Ilustración de Christoph Niemann

Ilustración de Christoph Niemann

No abras los labios si no estás seguro
de que lo que vas a decir
es más hermoso que el silencio. 
Proverbio árabe

Lo más difícil, cuando hablamos, es saber si nuestras palabras son oportunas o atinadas. Si lo que decimos es acorde al momento justo o, por el contrario, si nuestras locuciones son promulgadas demasiado pronto o demasiado tarde. Del mismo modo, es difícil saber si las palabras que elegimos son las indicadas, si son adecuadas para el tipo de persona y de situación, o si se adaptan bien al estado de ánimo de quien las recibe o las escucha. Aún más, nos es difícil saber qué tanto hay qué decir o cuándo es mejor callarse. Por tales razones, debemos ser muy cuidadosos con las palabras que salen de nuestros labios.

La palabra tiene en sí misma una doble fuerza: de un lado sirve para vivificar, para reanimar, para dar la vida; de otra parte, puede ser usada para denigrar, para ofender, para otorgar la muerte. Por momentos tiene el suficiente poder como para darle alas al esclavo y, en otros casos, ella misma asume la forma de grilletes y cadenas. Tan útil puede ser, como pletórica de inutilidad. Al poseer ese doble alcance, el uso de la palabra nos pone siempre en la zona de la indecisión o de la duda. Vacilamos en decirla u ofrecerla porque sabemos, precisamente, de su veneno o de su ambrosía.

Vistas así las cosas, tenemos que reflexionar muy seriamente sobre cómo o de qué manera somos usuarios de nuestra palabra. Revisar, por ejemplo, los modos en que la ponemos en acto; la manera como la usamos; el género de lenguaje por el que optamos; la elección del vocabulario que empleamos. Revisar, si se quiere, la intención que hay de fondo o el interés que subyace a nuestro decir. Tenemos que habituarnos a sopesar nuestras palabras porque muchos de los que las escuchan pueden salir seriamente lesionados, lastimados en su amor propio o en su dignidad. Debemos estar atentos, siempre, del impacto que producen nuestras expresiones y ser lo suficientemente sutiles como para entrever cuándo debemos hacer una corrección u ofrecer las excusas correspondientes por algo que no supimos decir bien o dijimos de mala manera. Es clave mantener esa vigilancia sobre nuestra palabra porque buena parte de nuestras relaciones interpersonales dependen de ella, de su calidez, de su precisión, de su oportunidad. Y lo que parece más definitivo, gran parte de nuestros problemas –tanto personales como de comunidad– nacen o se agravan porque no tenemos control o medida sobre lo que expresamos o somos demasiado irresponsables con los juicios o comentarios que hacemos sobre los demás.

Precisamente porque necesitamos cuidar la palabra es fundamental enriquecer nuestro capital lingüístico. Ampliarlo, hacerlo más variado y menos sesgado a sólo un tipo de lenguaje. Superar lo meramente denotativo. Contar con un abanico de formas y recursos que nos permitan, en cierta situación, poder echar mano de una u otra palabra y, así, llegar más fácilmente al amigo, al compañero de trabajo, al ser que amamos. Tenemos que aprender a convivir con nuestras palabras; a conocer su origen y su campo de acción; a mirar en detalle sus filiaciones y sus relaciones; a visitar con asiduidad ese “viejo lomo de buey” que es el diccionario. Es que, pensándolo bien, somos lo que son nuestras palabras. Nuestro lenguaje dice nuestros límites y, en esa medida, dependemos de su resplandor o su mutismo. Quien amplía sus palabras hace crecer también su mundo; quien explora en la plural y diversa naturaleza del lenguaje puede ser un mejor guardián de sus palabras.

Pero hay momentos en que la manera óptima de hablar consiste en cerrar los labios para que suene la imperceptible pero contundente voz del silencio. Cuando se es cuidadoso con las palabras se aprende también que el saber callar hace parte del mundo del lenguaje. El silencio pone a gravitar el envés o la sombra de las palabras. El silencio le da como fondo a la palabra; le otorga densidad, peso. Luego no se trata de callarse por callarse, sino de entender que a veces lo que tenemos que decir es de menor valía que eso otro que promulga el silencio con sus labios de viento. O descubrir que lo que tenemos que decir es tan valioso, particularmente cuando lo que nos mueve o nos conmueve rebasa lo razonable, que no puede expresarse sino llevando nuestras palabras hasta ese abismo del silencio. Por defecto o por exceso de nuestra palabra contamos con esa callada presencia.

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 45-48).