Ilustración del polaco Pawel Kuczynski.

Ilustración del polaco Pawel Kuczynski.

A pesar de ser muchos los aspectos relacionados con una didáctica de la literatura, dando por descontada la necesidad de ampliar esos mismos puntos, me interesa en esta oportunidad concentrarme en nueve de ellos, por considerarlos prioritarios o al menos dignos de interés para aquellos educadores dedicados a enseñar literatura. Por esa misma razón, a la par que explore y describa el ser de estas cuestiones también me atreveré a plantear caminos de solución o alternativas a manera de propuestas.

  1. Propiciar el gusto por la literatura

Antes de cualquier ejercicio de análisis o de estudio intrínseco de las obras literarias, el primer deber de un maestro de literatura es el de enseñar a degustarla. Promover su lectura, hacer circular textos diversos, poner en alto relieve autores, animar al descubrimiento de los libros más cercanos a los intereses de los aprendices, incitar con exquisito tacto la relectura de las “obras clásicas”. Todo ello corrobora para que la literatura habite a sus anchas en el aula; para que esté cotidianamente servida como un pan caliente a la mesa del salón de clase.

Por supuesto, esa tarea no puede hacerse sin que el maestro dé un testimonio real de su propia relación con ese arte o esa “materia”. Si es el gusto por la literatura el que deseamos propiciar en nuestros estudiantes, debemos dar prueba de ello todos los días y no sólo en el aula de clase. Cuando en verdad padecemos esa herida viva por la literatura ni el texto escolar determina nuestra didáctica, ni son suficientes los aspectos de la gramática, ni la mera historiografía agota las obras y los autores. Ese testimonio, nos insta a contagiar a nuestros estudiantes de un poema que aunque no está en el programa nos parece “lúcido” o “perfecto” para explicar aquel sentimiento que a la mayoría de ellos les atenaza la garganta o los hace deambular por las calles; o llevarles a la clase, a manera de genuina seducción, un cuento que sugiere, con sutileza y profundidad, una salida ante la desesperanza o el fracaso. 

Pero el gusto –que parece tan natural y personal– necesita educarse, formarse de alguna manera. La sola exposición o promoción comercial de un determinado autor o género no son suficientes. Es necesario ahondar en la sensibilidad, pasar de la emoción a la experiencia estética para que el gusto halle su sabor y su “maduración”. Y el maestro, en cuanto mediador para tal proceso formativo de los sentidos, debe estar atento para ofrecer aquellos alimentos que la sociedad de consumo no ofrece o para aquilatar esas otras mercancías literarias que a todas luces parecen reclamar la atención del gran público. Hay en esta labor de los educadores una responsabilidad que poco a poco hemos ido relegando o entregando irresponsablemente a los medios masivos o al capricho individual de los pequeños o los más jóvenes.

  1. Ejercitar y cualificar la lectura en voz alta

Este parece ser hoy otro punto relevante para una pedagogía de la literatura. Es urgente que “demos de leer”; que nuestra lectura en voz alta se convierta en una práctica habitual. Además de promover la lectura individual, los maestros tenemos que cualificarnos como lectores competentes en lectura entonada: esa lectura con matices, con altos y bajos que convocan la atención; con aceleraciones y desaceleraciones, con cambios de ritmo, capaces de comprometer la emoción del que escucha; esa lectura con un manejo oportuno de pausas y silencios, tan poderosos como para provocar el suspenso; y con un manejo de los énfasis o las reiteraciones capaces de cautivar el interés y la recordación en nuestros estudiantes.

Cabe señalar aquí que la lectura entonada difiere de la perfecta decodificación o la recitación decimonónica. Al hablar de “dar de leer” nos referimos más a una competencia comunicativa o a una dramatización de los textos, que va más allá del logro lingüístico. El “dar de leer”, además del reconocimiento del código de la lengua, toca nuestro cuerpo y su relación con el espacio. Cuando se “da a leer” entran en juego el dominio de nuestra kinésica y nuestros conocimientos de proxémica: ya no se trata de un ejercicio mental entre los ojos y el código, sino de las relaciones entre una voz, un cuerpo y un espacio. Para decirlo de otra manera, cuando los maestros “damos de leer” ponemos en escena la literatura, la resucitamos de su condición de letra muerta.

