Lo veo absorto. Oigo las notas del piano tan dinámicas, tan explosivas y es inevitable percibir el contraste con su rostro: aparentemente inexpresivo. La mirada perdida en el espacio infinito. Nada lo distrae de lo esencial. La expresión del pianista es la de alguien poseído por la música, como si ella lo habitara desde dentro. Las manos rápidas y el rostro hiératico, fascinado con un misterio íntimo. Por momentos el pianista contrae su cuerpo como si no le cupiera la melodía dentro de sí; es un gesto del éxtasis místico, de quien está en contacto con una dimensión extraordinaria. Es como si tocara esa sonata para él mismo. El público parece no importarle. Los ojos del pianista se regodean divagando en su particular cielo. Luego, con sutileza, las manos buscan encontrar entre el teclado lo que sus ojos han entrevisto en las alturas. Cada nota es un encuentro, un diálogo secreto. Es una partitura que se sabe de memoria. El rostro da muestras de algo que recuerda, evoca o de una sorpresa contenida por una antigua fascinación.  Observo de nuevo sus manos que acarician las teclas del piano como aves aladas de una certera precisión.

Qué regalo para el espíritu es escuchar y ver las interpretaciones al piano realizadas por Wilhelm Kempff de las obras de Beethoven. Y en especial, el tercer movimiento de la sonata para piano N° 17, op. 31, denominada “La tempestad”.