La muerte flor

A pesar de lo preparado que se esté, la cita con la muerte siempre es un encuentro inesperado.

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La muerte rubrica el contrato del hombre con la vida. El notario, en este caso, es el tiempo.

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El grito que lanzamos al nacer despierta a Hipnos. Y éste, somnoliento, invita a su hermano Tánatos a ir a conocer la nueva vida.

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El hombre quisiera la eternidad pero la muerte está ahí para recordarle el sinsentido de lo interminable.

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La vida necesita del espejo de la muerte para reconocerse. La muerte, en este sentido, les devuelve a los vivos un retrato inverso de su perfil existencial.

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El “ir hacia la muerte” señala que a pesar de las obras vistas o representadas a lo largo de nuestra vida, apenas son un entremés del espectáculo final, de la gran escena oculta tras los telones de lo desconocido.

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La iconografía de la muerte se ha fascinado con el esqueleto, con la calavera. Sin embargo, debajo de los huesos lo que sigue es el polvo, la nada. Un buen dibujo del morir, entonces, se asemeja mucho a la página en blanco.

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Tal vez lo más contundente de la muerte no sea el sufrimiento sino el insensible olvido.

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Si la vida es un continuo ascenso, un esfuerzo permanente, la muerte parece ser una súbita caída, un abandono o una lasitud.

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Hipnos y Tánatos son dos hermanos, hijos de la noche. Moraleja: el sueño y la muerte comparten la misma sangre. Quizá lo que marca su diferencia sea el intervalo de permanencia en el cuerpo de los hombres.

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“No hay superioridad del hombre sobre los animales”, dijo la muerte, con un severo gesto ecológico.

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Razón tenían los sabios y anacoretas medievales: la muerte iguala a todos. Ese parecer ser un beneficio postrero: la muerte garantiza la igualdad de oportunidades.

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Los maestros del autorretrato buscan afanosamente descubrir cómo la muerte pasa de año a año inadvertida.

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Las lápidas dicen del muerto su ubicación en el tiempo y el espacio. Las lápidas son la nomenclatura del olvido.

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El instinto de conservación es el gran enemigo de la muerte. No porque pretenda derrotarla, sino por fabricar rápidas huidas.

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Si la muerte es una prisión segura e invulnerable, el instinto de conservación es el mejor estratega en las artimañas del escape.

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Tratándose de los hombres, la muerte natural es una flagrante contradicción.

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Los cementerios albergan los muertos como las cárceles los reos: un número y una placa los distinguen, las visitas esporádicas están permitidas, unos y otros pagan su condena.

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Cuando los amantes, en el éxtasis, exclaman “me muero”, lo que dicen es que por un instante han conocido la eternidad.

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El cadáver es la cédula de la muerte. La tarjeta de identidad válida únicamente para el mundo de los vivos.

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Lo eterno es como la mirada de Medusa: convierte en piedra todo lo que toca. Así sucede con la escritura, necesita matar la vida para hacerla perdurar en el tiempo.

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Los que creen en la predestinación deberían ser los únicos despreocupados por la muerte; los demás, andan temerosos de hallarse con la muerte al ejercer en cada momento su libre albedrío.

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Entre más años tenemos encima más nos acercamos al morir. En consecuencia, como creen los budistas, deberíamos aligerar las cargas para alejar tal encuentro. El absoluto “no ser” nos haría inmortales.

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El ataúd es una alcoba unipersonal. La muerte, como se ve, detesta los conjuntos multifamiliares.

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Aunque el niño no sabe nada de la muerte, esta última reconoce en él a otro de sus parientes lejanos.

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¿Y si la muerte no fuera una figura cadavérica y aterrorizante, sino los brazos abiertos de los seres amados que nos precedieron? ¿Y si la muerte no fuera una partida sino un reencuentro?

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“Uno se va acabando”, dicen los viejos cuando hablan de la cercana muerte. Todo parece indicar, entonces, que la vida es una suerte de cantera y la muerte la última extracción de dicha veta.

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La polilla siente una fascinación por la danza de la llama. Y cada aplauso de sus alas es un peligroso homenaje a tal espectáculo.

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Las citas de amor son buscadas con ansiedad; las de la muerte, postergadas hasta el último momento.

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Aunque no lo veamos o nos cueste apreciarlo, cada día el tiempo va dando pinceladas al retrato perfecto de nuestra muerte.

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Las flores que llevamos al cementerio son un trueque que hacemos con la eternidad −así sea por unos minutos− para lograr sacar de la desmemoria a nuestros muertos.

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El rostro es una máscara mutante de la cara; la calavera, la máscara fija del rostro.

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Siguiendo a los estoicos, la muerte no debería preocuparnos: cuando vivos, apenas la imaginamos; ya muertos, no tenemos conciencia de ella.

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Hay virtudes de los vivos que sólo afloran a medida que el tiempo las va haciendo germinar del fondo de su muerte.

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¿La agonía es la pelea de la vida para no aceptar a la muerte? o ¿es la lucha de la muerte para no sucumbir ante la vida?

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Sea como fuere, la agonía es un tinglado en el que dos púgiles –la vida y la muerte– libran el último asalto de una pelea interminable.

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Todo parece indicar que la vida y la muerte son líneas paralelas que en un punto, a diferencia de los postulados de la geometría, se encuentran.