El avalar esta práctica de la lectura entonada tiene que ver, en una primera instancia, con favorecer el desarrollo de la escucha en nuestros estudiantes; en cualificar la disposición receptiva ante la magia de la palabra y cierta apertura del espíritu para lo maravilloso. Y, en segunda medida, apunta a recuperar el sentido primero y ritual de la palabra oral. Porque es desde ese imaginario, desde esa primera voz convocante de la tribu, de donde nació la fascinación por la literatura. Entonces, todo educador que lee en voz alta vuelve a asumir el rol de Sherezade para posponer, con su seductora voz, lo irremediable; o se convierte en una especie de mago que, con sus entonadas palabras, teje puentes entre la gastada vigilia y los inexplorados mundos del sueño o la ensoñación.

  1. Enseñar modos y maneras de leer

Una de las cosas que debería aprender cualquier estudiante de básica primaria o secundaria (y mucho más los de universidad) es que hay diferentes maneras o modos de leer los textos literarios. O, si se me presta retomar a Umberto Eco, que la obra literaria es plural, que se la puede acceder desde distintos miradores o desde perspectivas diversas. Que no es lo mismo leer estructuralmente una obra que hacerlo en perspectiva simbólica; que hay diferencias notorias entre una aproximación psicoanalítica y otra lectura preocupada por ver en un texto los intertextos sociales o históricos. En fin, enseñarles a nuestros alumnos que la lectura es una práctica social, que cambia y responde a ideologías y mentalidades; y que hay también tipos de lectores y que el género y la cultura intervienen de manera definitiva en la manera de leer determinado texto literario.

Esto no significa que leer la literatura sea decir de ella cualquier cosa. Aún la recepción más “aberrante” necesita de cierta argumentación que la soporte o le de visos de validez. Y esto también hay que enseñarlo. En literatura, hay un juego amplio de interpretaciones, hay muchos caminos para llegar a ese mar o esa selva fantástica, pero hay que hacerse responsable de la ruta que asumamos como posible, hay que dar cuenta de ese itinerario, de esa ruta que a bien tuvimos izar como bandera de nuestra interpretación.

Acá es donde puede ser de mucha utilidad para nuestra tarea docente el explorar  y profundizar en la crítica literaria. Considero que las pistas o las luces de la crítica pueden servirnos, a nosotros los maestros, para no andar a tientas en la valoración de las obras o para llevar nuestras inestables opiniones hasta el terreno firme de los juicios. La crítica, aunque parezca tautológico decirlo, nos da criterio, nos afina la intelección y nos permite disponer de teorías y modelos, de lentes finos o de útiles analíticos para mostrarles a nuestros estudiantes la riqueza o la complejidad de una obra literaria. Con ella, con la crítica, podemos sobreponernos –nosotros y nuestros alumnos– al mero impacto o al impresionismo pasajero, para ir adentro y ver con lujo de detalles la médula verdadera, el palpitar vivo de la literatura. Más que ser talanqueras o anteojeras para nuestro oficio, la crítica puede abrirnos los ojos para atender aspectos pasados por alto de las obras literarias o para hacernos sensibles a otras dimensiones de la literatura sólo visibles cuando aprendemos sus mapas categoriales, y sus cartas de navegación donde convergen las formas, la historia, y la sociedad.

