Ilustración de Seonna Hong

Ilustración de Seonna Hong

«Un poema es una entidad vital mucho más orgánica que un  ser orgánico en la naturaleza. A un animal se le amputa un miembro y sigue viviendo. A un vegetal se le corta una rama y sigue viviendo. Pero si a un poema se le amputa un verso, una palabra, una letra, un signo ortográfico, muere…»
César Vallejo

Nada hay tan importante para un poeta como contar con un buen editor de sus poemas. Un editor que respete no sólo el contenido de los textos, sino los espacios por él previstos, la estructura del texto, las  marcas de creación que le dan identidad y sentido a la obra. Y otra cosa: un editor que no suprima los epígrafes, y que cumpla –como si fueran órdenes militares– las bastardillas, las mayúsculas estipuladas por el escritor. Todo eso es definitivo al momento de publicar un libro de poesía.

Analicemos, para empezar, el tema de la estructura de un poema. ¿Por qué un autor decide organizarlo en dos o más estrofas?, ¿por qué lo divide de esa manera? No es cuestión secundaria o un capricho menor del poeta. En el caso de la poesía, la forma y el contenido, sí que establecen una pareja indisoluble. El poeta piensa no sólo en el significado de las palabras, sino también en el espacio que ocupan dentro de la página; además del ritmo entre las palabras cuenta el otro ritmo proveniente del ojo. Hay sentidos ocultos, ambiguos, sutiles, que se pierden si no se respetan las indicaciones del autor. Muchas veces las editoriales, para ahorrar papel o para unificar el estilo gráfico de una colección, hacen caso omiso al texto original en el que una línea del poema estaba distribuida en toda una página como una cascada, o a aquella palabra solitaria, puesta entre signos de admiración, que debía resaltar en mayúsculas al final del poema como si fuera un estrella solitaria en medio de una noche blanca. Si no se cumplieran esas indicaciones qué hubiera sido de la poesía de Mallarmé, especialmente de su obra «Un golpe de dados no abolirá el azar», en la que el tamaño de las letras, el lugar que ocupan dentro de la página, la jerarquía, son parte constitutiva y esencial del poema.

Creo que un ejemplo ilustrativo de lo que vengo diciendo es el referido a las ediciones de los poemas de Emily Dickinson. Hay editores que respetan los guiones largos, previstos por la autora estadounidense; otros los omiten, «como una consideración al lector»; y otros más, los suplantan por comas, suponiendo que cumplen la misma función. Pero si uno mira los textos originales de Dickinson, puede observar que allí están presentes, como una marca de estilo, los ya famosos guiones largos. Son genuinas rayas, como los que se usan en la escritura dramática, o como los que emplean los narradores para señalar el turno de voz de un personaje. Son guiones largos o, para ser precisos, rayas. Hacen las veces no de incisos, sino de presentar la irrupción de otra voz que hace polifonía con el texto que le sirve de soporte. Recuerdo que Lorenzo Oliván, uno de los traductores contemporáneos de la Dickinson, reconoce –así los haya omitido en su versión– que esos guiones son «la respiración del poema y, por ahí, su música profunda». Entonces, si se omiten o cambian esas rayas, estamos ante otra cosa diferente a la concebida por la poeta.

Lo mismo puede decirse de los puntos suspensivos que una editorial decide omitir o, más grave aún, cambiarlos por lacónicos puntos aparte; o del empleo de ciertas comillas  –las angulares dobles o latinas– que el despistado diseñador decidió unificar por las comillas inglesas. O los ajustes de buena voluntad que hacen los correctores, entrometiendo una coma donde había un vacío o resucitando unas mayúsculas porque, según las reglas de la gramática, así debe hacerse al  empezar una nueva línea. O el caso de aquellas antologías en donde no se dice de dónde se tomaron los poemas o qué edición se tuvo como referente. Todos estos descuidos editoriales atentan contra la identidad y el ser mismo del poema. La causa de esta sensibilidad tiene directa relación con el cuidado extremo que el poeta pone en cada verso, en la armonía interior que le da vida, en los detalles tipográficos que hacen las veces de secretos encubiertos. En consecuencia, la piel del poema es delicada, propensa a deteriorarse y muy sensible al toque de las manos ajenas. Tal vez por eso mismo, el poema también exige cuando va a salir a luz un tipo de papel especial, una fuente de letra y un tamaño cuidadosamente seleccionado, y una encuadernación digna de su sensible condición.

De otra parte, está el asunto de las traducciones. Es clarísima la dificultad de volcar un poema a otro idioma; cada palabra –además del ritmo que la habita o de la música que produce al juntarse con otras– es imposible trocarla por otra de un idioma distinto. Por eso los traductores de poesía prefieren hablar de versiones; porque en verdad es eso lo que hacen: verter a una lengua, aquella otra que desean apropiar. Esas versiones son aproximaciones, perífrasis al sentido primero de la lengua original. Otros optan por presentar una «traducción literal» creyendo que el poema es sólo un asunto de palabras.  Lo mejor, por todas estas dificultades, es conseguir ediciones bilingües, donde el lector pueda cotejar, así no sea experto en ese idioma ajeno, el ritmo, la estructura, la magia de un término que se hace más poderoso en un verso precisamente porque no tiene equivalencias perfectas en otra lengua. Y ojalá buscar que los traductores sean poetas; pues parece que ellos son los mejores intérpretes de las claves de otro hermano del oficio.

A propósito de lo que escribía César Vallejo, y que sirve de motivo para este escrito, valdría la pena revisar los poemas que circulan en la web. Es frecuente ver y comprobar cómo se transcriben de cualquier manera, se «suben» tal y como a cada cibernauta le parece. Y si el lector de poesía no tiene la paciencia o la curiosidad por cotejar esos textos con ediciones críticas, se puede quedar con un remedo o una figura incompleta del texto original. Ojalá algún día, así como los viejos linotipistas, tengamos «correctores de estilo» en la web, ocupados en corregir, enmendar, aclarar, todos esos poemas náufragos que a su modo cada quien encama en sus blogs o que desfilan en sitios virtuales promocionados como ayudas escolares infalibles. Y no por consideración al autor o por un respeto académico, sino porque el poema es un «organismo» que pierde su esencia si se lo mutila, o se convierte en un monstruo cuando le agregan partes ajenas a su constitución originaria.