Es indudable que el símbolo mayor de la navidad está representado en la familia. Alrededor de ella, de su importancia, giran otros valores de estas fiestas decembrinas. Las comidas en común, las visitas a distintos miembros del grupo de parientes, los paseos con allegados, el compartir con los mayores en unión con toda la progenie es lo habitual en estos días. Estar en familia, reunirse, es el objetivo de los más allegados y de la parentela distante.
Aprovechemos, entonces, este día para reflexionar un poco sobre la familia. Lo primero que deberíamos reconocer, así en estas épocas parezca secundario, es el papel vital de la familia en la crianza. Mucho de lo que somos depende de lo que hacen los mayores con nosotros cuando niños. Es por su cuidado, por su decisión en proveernos de hábitos, por su voluntad en darnos una excelente educación, como adquirimos la suficiente fuerza en nuestras raíces para el crecimiento posterior. En familia reafirmamos nuestra identidad, comenzamos a desarrollar nuestras potencialidades y encontramos el estímulo y la fortaleza para salir a enfrentar el mundo con sus vicisitudes. Sin el calor y la firmeza de la familia muchas serán nuestras debilidades y abundantes los vacíos en diversas dimensiones de nuestra personalidad.
La familia también es un refugio, una certeza en el espacio, un lugar de protección. A ella acudimos cuando decaen las fuerzas, con ella contamos cuando la enfermedad o el dolor nos afligen, sin ella vivimos en la orfandad o el ostracismo. Así sea como alimento o techo, como lugar de consejo o caudal de experiencia, la familia sirve de acogida y de amparo. Lo fundamental de este nicho de la sociedad es el rol de alojamiento existencial que provee; la zona sagrada que instituye, generada por los vínculos de la sangre y el afecto. Por eso nuestra casa, por humilde que sea, se convierte en un fortín espiritual, en una fortaleza en la que podemos sentirnos tranquilos y confiados.
Otro aspecto esencial de la familia, con implicaciones altísimas en el campo educativo, es el servir de semilla para la convivencia, para aprender a ser con otras personas. Nuestra familia es un laboratorio en el que vamos cultivándonos para ser tolerantes, para combatir nuestros egoísmos, para seguir unas normas y hacernos responsables de los actos de nuestra libertad. En ese micromundo de la familia se prefiguran patrones de comportamiento, se afianzan valores como el respeto por los demás, se dimensiona la dignidad propia y ajena. La familia nos prepara para ser luego pareja, equipo de trabajo, comunidad. Sin esas primeras lecciones de coexistencia dadas por la familia seríamos más tarde torpes para interactuar con los extraños y sentiríamos como ajenos los derechos y los deberes ciudadanos.
Siendo tan importante la familia para el desarrollo de los seres humanos es clave tomarnos un tiempo para meditar sobre si lo que hacemos, como padres, hijos o hermanos, corresponde al lugar indicado. Porque lo que vemos mayoritariamente hoy es una dejadez o abandono por actuar como familia. Muchos hogares se han convertido en hostales y se confía peligrosamente en que cada miembro haga lo que mejor le parezca. Los roles parecen haberse diluido en una falsa veneración por el libre desarrollo de la personalidad. Considero que el miedo o la complacencia han terminado minando lo que debería ser obligación o genuina responsabilidad.
Aprovechemos la navidad para darle trascendencia a la vida familiar. Es prioritario que convoquemos el estar en familia, impongámonos la tarea de hablar y compartir experiencias entre mayores y menores, rompamos las burbujas individuales y propiciemos la comunicación cara a cara. Hagamos que los abuelos se sientan necesarios y útiles; sintámonos corresponsables de la suerte de sobrinos y nietos. Fortalezcamos los vínculos y celebremos con entusiasmos los rituales propios de la filiación o el parestesco. Y, sobre todo, enseñemos a las nuevas generaciones el prestigio y la riqueza incalculable de tener un hogar.
Pilar Núñez dijo:
Tus reflexiones sobre la importancia de la familia me han evocado una frase de Ana María Matute en “Paraíso inhabitado” que viene a decir algo así como que, en algunos aspectos, la infancia dura toda la vida. Afortunadamente, es verdad, y conforme vamos cumpliendo años somos más conscientes de cómo, cuánto y cuándo nuestra infancia se asoma por alguna rendija de los adultos que somos hoy. Muchas veces sonrío para mí misma cuando me sorprendo diciendo a mis hijos alguna de las frases que mi madre me decía a mí y que tan pesadas me parecían: “Abrígate”, “No vengas tarde”. Los ritos de la familia serenan y amarran a la realidad de las cosas que de verdad importan.
Gracias, una vez más, por compartir esto.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Pilar, gracias por tu comentario. Subrayo tu afirmación: “Los ritos de la familia serenan y amarran a la realidad de las cosas que de verdad importan”.