Ilustración de Quino.

Ilustración de Quino.

Comencemos, de una vez, señalando una evidencia: ya no son los padres o los maestros los únicos que generan información. También informan y, de manera abundante, los medios de comunicación, la ciudad, los videojuegos, los periódicos y las revistas. Digamos que la información, que le llegaba al niño antes por un único canal, ahora se le manifiesta de manera múltiple, tanto en su estructura como en su embalaje.

Tal avalancha de información ha generado en el niño una serie de desconciertos. De un lado, el desconcierto hacia la noción de verdad o, si se prefiere, hacia lo creíble. Por ser tantas las fuentes o los lugares de información, por haber entre ellos (la mayoría de las veces) contradicciones y puntos de vista tan dispares, por presentarse tan velozmente y de manera fragmentaria, el niño no sabe ya dónde empieza lo verdadero y dónde termina la mentira. Y cuando habla su padre o su maestro, ellos apenas son otras voces dentro del concierto a que está expuesto permanentemente. Entonces, lo creíble empieza a estar asociado con aquello que es más habitual, con lo que circula cotidianamente, con el consumo o la moda; lo creíble se vuelve coyuntural, se articula desde la novedad, depende de otras lógicas ya no gestadas desde instituciones como la familia o la escuela.

El otro desconcierto al que está expuesto el niño de hoy es el que se refiere a la noción de realidad. Cuando la información ya no está centralizada o unificada, cuando las convenciones de un grupo social sobre un orden conceptual o epistemológico establecido se estrellan contra nuevos paradigmas emergentes, se produce entonces una desazón infinita. ¿Qué es real?, se pregunta un niño ante una suerte de cosas dispuestas a la manera de una baraja: ¿lo que veo en un videojuego?, ¿lo que bajo de internet?, ¿lo que está escrito en los libros?, ¿lo que veo en  la televisión?, ¿lo que me muestran mis maestros?… La noción de realidad se ha vuelto gelatinosa para los niños de hoy; por momentos está más cercana a lo físico pero, en otros momentos, se refunde con lo virtual, con lo imaginario y lo fantástico.

Cabría mencionar otro desconcierto. Llamémoslo un desconcierto hacia la autoridad. El niño observa a su alrededor, escucha y lee cómo la justicia no cumple su cometido, cómo se puede burlar la ley, cómo escabullirse de una norma, un mandato o una disciplina. Además, mediante lo que observa en el tevecable o la televisión confirma que hay otros niños como él que no son castigados por sus “pilatunas”, que logran salir campantes de una picardía o una maldad. También lo confirma en muchos de los temas de las canciones que escucha y que le gustan. Sin embargo, cuando llega tarde a su casa o cuando no cumple con las tareas en el colegio, detecta que hay otro orden disciplinar, otros controles mucho más fuertes o drásticos. De un lado está la permisividad, de otro las prácticas y los discursos de “entrar en cintura”. El desconcierto preludia, entonces, la rebeldía.

Anotemos un desconcierto más: el desconcierto hacia las valoraciones de sí mismo. El niño escucha que sus padres o maestros le hablan de que debe cuidarse, protegerse, de que él no debe salir a la calle… pero, en los programas de televisión o en los videojuegos que le gustan, él es el protagonista. Vuelve y mira a su alrededor: en su familia le dicen que no puede hablar o no debe hablar sobre ciertas cosas; en la escuela le advierten que debe aprender a guardar silencio… pero, para sobrevivir en el barrio, en la calle, para poderse socializar con sus amigos, él descubre que si no habla, que si no “presume” de ciertas cosas, muy seguramente será excluido o no tenido en cuenta. El desconcierto se acrecienta con una serie de mensajes publicitarios; la ropa, los zapatos, los objetos… que él ve en la televisión o las revistas –y ansía tener– riñen con la “cantaleta” de sus padres sobre no gastar en “cucherías” y aprender a vivir con lo apenas necesario.

Sin pretender ser exhaustivos, afirmemos que el alud de información al que están expuestos los niños y las niñas de hoy, ha traído también una avalancha de desconciertos. Tal evidencia tiene serias implicaciones para la tarea educativa. La primera de ellas concierne al papel activo del maestro y el padre de familia en relación con el reconocimiento y conocimiento de estos otros canales de información. Es urgente ponernos al día en el consumo cultural de los niños; investigar con juicio estos nuevos “socializadores” y su repercusión en los pequeños. Más que tratar de “satanizar” a los medios de información se trata de conocer la manera como se los recepciona, y sirven de elementos de construcción para el mundo del niño.

Eso en cuanto al conocimiento de los medios de información. Pero además de indagar hay que ir un poco más allá y proveer a nuestros niños de capacidades de lectura de dichos canales. En este sentido es urgente capacitar a nuestros estudiantes en habilidades para la lectura de la imagen, de lo audiovisual, de los signos en general. Tenemos que desarrollar en ellos una competencia semiótica que les permita hacer legible estos textos tan variados como fugaces. Con esta nueva cartilla es muy probable que nuestros niños puedan tener algunos elementos de lectura para diferenciar, distinguir o ver la utilidad de toda esa avalancha informativa que los circunda. Como quien dice, se trata de alfabetizarlos para una sociedad que no necesariamente pasa el saber por el cedazo del texto escrito.

Frente a esta complejidad de la información cabe agregar que el educador necesita, hoy más que nunca, servir de faro, de orientador. Quizá ya no se trata, como en el pasado, de dar la información, sino de poseer una capacidad crítica para poder seleccionarla u otorgarle alguna jerarquía. Veo en esta labor uno de los grandes desplazamientos del maestro en cuanto facilitador de una información: de lo que se trata ahora es de servir de cedazo efectivo para distinguir la “basura” de lo verdaderamente importante. Tener criterio. Pero, para ello, el educador tiene que hacer un enorme esfuerzo para hablar el lenguaje de estos tiempos, tiene que salir del estrecho nicho de la escolaridad y adentrarse en esos otros escenarios en donde también se propicia el aprendizaje.

Una última implicación para el educador, de esta avalancha de información a la que están expuestos nuestros niños, apunta a propiciar en el aula un discurso que favorezca el diálogo, la conversación, la circulación de diversos puntos de vista. Al no ser el maestro el único centro de información, es importante aceptar la validez de otras visiones, de otras fuentes esta vez aportadas por los estudiantes. En este sentido la escuela se torna en un escenario para la gestación de acuerdos, en donde prime la búsqueda por el consenso más que por una verdad revelada o determinada. Este viraje trae consigo la necesidad de prestarle especial interés a los procesos de tutoría o acompañamiento que se dan en la escuela. Lo tutorial deja de ser visto como algo marginal o previsto para alumnos con problemas de aprendizaje y se convierte en el lugar habitual, en la forma idónea para enseñar un conocimiento.

(De mi libro Rostros y máscaras de la comunicación, Kimpres, Bogotá, 2003, pp. 217-220).