Ilustración del polaco Pawel Kuczynski

Ilustración del polaco Pawel Kuczynski

Es de suponer que a lo largo de las épocas y en variadas naciones siempre ha habido personas corruptas. Eso no debería sorprendernos. Pero lo que vivimos en nuestra época, y muy particularmente en nuestro país, es la desvergüenza ante tales actos inmorales o dignos de repudio.

El corrupto se campea con su falta. Es un presuntuoso de su pecado. Soberbio, saca el pecho, enorgullecido de su venalidad. Ni por un momento muestra culpa o sonrojo. Ni recato ni decencia parecen ser posturas por él conocidas. Más bien asume la sonrisa del que sabe que sus acciones van a quedar, tarde que temprano, en la más flagrante impunidad.

Porque esa es, precisamente, una de las claves del enaltecimiento del corrupto: la fragilidad de la justicia o, lo que es más grave, su complicidad con él. Al desmoronarse ese símbolo guardián de la rectitud, de la honradez  o la probidad, pues ni siquiera el temor al castigo cabe en la mente del corrupto. Por el contrario, lo que más favorece al envilecido es que la justicia se muestre parcializada, irregular y poco eficaz.

Pero detrás de ese escenario de derecho lo que está en el corazón del corrupto es su total egoísmo: sólo el propio beneficio es lo que cuenta. A cualquier precio. Lo público ha sido negado o es una especie de botín al cual hay que saquear a como dé lugar y en el menor tiempo posible. El beneficio personal es el motor del corrupto. Y si a ello se suma la astucia, y una moral tunante traída por el narcotráfico, se produce una forma de pensar y de actuar regida por la arbitrariedad, la desfachatez, cuando no el cinismo o el descaro ostentoso.

Es probable también que en estas personas corruptas haya faltado el troquel axiológico de la familia, o que la escuela no haya sido cuidadosa en reforzar aquellas normas de conducta. Hasta cabe pensar en la pérdida espiritual de cierta observancia a mandatos religiosos. Todo eso es posible. Pero es el mismo contexto el que mayor favorece tal proliferación de corruptos. Lo que pueden apreciar las nuevas generaciones es cómo alguien, de pronto, adquiere enormes capitales, se da “la buena vida” y pone en entredicho el valor del trabajo honrado, la idea del esfuerzo continuo y honesto, y el respeto permanente a la ley.

A todo lo anterior habría que agregar la complacencia silenciosa de la sociedad que parece ignorar –por temor o modorra ética– estos hechos. La ausencia de indignidad y censura pública a la corrupción hace que la misma sociedad se convierta en cómplice. De alguna manera, y eso puede evidenciarse en la programación televisiva, lo que vivimos es lo propio de la sociedad del espectáculo, en la que el chisme farandulero, la idolatría al consumo y la banalización de la existencia, son el nuevo decálogo que rigen los comportamientos de las personas.

Vistas así las cosas, y más allá de echar mano de la nostalgia o de asumir posturas apocalípticas, lo que esta corrupción generalizada nos demanda es, en primera medida, mantenernos alertas y críticos frente a cualquier actividad “torcida”, ser incorruptibles de cara a los que pregonan el “todo vale” o el “todo el mundo lo hace”, mostrarnos inflexibles o acuciosos para quitar sin excepciones el apoyo electoral a esos dirigentes que han ido desprestigiando con sus actuaciones a la política. Podríamos decir que allí toda la sociedad puede ser menos encubridora y compinche de la corrupción. Pero, a la par, es urgente que los núcleos familiares y los espacios educativos no claudiquen en señalar o poner en alto la importancia de tener y defender unos principios, y de aquilatar los intereses particulares con esos otros que provienen de las necesidades de lo público. Tenemos que enseñar, sin descanso, el ir cultivando unos valores como si formaran parte de nuestra estructura ósea o los cuidáramos igual que atesoramos el mayor de los capitales.

Los medios de comunicación, lejos de ocultar o ser secuaces mudos de la corrupción, ayudarían enormemente a este propósito. La tarea de denuncia, de “sacar a la luz” el prevaricato o el cohecho que se pavonean en la penumbra, contribuiría a que al menos vuelva a instaurarse la vergüenza como un regulador de los funcionarios o políticos de oficio. Otro tanto podría servir el apoyo de las redes sociales –y así lo hemos comprobado– al cumplir el papel de vehículos de inconformismo de la opinión pública. La presión de estos nuevos medios de comunicación pueden, así sea civilmente, inhibir futuros comportamientos venales o tachados de inmoralidad. No hay que desistir o transigir en este propósito. Así seamos calificados de idealistas, ingenuos o de soñadores de pasadas épocas.

La corrupción, decíamos al inicio, anda desbocada y altanera en estos tiempos. Bien merece que la sometamos a un examen meticuloso, que develemos sus puntos débiles, que corramos la voz de sus crímenes impunes. Ojalá así logremos, si no provocar su retraimiento o vacilación, al menos poder llevarla a la picota para gritarle su descrédito y su desprestigio.