El fracaso en el quehacer del maestro, a diferencia de otras profesiones, no es algo para ocultar o desconocer. Las fallas del proceder docente son los insumos para mejorar y perfeccionar su oficio.

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Sin planeación el maestro iría a la deriva en su labor; sin creatividad, no lograría sortear las eventualidades cotidianas. Los buenos docentes son los que siguen una carta de navegación a la vez que atienden lo imprevisible.

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Si enseñar es poner en signos, el maestro es un constructor de indicios para que sean seguidos por los aprendices. El aprendizaje es una de las artes de la cinegética.

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La sangre que hace circular la enseñanza es la motivación. La desmotivación del estudiante infarta la iniciativa del maestro.

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Al ser un líder, el maestro lleva a sus alumnos hacia lo que aún no existe. Por ser un líder, el maestro es un promotor de utopías.

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Sin vocación el maestro pierde el ardor y la constancia; sin formación, sucumbe a la repetición y a la monotonía.

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Así sea como un ideal romántico, el maestro anhela con su trabajo dejar una herencia espiritual. Esa parece ser su íntima aspiración y su mayor realización como persona.

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El rito, como se sabe, actualiza el mito. Entonces, si el maestro abandona los rituales pierde lo sagrado de su clase.

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Cerrar las puertas del aula de clase es como apagar las luces y abrir las cortinas de un teatro. El maestro empieza el espectáculo.

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Hay maestros que se destacan mejor en el gran escenario de la orquesta sinfónica; otros, necesitan del pequeño recinto de la música de cámara.

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Los maestros aspiran que su voz armonice con la de sus discípulos. Lo contrario es la vocinglería o el monólogo.

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La voz  del maestro es efímera. El viento o el tiempo la diluyen. Sólo el aprendiz atento puede recordar entre los diversos sonidos del presente esa antigua melodía.

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Enseñar y aprender es un juego de movimientos en el que las miradas y los gestos actúan al unísono con las palabras. Una lección bien dada por un maestro es una pequeña obra de teatro.

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El maestro va poco a poco conociendo a su estudiante; el aprendiz poco a poco va comprendiendo a su maestro. Uno y otro son exploradores en eso de descubrir a otro ser humano.

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La paciencia del maestro es el terreno fértil sin el cual la semilla del estudiante no logra dar su fruto.

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“Hay aprendizajes que necesitan días y otros que requieren muchos años”, eso dijo el maestro al alumno en su lecho de muerte.

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Lo que a veces el alumno solicita del maestro como “excepción” es, precisamente, lo que le falta para un cabal aprendizaje.

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Lo que constituye la vigencia de un maestro es que no pierda el hábito de estudiar. Los verdaderos maestros son permanentes aprendices.

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Los maestros experimentados saben que son necesarias algunas imperfecciones para que brille mejor la joya de su alumno.

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Un maestro sabio daba este consejo a un colega excesivamente riguroso: “cuídate de que por el afán de quitar toda la maleza de la planta no termines cercenando la flor”.

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La gran tentación del maestro es confundir la autoridad con el poder. La primera es un reconocimiento que le hace el alumno; el segundo, una fidelidad del alumno hacia él.

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A nuestros padres les debemos lo que somos; a nuestros maestros, lo que podemos ser.

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Los que ansían ser maestros deben tener presente que, a diferencia de otras profesiones en las que el objetivo supremo es el éxito personal, este oficio en cambio halla su mayor realización en ayudar al desarrollo de las posibilidades de los demás.