosa propia de los objetos sagrados. 

Lo hasta aquí dicho, más allá de ser un culto a la nostalgia, quiere ser un homenaje a un objeto que, seguramente hoy, se halle abandonado o refundido en alguna caja de los trastos viejos; y de igual modo, desea convertirse en una invitación para repasar aquellas fotografías del viejo álbum familiar y permitir que afloren las remembranzas sepultadas en sus imágenes.