  1. Retomar los aportes de la retórica

 Durante mucho tiempo, al menos en Occidente, cuando se enseñaba literatura se mantenía en alto también el aprendizaje de la retórica. La retórica, en cuanto saber hacer persuasivo, invitaba al que aprendía literatura a preguntarse por las partes del discurso, por el tipo de género que emplearía y por las “figuras” o “licencias” que podrían servirle para llegar de mejor manera a su auditorio. La retórica estaba en los Manuales de preceptiva literaria y se enseñaba a partir de la imitación de ciertos modelos. Todo aquel capital didáctico lo dejamos escapar o nos pareció tan poco creativo que decidimos sepultarlo o marcarlo con la impronta de la “educación tradicional”. Sin embargo, cuánto podrían servirnos esos aportes de la retórica para contrastar o enriquecer las imperiales miradas de la lingüística actual.

Me refiero a esa retórica que valora la función comunicativa de la lengua y pone a la literatura en un sitial donde la persuasión se conjuga con las cualidades del estilo y las posibilidades combinatorias del lenguaje. Una retórica que nos invita a pensar en la organización del discurso (en su cohesión y coherencia) y, al mismo tiempo, en el efecto que pretendemos alcanzar (las emociones y las pasiones en juego). Una retórica que nos permita o nos posibilite entender que el lenguaje es también actuación y no sólo cementerio de palabras. La retórica y su cantera de recursos para la invención; sus variadas maneras de organizar los elementos; sus incontables figuras para renovar la expresión y volverla más interpelativa. La retórica, tan celosa de las virtudes del estilo como de las características del público al cual nos dirigimos.

Bastaría añadir que a esa riqueza de la retórica habría que sumarle los aportes de la poética, esa otra fuente primordial para cualquier maestro de literatura. La poética, repertorio para creadores; punto de referencia cuando de componer literatura se trata; punto de enlace entre lo imaginable y lo creíble, entre las acciones y los personajes, entre los hechos y las elocuciones… Mas no perdamos el norte. Para cerrar este apartado, insistamos en que la retórica tiene una bondad adicional para los educadores: puede servirles para cualificar su discurso, para tener conciencia de auditorio, para entender que la clase es un género discursivo y, como tal, obedece a ciertas leyes de verosimilitud y a determinados tópicos que la hacen tanto o más efectiva, menos o más significativa para aquellos que aprenden. Ese parece ser un beneficio adicional de la retórica: el permitirle descubrir al maestro los alcances y limitaciones del tipo de discurso que emplea. 

  1. Resignificar los géneros y las tipologías textuales

 Tal vez como un coletazo de la llamada posmodernidad, los maestros nos hemos contentado con afirmar que ya no hay géneros, que “todo lo sólido se ha desvanecido en el aire”, y que es inútil esforzarse en establecer algunas distinciones en este campo de la literatura. Muy por el contrario, me parece vertebral para una didáctica de la literatura que los educadores tengan criterios claros sobre las fronteras de cada uno de los géneros, aún aquellos otros considerados como mixtos o híbridos. Sea cual sea la postura, lo importante es que el estudiante entienda que hay intencionalidades distintas cuando se escribe lírica, dramática o narrativa. Y que hay marcas textuales que nos permiten diferenciar un género de otro.

Igual podemos decir de las tipologías textuales. Al alumno le debe quedar claro (y en esto hay que trabajar muchísimo en el aula) que existen tipologías textuales; que, por ejemplo, ni la intención, ni el modo de organizarse de un texto expositivo es igual a otro argumentativo o narrativo; que tal diferenciación no sólo es útil cuando se lee un tipo de texto, sino fundamentalmente cuando se construye o redacta. Y que un verdadero dominio del lenguaje (las socorridas competencias) consistiría en saber utilizarlo según esas  diferentes tipologías. Pero para lograr tal cometido, debemos hacer en nuestras clases un esfuerzo intelectivo, un ejercicio de análisis donde quepan los rasgos distintivos y las marcas de filiación a una determinada familia.

