"Te veo y, de inmediato, sé qué quieres comer",  Javier Wong

“Te veo y, de inmediato, sé qué quieres comer”, Javier Wong

Leí en la revista de Avianca, de agosto de este año, una semblanza del chef peruano Javier Wong, escrita por Gonzalo Pajares Cruzado. Allí, el experto cebichero establece una diferencia entre cliente y comensal: “El cliente es el que va (a un restaurante) porque tiene que comer; el comensal es el que va porque quiere comer eso que preparas de una forma particular, con estilo”. Motivado por esta idea voy a profundizar en dicha distinción.

Digamos, para comenzar, que el cliente es para el dueño del restaurante un desconocido al que desea ofrecerle un menú; cuando ese cliente empieza a tener un rostro, se va convirtiendo en comensal. Avancemos en nuestra distinción: el cliente es, por lo general, ocasional; el comensal es frecuente, así no visite el restaurante todos los días. El cliente no sabe muy bien lo que quiere, le es indiferente uno u otro plato; más bien se deja guiar por el mesero o atiende a los precios o a su presupuesto. El comensal, conoce qué es lo que va a buscar en determinado sitio; ya ha hecho una selección y evaluación del menú y, en algunos casos, conoce al chef del establecimiento. El cliente, en este sentido, come y se va sin reparar quién es el que está detrás del platillo que ha ingerido. El comensal, necesita reconocer al autor de esa delicia gastronómica.

Por lo demás, al cliente le es indiferente saciar su hambre en cualquier sitio; el comensal tiene un mapa específico, unas coordenadas que le permiten seleccionar a qué restaurante ir para un tipo de comida: “si se trata de un solomillo, no hay como el que preparan en tal restaurante”; “si es un filete de pescado, lo mejor es ir a tal sitio”. El comensal es exigente, a veces terco o excesivamente quisquilloso con un exceso de pimienta o la falta de un ingrediente en determinado plato. De igual modo, el comensal exige un tiempo justo de cocción o es capaz de identificar si hay un nuevo chef en su lugar escogido. Esa parece ser otra diferencia significativa: el cliente se fija más en la abundancia del plato y no tanto en quién lo preparó; para el comensal, más allá de la bondad o la cantidad de comida, le parece fundamental identificar al hacedor de tal alimento. El comensal establece una relación entre obra y autor, le es esencial poder dar cuenta de esa filiación alimenticia. Aquí hay una explicación de por qué algunos chefs de gran renombre hayan dejado el espacio secreto de la cocina para ir a charlar o comunicarse con los visitantes de su establecimiento. Y si esto no sucede, el comensal solicita a algún mesero que le presente al cocinero o al menos que le lleve un mensaje de agradecimiento o insatisfacción. Sea como fuere, el comensal necesita que esos alimentos servidos en un plato tengan la rúbrica de un nombre, de un ser identificable.

Pienso, de otra parte, que hay restaurantes que no les interesa tener comensales (quizá esa sea la suerte de ciertos locales de comidas rápidas o de ofertas homogéneas); mientras que otros sitios sueñan con ver en cada mesa verdaderos comensales, personas a las que llaman por sus nombres, personas a las que pueden adivinar sus apetencias, personas con las que se ha establecido una confianza mediada por el gusto de cocinar y el placer de degustar dichos alimentos.

Un buen número de estas distinciones cabría trasladarlas al campo educativo. Porque no es lo mismo una institución o un maestro que tenga en sus aulas a clientes, a otro para el que cada estudiante es tomado como un ser humano deseoso de aprender. Sirva el momento para recordar que saber y sabor comparten el mismo origen etimológico; por eso el comer y el aprender requieren de la mediación de un experto en el cuidadoso arte de ofrecer un banquete a los sentidos o al entendimiento.