Cómo no hablar de la alegría en estos días navideños. Esa parece ser la emoción de la mayoría de las personas o lo que se transpira en el ambiente. Los alumbrados en las calles, los decorados brillantes en locales comerciales y la música festiva que resuena en la radio contribuyen a que nos sintamos menos apesadumbrados o irascibles. Hasta las mismas vacaciones colectivas se suman a este clima de risas y optimismo, a este regocijo de campanas en el que anda nuestro espíritu.

La alegría es un estado de afirmación a la vida. Es una expresión de certeza y satisfacción con lo que somos o tenemos. No hay fractura con nuestra interioridad; todo parece fluir y nos consideramos bendecidos por la suerte. El que está alegre ve menos sombras en el paisaje de su existencia y cuenta con una reserva de ánimo ilimitada. Cuando así nos sentimos somos más tolerantes y nuestras manos se saben más generosas. Sin parecer demasiado filosóficos podemos decir que la alegría es la mensajera predilecta de la felicidad, el rostro visible del gozo.

La alegría, por lo demás, está relacionada con el juego. Y el juego es el ámbito en donde se abandonan todas las armas y las apariencias para ser como somos, para poner en escena nuestra autenticidad. Sin temores, sin miedo al repudio o al enjuiciamiento. La alegría es, en este sentido, el florecer o germinar de nuestra libertad. Quien está alegre se siente liberado, manumitido de presiones sociales o demandas ajenas. Por eso la alegría es un desahogo y por eso también es traviesa, porque la médula de nuestra humanidad no soporta las cadenas.

Tan fuerte es la emoción de la alegría que busca manifestarse en el baile, en la fiesta. Ansiamos que esa sensación se contagie. No parece suficiente guardarla para nosotros; es menester que se irradie, que pueda ser compartida. Y con cada grito de exaltación, con cada movimiento rítmico de nuestro cuerpo, la alegría establece puentes para restituir la igualdad entre los hombres. La hermandad de la alegría diluye diferencias de clase, credo, etnia o edad. Nadie puede quedarse por fuera de este alborozo. El esparcimiento se vuelve el cometido común. Tal es la importancia de las fiestas populares que tienen como fin irradiar la alegría a toda una comunidad. Con la alegría certificamos el valor de la convivencia y el encuentro.

Es apenas natural que durante estas fechas decembrinas participemos y promulguemos la alegría. Nuestro espíritu necesita desprenderse de los huraños quejumbrosos y apartarse de los cascarrabias empecinados. Basta agregar una sonrisa a nuestra comunicación cotidiana para descubrir el impacto y los beneficios producidos. Es necesario darle mayor flexibilidad a nuestro espíritu para no andar rompiéndonos el alma por cualquier tontería. Es más: si logramos con nuestras acciones o nuestras palabras contribuir a que otro ser humano redescubra su potencial de alegría, habremos cumplido una de la obras secretas de la misericordia.

Las campanas de navidad, los cantos, los adornos multicolores, nos advierten de que no podemos perder la alegría. A pesar de los problemas, las adversidades o los sufrimientos, sigue habiendo motivos para levantar las manos y celebrar. Ahí están, a nuestro lado, familiares que nos quieren; pese a todos los obstáculos, algún proyecto personal ha logrado terminarse; contamos con salud y trabajo; seguimos manteniendo en alto varios sueños; tenemos manos amigas que nos ayudan; hemos conseguido por fin un techo propio… Siempre habrá razones para estar alegres. Sabernos vivos es ya, de por sí, una causa para sentirnos contentos.