Ilustración de Rob Gonsalves.

Ilustración de Rob Gonsalves.

Como un campo, aunque sea fértil,
no puede dar frutos si no se cultiva,
así le sucede a nuestro espíritu sin el estudio.
 
Cicerón

 

Venimos a este mundo como seres llenos de posibilidad. Cada uno de nuestros sentidos contiene una gama de potencias, un abanico de capacidades inéditas. También contamos con nuestro intelecto y nuestra voluntad que, como otras características de lo humano, nacen con un alto potencial o con latentes energías o variadas facultades. Pero, para que todo ese potencial se desarrolle, es necesario cultivarlo, educarlo, someterlo a la talla del estudio.

Advirtamos, de una vez, que no nacemos cabalmente formados. Apenas somos una infinita estructura de posibilidades. Ni nuestro gusto, ni nuestra mirada, ni nuestro lenguaje –sólo para mencionar algunos ejemplos– nos vienen ya desarrollados o con suficiente madurez. Todo lo contrario, cada hombre debe repetir, en sí mismo, el recorrido que ha hecho toda la humanidad durante siglos: tiene que aprender a comer, a hablar, a comportarse, a creer y también a soñar. Aunque ya nuestro cuerpo viene con órganos y sentidos, a cada ser le corresponde conquistarse como humano o como persona. A cada hombre le toca ponerse en la tarea de acabar de formarse, de terminar esa obra que la naturaleza comenzó pero que deja a merced de cada quien el grado o la manera de pulir, completar o darle los toques necesarios para que esa forma alcance su plenitud. Como quien dice, es a nosotros a quienes nos corresponde desplegar los horizontes de esa primigenia figura.

Es acá donde el estudio cobra todo su valor. Sin él, apenas seríamos algo más que una especie pluricelular. Gracias al estudio –bien sea mediado por otros o por nosotros mismos– nos diferenciamos, despegamos de nuestra condición natural. El estudio nos hace seres de cultura, seres capacitados para comunicarnos simbólicamente. Con el estudio, que por lo general ha sido ordenado y dosificado por la educación, logramos hacer que nuestras potencias se conviertan en actos o que nuestras capacidades logren su expresión más apropiada. Entonces, cuando nos educamos, lo que hacemos es afinar la apariencia inicial, pulir la forma primera, ampliar los límites de un cuerpo o una inteligencia incipientes. El estudio, confiado a nuestros mentores o maestros, es la garantía o la confianza que pone todo ser humano para que un otro logre sacarlo de ese rico pero finito mundo de lo hereditario.

Tal parece que si no nos preocupamos por estudiar nuestra vida misma quedará a medias; será un retrato incompleto, un muñón de existencia. Sin el estudio nunca sabremos qué tanto podemos ser o cuáles son nuestras mayores posibilidades. Y no se trata sólo de leer libros o de ir a una escuela. El estudio abarca también nuestro trato con los demás, las experiencias que tenemos, los caminos que transitamos, las horas que empleamos en pos de conocernos. Hay estudio cuando hay voluntad y disciplina para tratar de subsanar alguna de nuestras interminables ignorancias; hay estudio cuando tenemos una pregunta y nos proponemos tratar de responderla, así sea de manera parcial. Se estudia cuando nos acucia un misterio o cuando no podemos comprender cierta actitud personal o de otro ser humano. Se estudia cuando el entorno se nos vuelve inexplicable o cuando nuestra condición humana nos enfrenta a sus propios límites. No siempre se requiere de libros para estudiar, pero siempre hay que tener la voluntad dispuesta para ir más allá de lo inmediato.

Dando por descontado la importancia del estudio, vale la pena insistir en dedicar todos los días un tiempo para él. En no olvidarnos de emplear unas horas para cultivarnos, para terminar esa obra que asumimos como una dádiva maravillosa. Nunca acabaremos de saber, siempre seremos aprendices de algo. Por lo mismo, hay que poner nuestra mente en disposición para la lectura, para la conversación, para la investigación, para la observación sistemática. Ojalá pudiéramos terminar cada día de nuestra vida con la satisfacción de haber descubierto algo nuevo de los demás o de nuestra propia persona; ojalá tuviéramos la persistencia para mantener al pie de nuestra mesa de noche o al lado de la oficina donde laboramos, una inquietud que jalone nuestro espíritu, una curiosidad que nos movilice o nos despierte de los letargos paralizantes de lo dado por hecho. Qué bueno sería llegar al final de nuestros días con algún enigma fresco para nuestro entendimiento o con alguna indagación germinando aún en nuestras manos.

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, p.p. 33-36).