Se me ocurre ahora –guiado por un deseo didáctico– que es prioritario afianzar en los alumnos las características más notorias de cada género o tipología textual, dejando para luego esos rasgos finos que se mueven en uno u otro lugar. Para no confundirlos o llenarlos de mezclas, vale la pena de manera sencilla mostrarles las cualidades sobresalientes de un género o un tipo textual. Más tarde, cuando esos conocimientos ya estén interiorizados, podremos exponerlos a esas obras (pienso en la narrativa de hoy) donde los géneros se amalgaman o se fusionan a la manera de un collage o un mosaico bizantino. Si tal objetivo no lo logramos, muy seguramente nos encontraremos con estudiantes que utilizan unas herramientas de lectura inapropiadas para dar cuenta de determinado género textual o no sabrán bien cómo definir la situación comunicativa cuando redacten cierto tipo de texto.

  1. Estudiar y cualificarse en narratología

Para no caer en el activismo sin norte o las lúdicas sin derrotero (particularmente cuando enseñamos asuntos relacionados con el cuento o la novela) lo mejor es que los maestros de literatura estudiemos o nos cualifiquemos en narratología. Este campo de saber sobre los relatos, su funcionamiento y estructuración, puede ayudarnos enormemente a ir fijando en el estudiante un repertorio de recursos o técnicas –validadas por la tradición– con las cuales él puede construir mundos posibles verosímiles. Y no hablo de relegar o subsumir los motivos iniciales que traen nuestros alumnos, sino de ofrecerles una gama de colores con la cual puedan convertir dichas emociones primeras o esas iniciales experiencias en un cuadro capaz de soportarse por sí mismo, de aspirar a algo más que una anécdota. La narratología, en cuanto estudio de las maneras de elaborarse la ficción, con el apoyo de sus distinciones conceptuales y sus  categorías, con su topología de niveles, planos y componentes del relato, puede servir de gran ayuda para superar el inmediatismo del aplauso escolar o la repetitiva aspiración de los maestros para que sus alumnos sean más creativos cuando escriben. La narratología es una caja de herramientas con la cual es posible construir firmemente castillos de palabras.

Desde luego, en la narratología confluyen los aportes de la retórica y de la poética; también los logros de la semiótica y la crítica literaria. Allí, en ese nicho de saber, se refunden las tradiciones de la poética, la estilística y la estética, del análisis de los textos y las propuestas del formalismo ruso y el estructuralismo francés. Y en cuanto reserva de constructos mentales, la narratología está ahí, a la mano de los educadores, para cualificar su mirada analítica frente a las obras literarias y, además, para hacer visibles los útiles y las lógicas de los procesos de composición tan definitivos como fundamentales al momento de hacer cosas con palabras.

En este mismo sentido, la narratología puede contribuir a desmitificar la literatura. Ya no se trata de seguir entendiéndola como el fruto de la genialidad romántica o el producto de seres “iluminados”; más bien hay que comprenderla y aprehenderla desde sus procesos de composición. En lugar de seguirla idealizando desde una inescrutable “caja negra” o desde la inaccesible “torre de marfil” es necesario mostrarla a nuestros estudiantes como un proceso fino de elaboración, como un trabajo artesanal en donde cuenta por supuesto el talento individual, pero donde son igualmente importantes el asiduo trabajo y el dominio de ciertas herramientas descritas y tipificadas por la misma narratología.

  1. Recuperar el acercamiento a la poesía y la enseñanza de la escritura poética

He aquí un campo que cada día los profesoras y profesoras de literatura están dejando de lado o apenas tocan de manera tangencial en sus aulas de clase. La poesía es el más desamparado de los géneros literarios. Es raro el maestro que se detiene en enseñar los tipos de estrofa o de verso, la música o los ritmos propios de esta excelsitud de la palabra. Y si se promueven algunos ejercicios de escritura poética se favorecen aquellos en donde campea el “verso libre” más por desconocimiento de las otras formas que por un genuino deseo de composición. Son pocos los maestros que se proponen en nuestros días enseñar y animar a sus alumnos para que exploren la estructura musical de un soneto. Todo parece estar gobernado por el repentismo creativo cuando no por un mutismo hacia este género. Apenas se mencionan determinados autores nacionales con sus “respectivas obras representativas” y eso porque los textos escolares los han vuelto un lugar trasegado o ejemplos de algún movimiento o época de la historiografía literaria. 

