Me gusta esa idea socrática retomada por Ernesto Sábato en donde emparenta la tarea del maestro con un partero, con alguien capaz de “llevar hacia afuera lo que aún está en germen”. Y me gusta por dos razones. La primera es por el énfasis en conectar o poner en relación un adentro con un afuera; el maestro es, entonces, un vaso comunicante, una mediación entre lo propio y lo extraño, entre lo privado y lo público. La segunda razón tiene que ver con ese trabajo del maestro sobre una potencialidad; esa labor de orfebre, de artesano del espíritu. En este segundo caso el maestro es agente para que la potencia se convierta en acto. O mejor, “asiste” al otro para que logre ser en plenitud.

Hasta ahí parece apenas obvio el argumento. Sin embargo, ¿cómo poner en el afuera?, ¿cómo ser partero en la Educación? Yo diría que habría como varias instancias: un proceso. Se empezaría con unos preparativos, con un trabajo propedéutico. En este momento cuenta mucho más la actitud, la motivación, la expectativa. Una etapa, por ende, de sensibilización, de adecuación para el futuro parto. Alistar los “implementos” es, desde luego, reconocerlos; saber para qué sirve “cada cosa”, y cuándo hay que usarla. Los preparativos apuntan al logro final. Por eso no puede ser una sumatoria de datos, ni una práctica memorística. Los preparativos son más bien herramientas para un momento posterior. No es el dato por sí solo, sino en cuanto necesidad para futuras tareas. El dato-implemento, sería bueno decir.

Luego de esta tarea de preparación, vendría una segunda etapa. El trabajo del parto. La batalla con el alumbramiento. Atención: aún no ha nacido la criatura. Digo que hay un trabajo para que el germen alumbre. Ahora bien, en ese trabajo de contacto directo es en donde se puede notar la fineza, el temple del maestro. Es el tiempo de la interacción. Cómo te comunicas, qué estrategias empleas, a qué le das valor y a qué no. Todo eso cuenta. La confianza, la paciencia, el temperamento. Si uno es un buen partero, creo yo, aquí la información se transforma en formación. Es más, el éxito posterior depende de este trabajo de contacto. Acá es donde importa la “caricia”, la “ternura”, el tacto, el abrazo; la palabra, la recomendación, el estímulo. Gracias a este trabajo, casi siempre lento y repleto de incertidumbre, es como logramos que el alumbramiento sea feliz o desafortunado.

El último peldaño, la etapa final de este proceso estaría representado en el acto mismo del alumbramiento. El momento definitivo. La educación en plenitud. Cabría señalar toda una serie de estrategias, de competencias necesarias para lograr tal objetivo. Quizá, podríamos decir, diversos métodos, diversos caminos para propiciar el nacimiento. El educador sabe que lo que está en juego es una vida, y eso entraña una enorme responsabilidad ética, política y humana, en general. A lo mejor, es por ese último peldaño que el maestro educa, por ver y oír el grito de la nueva vida, de una vida a la cual él asistió y que ahora manotea libre entre sus brazos.

Sobra decir que para ser un partero hay que tener varias calidades. Por ejemplo, no temerle al contagio, a la entrega; disponer, además, de una enorme capacidad de aventura, de riesgo (los partos siempre llegan de improviso); poder resistir, con paciencia, los ritmos –invisibles– de la gestación o el crecimiento, y hacerlo, sin violentar los tiempos, sin violentar el emerger de la semilla; por supuesto, también hay que tener un espíritu festivo y juguetón para no asustarse por cualquier quejido o cada vez que en la criatura parezca no palpitar su corazón.

Calidades. Valgan otras no menos importantes: un partero a veces tiene que forzar, abrir, romper barreras para que pueda salir la vida; un partero, por momentos, debe quitar o prohibir ciertos aspectos o cosas para que, después, la criatura sea más fuerte, más sana; un partero no siempre dice a todo sí…

Si el trabajo del educador es importante, lo es porque “asiste” cotidianamente al nacimiento de otras vidas. Porque de él depende, en cierta forma, la continuidad de la Cultura. El maestro no es dador de la vida –actitud soberbia de ciertas corrientes pedagógicas–, sino mediación para la vida. Por el maestro la vida alumbra. Y en ese trabajo de “asistencia” (que es tanto ayuda como cuidado, presencia y cooperación) es donde puede evidenciarse la responsabilidad frente a la tradición y el porvenir. El maestro es un partero porque contribuye para que la sangre se convierta en espíritu, para que lo informe de la noche, sea forma repleta de luz.

(De mi libro Oficio de maestro, Javegraf, Bogotá, 2000, pp. 13-14)