Ilustración de Craig Frazier.

Ilustración de Craig Frazier.

Las preguntas de los niños son ingeniosas y sorprendentes porque no atienden a las leyes de la lógica o las convenciones sociales. El exceso de socialización le quita a la pregunta su espontaneidad.

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Ciertas preguntas hacen las veces de ajuste de cuentas; otras, son espejos inquisidores.

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Hay relaciones de amor forjadas desde una confesión y, otras, mantenidas por una pregunta sin respuesta.

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Con preguntas llegamos a formular un problema; con preguntas, también podemos resolverlo.

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Algunas preguntas inesperadas sirven de lubricante en la seca vía de nuestras certezas.

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Los maestros verdaderos son profesionales de la pregunta. Es decir, buscan por todos los medios despertar en el aprendiz el asombro o la reflexión.

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¿Cómo sabe un investigador que tiene mal planteada una pregunta? Cuando al redactarla ya conoce de antemano la respuesta.

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No toda pregunta despierta la reflexión; algunas, apenas rozan tangencialmente la memoria.

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Si bien es cierto que el investigador necesita de un método; lo más importante es haber descubierto una buena pregunta.

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¿Por qué es tan difícil para un aprendiz lanzarse a preguntar? Porque necesita, antes de cualquier cosa, aceptar en sí mismo la posibilidad del error.

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El que pregunta, aunque espera una respuesta, lo que en verdad desea es un nuevo motivo para hacer otro cuestionamiento.

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Determinadas preguntas de los enamorados son interrogantes tan íntimos que solo ameritan responderse con el silencio.

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Las tumbas deberían tener en sus lápidas no un epitafio celebratorio por lo ya vivido, sino un signo de interrogación sobre lo venidero.

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La mayéutica fue el método practicado por Sócrates. Una estrategia del filósofo en la que el continuo preguntar llevaba –poco a poco– a minar en el interlocutor la fortaleza de sus certidumbres.

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Las mejores preguntas no tienen soluciones definitivas sino respuestas insospechadas.

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Dejamos de preguntar porque creemos, erróneamente, que tenemos  respuestas suficientes. De allí que sean las cosas inexplicables o misteriosas las que vuelven a ponernos en la situación de la pregunta.

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El envés de las preguntas formuladas por los buenos maestros poco tiene que ver con las respuestas y sí mucho con el autocuestionamiento.

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¿Qué es una pregunta? Una red lanzada para capturar asombros.

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El investigador es un especialista de la pregunta. Un detective de lo desconocido; un sabueso de la incertidumbre. En síntesis: es un perseguidor de lo que siempre escapa.

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Un interrogatorio es un laboratorio forzado de preguntas.

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La persona más común y realista, ante la inminencia de su muerte, siente por primera vez la necesidad de hacerse preguntas trascendentales: “¿Por qué a mí, Dios mío; por qué?”

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Los filósofos son los aristócratas del preguntar.

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Ciertas preguntas –hechas de manera casual por un amigo– nos quedan gravitando en la conciencia como una sombra o una herida insanable.

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Los profesores tienen muchas respuestas; los investigadores, algunas preguntas.

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La trampa de ciertos exámenes escolares consiste en que no son un repertorio novedoso de preguntas sino un listado prefijado de respuestas.

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El examen de conciencia es una silenciosa e íntima sesión de preguntas hechas a nuestra alma.

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En muchas ocasiones es mejor no preguntar; y, en otros casos, lo más aconsejable es no responder.

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Cuando el maestro, al terminar una exposición, dice a sus estudiantes: “¿Alguna pregunta?”. En ese instante, cesa la enseñanza y empieza el aprendizaje.

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Las preguntas formuladas por los jurados en los reinados de belleza son cuestionamientos envenenados. Siempre se quiere buscar algún lunar a lo considerado como perfecto.

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Los amantes celosos temen preguntar porque en su corazón ya saben previamente la respuesta. Ese es, precisamente, su mayor sufrimiento.

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¿Qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿por qué?… He ahí la cartilla del parvulario del preguntar.

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Los soberbios o presuntuosos académicos creen que cualquiera de sus interrogantes es siempre la última pregunta.

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La pregunta por el sentido de la vida pone en tensión dos hechos naturales: nuestro nacimiento y nuestra muerte.

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Los brazos levantados de los estudiantes en clase son una amenaza para el profesor dogmático y un gesto de triunfo para el maestro dialógico.

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Los creativos son los excelsos cultivadores de la pregunta. No solo porque preparan la mente para albergar sus semillas, sino porque saben cómo abonarlas hasta lograr sacar de ellas los mejores frutos.