Son variadas y muy personales las definiciones de la poesía. Pero la que ofrece el antioqueño Rogelio Echavarría me parece digna de explorar en los párrafos que siguen. No sólo por la sutileza empleada sino porque vincula a la poesía con las capas subconscientes de nuestro psiquismo.
Empecemos: la sombra no tiene en sí misma existencia. Recuerdo una vieja adivinanza: “Con ser ninguno mi ser, / muchas varas en un día / suelo menguar o crecer, / mas no me puedo mover / si no tengo compañía”. Igual pasa con la poesía, su ser depende de las palabras que el poeta emplea. Esta condición subsidiaria de la sombra está directamente relacionada con el modo en que el poeta comunica su mensaje: si busca proyectar algún conocimiento o determinada sabiduría, va al sesgo, enfocando las palabras no directo a los ojos –sin encandelillar al lector– sino trazando diagonales, ubicando el haz de luz de sus versos en posición oblicua. El poeta usa un ángulo especial para mirar las cosas, las personas o la vida. De lo contrario, si enfocara la existencia perpendicularmente –usando esos rayos inclementes–, el resultado sería pobre: mínima presencia o desaparición de la sombra. El cenit, anula la poesía; el nadir, la exacerba y la hace crecer.
He hablado de la proyección. Al igual que en los juegos de las sombras chinas –esas que son más interesantes cuando se hacen con la luz de una vela– el poema proyecta poesía. Es en la habilidad para elegir la disposición de los dedos y las manos –las palabras– como mejor se logran las figuras en la pantalla de la pared-página que nos sirve de escenario. La destreza del poeta para conseguir la figura de la poesía está en saber colocar o combinar las palabras. No hay que llamarse a equívocos: si uno mira las manos desnudas, las palabras escuetas, no verá gran cosa; porque lo importante de esas palabras-dedos es lo que proyectan, lo que van silueteando en nuestra mente o en nuestra sensibilidad. Y cuando algunas sombras no las reconozcamos de inmediato, es necesario afinar nuestra imaginación para adivinarlas en su difusa presencia.
Agreguemos que al buscar la poesía ver la esencia y no los accidentes de las cosas, por interesarle al poeta los asuntos que tocan lo medular de la existencia, por estas razones, la poesía deja de lado los asuntos circunstanciales o banales, y condensa todo en una sombra, una silueta en la que ya no puede distinguirse la forma de una uña, el color de una camisa, el largo de las pestañas. La sombra unifica la vida y las cosas en sus figuras esenciales. La sombra anula lo secundario para quedarse únicamente con las manchas propias de la básico y fundamental. Tal manejo de la luz corresponde a que la poesía, como la sombra, prefiere las totalidades a los fragmentos. Quizá porque, como en el antiguo Egipto, tiene un vínculo directo más que con el cuerpo, con el alma del hombre. Y por eso la leyenda de que si un hombre le vendía el alma al diablo perdía su sombra; y por eso también las creencias de algunos pueblos indígenas, recogidas por James Frazer, en las que relataban como podía herirse o capturarse el alma de alguien con tan solo clavarle una lanza a su sombra.
Aún hay más por decir. Es por la poesía que podemos darnos cuenta de la consistencia y la textura del mundo y de la vida. La sombra da “relieve”, perspectiva. Jung, ese poeta de nuestro psiquismo, afirmaba que “la forma viva necesita una sombra profunda para que aparezca plásticamente”. La sombra de la poesía le da plasticidad al ser; precisamente, para que no seamos tan superficiales, para que nos apreciemos más allá de una sola dimensión. Pero no sólo eso, la sombra –volviendo a Jung– “contiene generalmente valores necesitados por la conciencia, pero que existen en una forma que hace difícil integrarlos en nuestra vida”. En este sentido, la poesía contribuye a que podamos incorporar o enfrentar esos valores. La sombra de la poesía facilita una comunicación con las sombras de nuestra naturaleza profunda. Y por proceder de esa manera, por presentarse como penumbra, es que el poema puede acceder a los rincones más oscuros de la interioridad humana. Las sombras comunican a las sombras.
De otra parte, hay poetas solares y lunares. Aquellos que alumbran con sus palabras de abundante claridad y los que tenuemente iluminan el mundo. Son los lectores los que se sentirán más cómodos o incómodos con el tipo de luz ofrecida por el poeta. La clave de esta diferencia es percatarnos de que la sombra de la poesía proyectada en el día –más contundente, más destacada– difiere de la luz nocturna –más difusa, más vaporosa–. Los poetas románticos, demos por caso José Asunción Silva, son poetas lunares; los poetas expresionistas, digamos Hölderlin, son poetas del sol. Los primeros dibujan a la poesía con aguadas, acuarelas, carboncillos y sanguinas; los segundos, con afilados lápices o plumas finísimas. Y por iluminar de esta diferente manera, así también la sombra que proyectan con sus versos: los románticos provocan sombras largas, larguísimas; los expresionistas, sombras cortas, súbitos contrastes. Hay poetas que prefieren la luz natural, con sus rayos paralelos, y otros que optan mejor por proveerse su propia luz: una luz artificial de rayos radiales. Por supuesto, la posición, la cantidad y la calidad de la luz de sus palabras o sus versos, influyen en la sombra-poesía lograda. El exceso o el defecto de luz, la lejanía o cercanía del foco luminoso influyen en la naturaleza de la sombra: de contraste, de silueta, difuminada, con tonos degradados.
Puede parecer una paradoja: la poesía depende de la luz pero se revela en las sombras. Y más aún: demasiada luz no deja ver la sombra que la poesía quiere mostrar o ha descubierto. Porque eso también hay que decirlo: las sombras que proyecta la poesía no son permanentes; aparecen y desaparecen, se dan en un momento y, pasado un tiempo, no podemos recuperarlas. Esa es la razón por la que Rogelio Echavarría califica a la poesía de huidiza. Como si súbitamente la luz de las palabras la atrapara y ella, por su mismo pudor o discreción, se quedara por unos segundos quieta, momificada hasta ser pura mancha, totalmente sorprendida; pero luego, recuperada de la sorpresa, escapara a esconderse de nuevo entre las tinieblas. Salta a la vista que la pericia del poeta es poder detener con sus versos, así sea fugazmente, el ser de la poesía. Fijarla con sus palabras para que arroje una sombra. Aunque pensándolo mejor, la poesía sabe que el juego con el poeta es un placer interminable; y por eso le canta en las sombras una canción que parece una adivinanza: “nunca podrás alcanzarme / aunque corras tras de mí / Y aunque quieras separarte / siempre iré junto a ti”.