Se produce entonces un círculo sin salida en esto del acercamiento a la poesía. De un lado están los estudiantes que dicen no gustarle o comprenderla, y de otro, están los maestros arguyendo que por tal motivo no vale la pena enseñarla o ponerla a leer. Paradoja incesante: si a ellos les gustara la poesía, aclaran los educadores, sería más fácil llevarla al aula; como nadie nos enseña a conocerla, dicen los alumnos, pues no sabemos cómo gustar de la poesía. Lo cierto es que para salir de este falso atolladero tenemos que retomar en serio la enseñanza de la poesía, o al menos lo propio de la escritura poética. Es muy difícil que un estudiante llegue a comprender la poesía si uno de maestro no ha hecho un esfuerzo por mostrarle el ritmo, la precisión semántica, el giro en la construcción del verso, la medida, la economía y la sutileza de los términos, las relaciones inéditas o insospechadas que el poeta plasma en una obra. La comprensión de la poesía se alcanza evidenciando la forma como el poeta construye esa estructura de palabras, como nombra de nuevo el mundo, como reapropia sus experiencias para darles un toque personal, un marca de su carácter o su manera de ser.

Es probable que, con el tiempo, esa comprensión jalone los resortes del gusto. Y si a eso sumamos los vericuetos de la escritura poética, de propiciar en nuestros aprendices el producir ese tipo de textos, pues muy seguramente ese gusto se afianzará hasta convertirse en una manera de sentir y percibir el mundo y la vida. Porque en últimas, el verdadero objetivo de educar en la poesía consiste en desarrollar el campo de los afectos y los sentimientos, la zona de lo sensible que hay en cada ser humano. La poesía es sutileza frente a la dureza; mediatez frente a lo inmediato; es un salto cultural simbólico frente a la determinación de la especie. Por eso no podemos renunciar los maestros de literatura a enseñar poesía; porque estaríamos dejando mutilada una parte esencial de nuestros estudiantes, porque no les facilitaríamos un “amuleto” para refigurar la realidad, para cambiarla de lugar o para pintarla con otros matices. Y, lo que es más grave, los condenaríamos a la limitación de los sentidos, a la emoción sin imaginación, a los órganos sin posibilidad de rostro o de mirada. 

  1. Incorporar la tradición de los mitos y la riqueza de los símbolos

 Estoy convencido de que uno de los lubricantes  más potentes de la literatura es el de los símbolos y los mitos.  A través de ellos, se desarrolla lo imaginario y lo fantástico. Los mitos traen consigo una fuerza gravitacional nueva para el que aprende literatura; los mitos explican la vida de otra manera: se apoyan en la experiencia y, a partir de los símbolos que son su carne, sus huesos y sus nervios, nos ayudan a comprender lo inexplicable y complejo de la condición humana. Los mitos, de todas las tradiciones y todas las culturas, son una cartilla básica del maestro de literatura.

Digo esto porque los mitos, sobre todo en los más pequeños, van abriendo un lugar para que crezca lo maravilloso y para que sea posible traspasar los linderos de lo real. El mito es más que el relato; lo que hace en verdad es abrirnos nuevas dimensiones de lo real, ampliarnos el espectro de nuestra existencia, mostrarnos lugares inéditos de nuestra personalidad. El mito hace más dúctil nuestra mente, más liviana nuestra condición finita, más amplio el espacio de nuestro pecho; y al producir en nosotros esa metamorfosis, nos prepara para lo trascendente, para aquello que no podemos ver pero que podemos presentir, para todo lo que no podemos explicarnos con nuestra razón y para esas otras dimensiones alcanzables solamente a partir de lo mágico o lo milagroso. El mito dispone o ambienta al estudiante para ir más allá del nivel literal de los textos literarios.

