Un problema frecuente de los estudiantes de posgrado, en particular cuando redactan el marco teórico de su investigación, es el de hilar de manera coherente las voces referenciadas o que avalan su pesquisa. Casi siempre el resultado es una colcha de retazos o una entrecortada citación de fuentes sin ningún norte en el discurso. Buena parte de esa dificultad está en el poco conocimiento de los conectores lógicos y de su importancia para darle cohesión y coherencia a las ideas.

Por ello, he invitado a los estudiantes de primer semestre de la Maestría en Docencia a que tejan u organicen dos párrafos tomando como referencia seis citas de diferentes autores sobre el tema de la felicidad. La idea es que incorporen esas frases dentro de un texto de corte argumentativo, muy en el tono ensayístico, y que al hacerlo aprendan a usar los conectores lógicos según cada necesidad y puedan descubrir las posibilidades de emplear uno u otro marcador textual.

Para animar a los maestrantes, he hecho primero la tarea. Las citas elegidas, desde luego, no son sobre la felicidad sino sobre el tema de la lectura. No obstante, espero que el ejemplo sea un buen incentivo para aprender esta habilidad de escritura que consiste en imbricar el pensamiento de otros con la propia voz. 

Las citas elegidas

“Una lectura amena es más útil para la salud que el ejercicio corporal”. (Kant)

“El arte de leer es, en gran parte, el arte de volver a encontrar la vida en los libros, y gracias a ellos, de comprenderla mejor”. (André Maurois)

“Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría”. (Mario Vargas Llosa)

“No debemos leer sino para ejercitarnos en pensar”. (Gibbon)

“Jamás tuve un pesar que no olvidara después de una hora de lectura”. (Montesquieu)

“La lectura es una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados”. (Descartes)

Las citas conectadas

Son muchos y variados los beneficios de la lectura. En principio, y esa parece ser su mayor bondad, leer nos permite entrar en relación con la tradición, con una herencia del pensamiento. En este sentido, Descartes afirmaba que “la lectura es una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados”. Pero no es un diálogo pasivo; más bien se trata de “leer para ejercitarnos en pensar”, como esperaba el historiador británico Edward Gibbon. En otras palabras, con la lectura nos hacemos partícipes del pasado y activamos nuestra inteligencia.

De otra parte, la lectura alberga o tiene un poder curativo. El leer puede ayudarnos a mermar nuestras preocupaciones o nuestros males del alma. Bien decía Kant que “una lectura amena es más útil para la salud que el ejercicio corporal”, y Montesquieu, el  político de la Ilustración, nos compartió una confesión semejante: “jamás tuve un pesar que no olvidara después de una hora de lectura”. Cuando leemos, entonces, apaciguamos nuestras heridas interiores, reflexionamos sobre nuestra existencia o, parafraseando a André Maurois, al leer volvemos “a encontrar la vida en los libros, y gracias a ellos, la comprendemos mejor”.

Cabe mencionar un beneficio adicional: la lectura contribuye enormemente a socavar prejuicios e ignorancias esclavizantes. Leer es adquirir un medio de liberación. Mario Vargas Llosa lo dijo de manera contundente en el discurso de recepción del premio nobel: “seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría”. Por eso, aprender a leer es apropiar también un útil con el cual podemos transformar lo establecido.

Como puede observarse en el ejemplo, he procurado básicamente hacer dos cosas: la primera, buscar un eje de articulación a las diferentes citas y, después, armonizar las distintas voces con mi propia tesis. Esa parece ser una buena indicación cuando se trabaja este tipo de escritura: empezar ubicando algún criterio o aspecto que permita aglutinar lo disperso (que de paso nos podrá dar una orientación para saber cuántos párrafos necesitamos) y luego proceder a tejer las referencias en cuestión.

Es evidente que en el caso expuesto las citas ya estaban escogidas. Lo más común y difícil es buscar a esos autores, conseguir las citas adecuadas y pertinentes para un proyecto de investigación o un texto argumentativo. No siempre estarán a la mano y habrá que invertir largas horas de lectura para encontrar “esos pequeños textos precisos” que sirvan a nuestros propósitos y que, al incluirse, no desentonen con el conjunto.

Precisamente, el otro asunto es el ensamblaje de las citas de autoridad. No basta con ponerlas unas delante de otras; hay que entretejer lo que dicen esas citas con nuestras propias ideas. En algunas ocasiones es necesario “prepararles” un espacio en el desarrollo de nuestro texto y, en otras, retomar lo que afirman para no dejarlas truncas o huérfanas de argumentación. Dicho de otra forma: las citas hay que apropiarlas. Y si notamos que las palabras dichas por el autor no encajan exactamente en nuestra disquisición lo mejor es “editar” una parte de ellas o “parafrasearlas”, retomando lo que afirman pero no haciéndolo de manera literal sino adaptándolas a nuestro interés comunicativo.

Por supuesto, no siempre retomamos las citas de autoridad porque estamos de acuerdo con lo que dicen. En muchas ocasiones esas referencias están ahí para ser confrontadas o puestas en discusión. Sea como fuere, no tendremos buenos resultados en el marco teórico de una investigación o en un ensayo sin el hábito de construir esta modalidad de textos. Es el ejercicio frecuente con las voces intelectuales de la tradición el que nos permitirá saber cómo hallar un lugar adecuado para expresar nuestras ideas. Saber citar, en consecuencia, es una tarea de escucha atenta; un ejercicio de lectura crítica al pasado con el fin de descubrir aquellas ideas que merecen conservarse o esas otras que necesitan una seria reelaboración.