Ilustración de Antonio Mingote.

Ilustración de Antonio Mingote.

El valor del respeto es, en su esencia, un sentimiento o una actitud de preocupación por nosotros mismos y por nuestros semejantes. Algunos filósofos han hecho énfasis en esta actitud de “miramiento” o de consideración que está en la base del respeto. Quien respeta es porque se siente interpelado por lo que lo rodea.

Somos respetuosos porque nos sentimos parte de algo: de una tradición, de una familia, de unas creencias, de unos referentes morales. La persona respetuosa se siente interpelado por el ambiente, por sus congéneres, por la trascendencia, por sí mismo. Y esa interpelación se le convierte en una obligación, en una demanda que lo lleva a atender determinados rituales o hablar de una especial manera o a actuar o comportarse de una particular forma. En este sentido, el ser respetuoso se sabe corresponsable de su entorno y de sus semejantes. No le son indiferentes ni su pasado ni el porvenir de la humanidad o del planeta en el que habita. Para decirlo lacónicamente: el respeto  riñe con la indiferencia.

De otra parte, el respeto está fuertemente enraizado con la dignidad. En este caso, el respeto subraya esa cualidad o condición esencial de las personas, eso que las convierte en sujetos de derechos y deberes y que las hace únicas e irrepetibles. La dignidad que puede estar referida a un cargo, a una edad o a una envestidura se hace extensiva a una forma de pensar, creer o actuar. El respeto, entonces, es la consecuencia o el resultado de proteger y defender en primerísimo lugar la dignidad del ser humano. Aquí cabe decir, de una vez, que por eso mismo a veces el respeto no hay que solamente ofrecerlo sino, en algunas ocasiones, exigirlo. A sabiendas de que esa dignidad de las personas ha sido, a través de la historia, una conquista de los seres humanos, merece demandarla o darle el lugar de ser un derecho fundamental en todas las naciones. Por eso el respeto es un valor esencial para la garantía práctica de muchas de las normatividades legales y un heraldo de las características esenciales de los seres humanos.

Precisamente, y ese puede ser uno de los aportes mayores de Inmanuel Kant, todos los seres humanos, indistintamente de su riqueza material, sus talentos individuales o su estatuto social, está dotado de dignidad, en tanto participa de una naturaleza racional. Es esa capacidad para imponerse obligaciones morales la que le permite a cualquier persona saberse digna, más allá de los méritos, rangos o profesiones. Y por considerarse sujetos de dignidad es que los seres humanos se imponen ciertas actitudes, asumen una compostura o eligen determinados comportamientos apropiados.

Pero hay más. El respeto es un valor mediador para garantizar la convivencia entre los individuos. Bien vale la pena recordar lo que cuenta Platón en su diálogo del Protágoras al respecto. Allí se relata que Zeus, para evitar la discordia y facilitar la paz entre los hombres, envió a Hermes con dos regalos, el respeto (aidos) y la justicia (dike); dos garantes para facilitar los vínculos de amistad entre los habitantes de las ciudades. Como puede inferirse el respeto es uno de los valores fundacionales de la convivencia. Sin él, no habría posibilidad de continuidad de la especie humana. El respeto contiene en sí mismo a otro valor, la tolerancia y sin él, sin su sangre nutricia, sería muy difícil alcanzar la confianza y con ella la colaboración o la solidaridad. El respeto posibilita el diálogo genuino y lleva a que los miembros de una comunidad puedan sentirse en libertad para expresar sus diferencias o resarcir sus errores. El respeto, en últimas, es garantía para la paz y, de alguna manera, un vocero cotidiano de la justicia.

Otra manera de entender el respeto es como la “capacidad o la actitud de ponerse en el lugar del otro”. Cuando así se comprende el respeto lo que se pone en alto relieve es su relación con la capacidad de escucha para lograr “comprender desde dentro” a otra persona; es esa escucha activa la que nos permite asumir, así sea por un momento, el punto de vista de nuestro interlocutor, para así ser sensibles a determinado hecho o situación ajena. Si en verdad nos ponemos en lugar del otro, el respeto hace que nos tomemos en serio a nuestro semejante o que le demos la importancia que merece. Y si se quiere ir más a lo profundo, es esta actitud la que posibilita los gestos de compasión genuina, al considerar a la otra persona como un hermano o compañero de viaje existencial. Digamos que el respeto, en esta perspectiva, es esencial para el mutuo reconocimiento.

Tocamos aquí otra de las bondades del respeto: la de dar cabida al reconocimiento. Dicho reconocimiento puede darse a un lugar de nacimiento, a un linaje, a ciertos ritos, a símbolos o prendas de vestir. El reconocimiento es un acto incluyente. Por eso es fundamental tener presente a qué grupo pertenecen las personas con que tratamos o en cuáles creencias o ideales están inscritas; esas diferentes formas de pertenencia son claves al momento de definir una identidad y hacen parte de los haberes morales que debemos estar atentos a reconocer o subrayar cuando establezcamos nuestra relaciones interpersonales.

Por eso, entre otras cosas, es que el respeto es lo contrario a la humillación. Cuando humillamos lo que hacemos es rechazar algunas de las formas de pertenencia a las que está ligada una persona. La humillación segrega, expulsa a un individuo de la comunidad humana: lo deja, por decirlo así, huérfano de los vínculos sociales. De allí también que el respeto busque valorar esas diferencias de género, de religión, de política o de gustos estéticos. El respeto, así entendido, refrenda la autoestima de las personas y, en última instancia, favorece la autonomía de cada ser humano. Cuando respetamos avalamos el inalienable uso que tiene cada persona de su libertad y de ser sujeto de derechos.

Sobra decir que aprender a respetar demanda una disciplina racional y una voluntad de cuidado sobre sí mismo y sobre los demás. Aquí es importante el papel de la crianza y la tarea formativa de la escuela, sin dejar de lado los aportes que puede hacer la sociedad en su conjunto y otros mediadores de comunicación e información. Recordemos que al capricho voluntarioso de los niños hay que ir educándolo para que tenga límites. Igual sucede con los jóvenes que necesitan ir incorporando a su espíritu libérrimo los linderos de la responsabilidad y la obligación. Tal vez aprender a respetar sea, como quería Kant, la mayoría de edad de nuestra libertad. Y cuando eso se dé ya no necesitaremos de otros que nos digan cómo utilizarla, sino que sabremos, por el contrario, hasta dónde pueden ir sus fronteras y que deberes se derivan de su pleno ejercicio.