Otro tanto podríamos decir del papel de los símbolos. Recuerdo ahora a Jean Chevalier que nos enseñó que el símbolo procede no por la reducción de lo múltiple a lo uno, sino por la explosión de lo uno hacia lo múltiple. Además de estar cargado de afectividad (y este puede ser un aspecto capitalizable con los estudiantes) el símbolo es dinámico, es dual, reúne los contrarios, hace que lo fracturado se junte en una nueva significación. El símbolo nos pone en comunicación con el pensamiento analógico, con la red imaginaria de correspondencias, con la experiencia totalizante y pluridimensional.

Salta a la vista que esta incorporación del mito y de lo simbólico a la enseñanza de la literatura comporta el aprendizaje o la familiarización con otra disciplina: la hermenéutica. Ese arte de Hermes, del dios mensajero, necesita ser también conocido y manejado por los educadores. Hay métodos efectivos en esto de saber interpretar, como también  hay sobreinterpretaciones que diluyen los textos literarios. Es fácil perderse entre los senderos o los vericuetos de la hermenéutica: así como hay pistas para conducirnos al sentido profundo de los textos, también hay señales falsas que pueden llevarnos a conclusiones muy lejanas de nuestra obra en cuestión. Por eso, si deseamos familiarizarnos con la hermenéutica tenemos que, a la par, aprender su método, para no perdernos fácilmente entre el laberinto de las interpretaciones.

  1. Atreverse a mostrar la propia producción literaria

En la medida en que la literatura no sólo es un campo de saber sino un hacer, el educador necesita mostrar sus propias producciones. Bien sea, presentando ensayos, cuentos o  poemas; o llevando al aula sus lecturas escritas del análisis de obras; o haciendo esos ejercicios de composición que solicita con ahínco a sus alumnos. La idea es que su relación con la literatura no sea únicamente desde fuera, o tangencial. Hago este llamado, porque cuando se desea enseñar literatura, así como sucede con otras artes, hay que acreditar las pruebas del oficio. No sólo para ganar cierto respeto académico sino para mostrarle a los alumnos que es posible realizar aquello que pregonamos o exigimos en nuestras clases.

En esta misma vía, cuando asumimos esa relación con la literatura mejoramos o nos cualificamos en la evaluación de la misma. Dejamos de verla como algo “genial” o instantáneo y comenzamos a descubrir su urdimbre fina y el entramado que va dando como resultado el tejido de la obra. Pasamos de las tareas por cantidad a detenernos en la complejidad de una sola página; revaloramos el tachón y el borrador inacabable; pregonamos el proceso y destituimos el trabajo en limpio, porque aprendemos desde la propia experiencia que la escritura literaria siempre está haciéndose, corrigiéndose, mejorándose. De igual modo, nos volvemos más sensibles a la manera como hacemos un comentario o una crítica; dejamos de ser más generalistas y empezamos a señalar con cuidado aquel punto, ese aspecto, ese giro que puede mejorarse o amerita pensarse con mayor detenimiento. Si uno produce literatura, la didáctica que emplee será distinta porque tendrá sus raíces no sólo en los textos de literatura sino en el humus de la propia experiencia, en el enfrentamiento con nuestras dificultades con la palabra y en esa aduana no siempre gratificante de hacer pública nuestra intimidad.

De otra parte, el atrevernos a presentar nuestras propias producciones literarias o nuestras lecturas críticas puede contribuir en gran medida para que el oficio de maestros no consista sólo en replicar o reproducir el conocimiento sino en aportar algo a ese caudal de nuestra cultura. Nuestra relación con la tradición literaria debe mantener un doble movimiento: de un lado, retomarla para entregarla a otros, asumirla como los mojones o los hitos más queridos de nuestra literatura; de otro, reapropiarla o darle un nuevo significado, para hacer que ella avance, para que no se fosilice o se desmorone entre nuestras manos. Y así como es de importante para el maestro recuperar la tradición, el tener un saber literario; de igual modo es valioso lanzarse a escribir su propia voz, testimoniar su manera particular de hacer literatura.   

(Este texto fue publicado originalmente en la revista internacional Magisterio N° 22, Agosto-Septiembre, 2006, pp. 36-40).