No abras los labios si no estás seguro
de que lo que vas a decir
es más hermoso que el silencio.
Proverbio árabe
Lo más difícil, cuando hablamos, es saber si nuestras palabras son oportunas o atinadas. Si lo que decimos es acorde al momento justo o, por el contrario, si nuestras locuciones son promulgadas demasiado pronto o demasiado tarde. Del mismo modo, es difícil saber si las palabras que elegimos son las indicadas, si son adecuadas para el tipo de persona y de situación, o si se adaptan bien al estado de ánimo de quien las recibe o las escucha. Aún más, nos es difícil saber qué tanto hay qué decir o cuándo es mejor callarse. Por tales razones, debemos ser muy cuidadosos con las palabras que salen de nuestros labios.
La palabra tiene en sí misma una doble fuerza: de un lado sirve para vivificar, para reanimar, para dar la vida; de otra parte, puede ser usada para denigrar, para ofender, para otorgar la muerte. Por momentos tiene el suficiente poder como para darle alas al esclavo y, en otros casos, ella misma asume la forma de grilletes y cadenas. Tan útil puede ser, como pletórica de inutilidad. Al poseer ese doble alcance, el uso de la palabra nos pone siempre en la zona de la indecisión o de la duda. Vacilamos en decirla u ofrecerla porque sabemos, precisamente, de su veneno o de su ambrosía.
Vistas así las cosas, tenemos que reflexionar muy seriamente sobre cómo o de qué manera somos usuarios de nuestra palabra. Revisar, por ejemplo, los modos en que la ponemos en acto; la manera como la usamos; el género de lenguaje por el que optamos; la elección del vocabulario que empleamos. Revisar, si se quiere, la intención que hay de fondo o el interés que subyace a nuestro decir. Tenemos que habituarnos a sopesar nuestras palabras porque muchos de los que las escuchan pueden salir seriamente lesionados, lastimados en su amor propio o en su dignidad. Debemos estar atentos, siempre, del impacto que producen nuestras expresiones y ser lo suficientemente sutiles como para entrever cuándo debemos hacer una corrección u ofrecer las excusas correspondientes por algo que no supimos decir bien o dijimos de mala manera. Es clave mantener esa vigilancia sobre nuestra palabra porque buena parte de nuestras relaciones interpersonales dependen de ella, de su calidez, de su precisión, de su oportunidad. Y lo que parece más definitivo, gran parte de nuestros problemas –tanto personales como de comunidad– nacen o se agravan porque no tenemos control o medida sobre lo que expresamos o somos demasiado irresponsables con los juicios o comentarios que hacemos sobre los demás.
Precisamente porque necesitamos cuidar la palabra es fundamental enriquecer nuestro capital lingüístico. Ampliarlo, hacerlo más variado y menos sesgado a sólo un tipo de lenguaje. Superar lo meramente denotativo. Contar con un abanico de formas y recursos que nos permitan, en cierta situación, poder echar mano de una u otra palabra y, así, llegar más fácilmente al amigo, al compañero de trabajo, al ser que amamos. Tenemos que aprender a convivir con nuestras palabras; a conocer su origen y su campo de acción; a mirar en detalle sus filiaciones y sus relaciones; a visitar con asiduidad ese “viejo lomo de buey” que es el diccionario. Es que, pensándolo bien, somos lo que son nuestras palabras. Nuestro lenguaje dice nuestros límites y, en esa medida, dependemos de su resplandor o su mutismo. Quien amplía sus palabras hace crecer también su mundo; quien explora en la plural y diversa naturaleza del lenguaje puede ser un mejor guardián de sus palabras.
