La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt

La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt

Fue su primer encargo. Rembrandt tenía 26 años, pero ya a los 19 había estado muy de cerca de un asilo de ancianos y conocía que cuanto más se debilita el organismo, más se exalta el pensamiento. Como escribiera Pierre Descargues, Rembrandt sabía que la proximidad de la muerte era igual a la del conocimiento.

Fue el doctor Nicolaes Pieters-zoon Tulp quien se lo encomendó. Fue en 1632. El modelo era un granuja, Aris Klindt; colgado, para más señas. Y Rembrandt se concentró en ese óleo sobre lienzo de 169,5 por 216,5; Rembrandt asumió la lucha con la luz fáustica, esa luz que no sólo es oscuridad sino también compasión; una luz que, desde su sombra, prevé otra luz. Rembrandt se concentró e hizo de “La lección de anatomía del Doctor Tulp”, una lección de psicología: el claroscuro es ese paso levísimo de la vida a la muerte, de la luz a la sombra.

Es una pirámide. La composición del cuadro es una pirámide. Los siete personajes alrededor del doctor Tulp: ocho. Y el cadáver del granuja, el cuerpo muerto de Aris Klindt: nueve. Tres personajes miran al pintor o a nosotros; el que está más arriba de todos, tiene una mirada perdida; el que le sigue, hacia la derecha, posee una mirada entre asombrada e inquisitiva; el segundo, de izquierda a derecha, mira de reojo, como si de pronto el pintor o nosotros lo hubiéramos sorprendido. El doctor Tulp mira al infinito. Y, por supuesto, Aris, mantiene cerrado sus ojos. Pero Rembrandt, conocedor del misterio de la mirada, es decir, de esa luz que irradia por encima de los párpados de los moribundos, coloca –a manera de velo–, una sombra sobre la parte superior del rostro del granuja. El tercer personaje, de izquierda a derecha, al inclinarse sobre el cuerpo de Aris, le regala una sombra, una especie de sábana claroscura. Ningún personaje fija su atención en el cadáver. A la derecha, en el margen inferior, un enorme libro –abierto– “ve” a todos los personajes.

La mirada del doctor Tulp –una mirada puesta en un más allá de la escena–, contrasta con la mirada del primer personaje de la izquierda, quien mira hacia lo alto, como si estuviera evocando algo. El doctor Tulp no mira el cadáver de Aris; el doctor no mira a nadie. El doctor solamente habla. Y Rembrandt capta el gesto del que enseña: “Este es el músculo… y por acá se encuentra el nervio… Este otro, el más grande, es el que nos permite… y éste, que estoy cortando, es…” El doctor Tulp recuerda. Es una lección que se sabe de memoria. No es la mirada del explorador, del curioso; más bien es la mirada del que no necesita del libro. El doctor Tulp pontifica. Las demás miradas, las que no se hallan evocando, curiosean. Sobre todo el trío del centro del cuadro que, por añadidura, crea una segunda pirámide. Son los tres más atentos; son las miradas pendientes del libro.

Sobra decir que hay una mirada más. La del propio Rembrandt. Quizá la mirada más importante y, por lo mismo, tácita en el cuadro. La mirada creadora de miradas.

El negro de los trajes, el negro del fondo del salón, contrasta con el blanco pálido, con el amarillento blancuzco del cuerpo sin vida de Aris. Toda la luz sale del cuerpo de Aris. El acierto pictórico de Rembrandt está ahí: del cuerpo del muerto brota la luz que ilumina el rostro de los vivos. Aris despide una luz; la luz brota de su pecho y va a estrellarse contra las caras más cercanas. Y es una luz que no alcanza a iluminar el brazo sin piel, el brazo izquierdo, el brazo rojo, el puro músculo. La luz ilumina el otro brazo, el derecho. Y la mano de ese brazo no es una mano exánime. Doble contraste: si la mano del músculo está pasiva, abierta, como para ser leída por algún quiromántico, la mano derecha, en cambio, está como recogida, como dispuesta a levantar los dedos. La mano izquierda dispuesta, entregada; la mano derecha lista al toque, a la caricia. La mano derecha descansa pero sin entregarse del todo, es pura potencia.

Y he aquí que descubrimos en el cuadro de Rembrandt un juego entre las manos de los diferentes personajes. Ya hablamos de las manos de Aris. Ahora, detengámonos en la mano izquierda del doctor Tulp. Es la mano que asevera, que puntualiza: la mano expositiva. Rembrandt toma de la mano el instante en que ella misma representa el saber. La mano sabe. Y el primer personaje, el de la cúspide de la pirámide, exhibe su mano derecha como si estuviera tocando algún laúd imaginario. La mano toca. Y la otra, la del séptimo personaje –el más cercano al doctor Tulp y al cadáver de Aris–, que tiene su mano izquierda puesta sobre el pecho. Por supuesto que esta última mano no se puede detallar sino en reproducciones bastantes claras, porque en otras –las más fieles a la pintura original–, la mano sobre el corazón, la mano izquierda, se pierde entre la enorme sombra que despide la luz del pecho de Aris. Las dos manos restantes, la derecha del doctor Tulp, y la izquierda del personaje que tiene una hoja de papel, son meras manos de uso: manos que sirven. Quedaría una última mano, la del segundo personaje de izquierda a derecha, una mano sin delimitar, una mano muñón. El contraste es bien significativo: al lado de la mano lista a acariciar –la mano muerta de Aris–, está esa otra mano recogida, la mano que apenas toca la mesa.

Pero es el sombrero del doctor Tulp lo que más llama la atención. El sombrero es la verdadera sábana de Aris. Uno podría ir desde la frente y los pies del cadáver hasta la cabeza del doctor Tulp, creando tras ese recorrido una sombra. El sombrero es como la sombra que proyecta la luz del cuerpo de Aris. O, si se prefiere, el sombrero despide una luz, una sombra, que es el cuerpo del muerto. El sombrero jerarquiza el cuadro. De un lado, los sin sombrero; del otro, el con sombrero. En el centro, el sin cabello.

Aris Klindt, un granuja. Un muerto ruin. Un colgado. Sin embargo, en Rembrandt, su cadáver se torna otra cosa. Aún vive para el pintor. Posa. Y él,  lo dota de nueva vida, lo recubre de una carnalidad brillante. Aris, tendido, se ofrece a la vista. Es más, se nos da como un paisaje de carne. Rembrandt no quiso ir a la par del cirujano, no hizo ninguna escisión. Rembrandt observó el cadáver y descubrió que la muerte no necesita mostrar demasiado. Quizá, Rembrandt comprendió que el fondo de la muerte era la luz. Que abajo de nuestra piel, lo que existe es un sol. Quizá Rembrandt entendió que la piel es un velo, un manto negro que no deja ver nuestro interior. Que cubre, que aísla. Por lo mismo, Rembrandt lo que en verdad hizo fue pintar de nuevo la piel, o mejor, quitarle a la piel ese pigmento rojizo para devolverle su verdadero color: la transparencia. He ahí parte de la fascinación que el cuadro provoca en nuestros sentidos. Desde la muerte se nos revela la vida. Desde la sombra se nos revela la luz. Aris Klindt no es solamente un cadáver, sino, ante todo, es un puente, un cuerpo medianero: el claroscuro.

(De mi libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación, Javegraf, Bogotá, 2004, pp. 117-120)