Pero hay momentos en que la manera óptima de hablar consiste en cerrar los labios para que suene la imperceptible pero contundente voz del silencio. Cuando se es cuidadoso con las palabras se aprende también que el saber callar hace parte del mundo del lenguaje. El silencio pone a gravitar el envés o la sombra de las palabras. El silencio le da como fondo a la palabra; le otorga densidad, peso. Luego no se trata de callarse por callarse, sino de entender que a veces lo que tenemos que decir es de menor valía que eso otro que promulga el silencio con sus labios de viento. O descubrir que lo que tenemos que decir es tan valioso, particularmente cuando lo que nos mueve o nos conmueve rebasa lo razonable, que no puede expresarse sino llevando nuestras palabras hasta ese abismo del silencio. Por defecto o por exceso de nuestra palabra contamos con esa callada presencia.
(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 45-48).
Ángel M dijo:
Buenas tardes
Desde hace unos días me enfrento a silenciar palabras, bien sea por motivos familiares o laborales.
Leyendo sobre el tema, llegué a su escrito. Y me ha gustado mucho.
Me he permitido compartir la ilustración, así como referirle, para que quienes me sigan, disfruten con este texto como yo lo he hecho.
Saludos desde Nerja, España.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Angel, gracias por tu comentario. Puedes leer, en este mismo blog, otro ensayo sobre el “aprender a callar”. Pon en el buscador: “Tensiones en el cuidado de la palabra”.
Mery García dijo:
“Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla”
Sigmund Freud
Lo difícil que es comprender la palabra en el silencio, nuestro Creador nos dió dos oídos y una boca. En el diario vivir estamos sedientos de ser escuchados que de oir, cuando en el oir nos encontramos con el otro y consigo mismos, aquel que oye a aprendido a pensar en silencio, a saber cuando la palabra es oportuna y eficaz. o cuando el silencio y lo gesticular dice más que un buen consejo.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Mery, gracias por tu comentario. El silencio sigue siendo un límite para nuestra palabra; el aprender a escuchar, un reflejo para nuestro decir.
Norha Elena Herrera Torres dijo:
Es paradójico reconocer como el hombre ha logrado el dominio sobre muchos animales salvajes, haciendo de ellos seres sumisos , pero no ha logrado tener el dominio y control absoluto de su propia lengua; aquel pequeñito órgano a quien le ha sido otorgado un gran poder: dar vida al emitir una palabra, pero así mismo también de dar muerte o causar grandes e irreparables heridas, pues ella desenfrenadamente convierte en palabras y exterioriza así las intensiones de nuestro corazón, pues aunque se dice que las palabras se las lleva el viento quizá ese mismo viento es el encargado de depositarlas en otro corazón causando en él diversos efectos, según el momento, el tono y la intensión con la que haya salido del corazón emisor, por tanto es mejor “pensar para hablar y no hablar para pensar”.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Norha Elena, gracias por tu comentario.
Cecilia Bustamante dijo:
Maestro, que maravilloso escrito, me he dado perfecta cuenta de ello ahora en este tiempo de aforismos, de trabajos, de fichas analíticas y demás… qué excluir y qué incluir en los escritos? o en las conversaciones? no es nada fácil.
Creo que hay un término que encierra sus extraordinarias y valiosas reflexiones: la prudencia, esta nos ayuda a considerar los efectos que pueden producir nuestras palabras y acciones, teniendo como resultado un actuar correcto en cualquier circunstancia. La prudencia en su forma operativa que nos lleva a actuar con mayor conciencia frente a las situaciones ordinarias de la vida. La prudencia es tan discreta que pasa inadvertida ante nuestros ojos. Nos admiramos de las personas que habitualmente toman decisiones acertadas, dando la impresión de jamás equivocarse; sacan adelante y con éxito todo lo que se proponen; conservan la calma aún en las situaciones más difíciles, percibimos su comprensión hacia todas las personas y jamás ofenden o pierden la compostura. Así es la prudencia, decidida, activa, emprendedora y comprensiva.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Cecilia, gracias por tu comentario. Qué bien lo dices: es la prudencia la “que nos lleva a actuar con mayor conciencia frente a situaciones ordinarias de la vida”.