Ilustración de Silja Goetz.

Ilustración de Silja Goetz.

Desde por la mañana y durante el resto del día las niñas de ojos azules tenían que cargar rieles color añil, láminas de aceite y aluminio encerado… Todos esos fardos de olor penetrante debían llevar sobre sus espaldas, confiadas en la esperanza de que al llegar la noche alguien las liberara de aquel peso… Y cuando a “La Doña” se le olvidaba tal cosa, Greta y Rita no podían dormir, o, si lo hacían, el poco tiempo de sueño estaba repleto de pesadillas.

Se veían a sí mismas aplastadas por rocas gigantescas o, lo más extraño, sentían que todo a su alrededor se hacía más negro o sucio, como si una densa niebla cubriera cada objeto o cualquier espacio. Esa oscuridad era tan intensa que terminaba por metérseles adentro de sus ojos hasta quitarles cualquier posibilidad de mirar. A tientas –y ese era el momento más terrible de la pesadilla– las niñas de ojos azules empezaban a andar de un lugar para otro pero con esa zozobra y esa continua sensación de vértigo, de caída en el abismo. Afortunadamente “La Doña” se levantaba temprano y Greta y Rita, aunque no hubieran descansado, celebraban con alegría el despertar de aquella pesadilla.

Después, cuando la mujer entraba a la ducha, las niñas de ojos azules, aprovechaban la oportunidad para tratar de quitarse de encima algunos de esos rieles parafinados, pero como eran tan grasosos, sus pequeñas manos no podían agarrarlos. Entonces se consolaban con la sensación de sentir el agua resbalar por sus cuerpos y, así, aliviar un poco el cansancio muscular.

Tal vez el único momento de descanso, era aquel cuando “La Doña” volvía del baño a su alcoba y con una experticia increíble, levantaba con facilidad aquella pesada carga. Claro que tal descanso no era sino por unos minutos. Porque la mujer, después de vestirse, se situaba frente a un espejo que había a la entrada del cuarto, y volvía a poner sobre los hombros de las niñas de ojos azules –con la misma maestría con que había antes izado aquella carga– esos pesados rieles, esas láminas negras y enceradas, esas cadenas tanto más pesadas cuanto más largas.

Muy distinto era cuando “La Doña” a bien tenía no olvidar liberarlas de aquella esclavitud. Greta y Rita esperaban con ansiedad ese momento cuando la mujer, después de tomar una ligera cena y ver algunas horas de televisión, se desnudaba, se ponía una pijama blanca de rayas azules y se metía dentro de su cama. Sentada y recostada en unos cojines verdes, la mujer empezaba con lentitud a liberar a las niñas de ojos azules de aquel trabajo de Atlas. Poco a poco les iba quitando los listones parafinados, aquellas varillas negras de olor dulzón y emborrachador.

Greta y Rita, en esos casos, sentían un alivio infinito, y aunque era de noche, ellas veían con más claridad; se les ponían los ojos más azules, más brillantes, casi verdes, y podían conciliar un sueño profundo y plácido, con imágenes refrescantes y olorosas a flores y a hierbabuena recién cortada. Sólo así, cuando al otro día, la mujer les volvía a colocar sobre sus frágiles hombros los delgados pero pesados listones de aluminio y cera, ellas, las niñas de ojos azules, sentían sus brazos llenos de vigor y su ánimo estaba renovado hasta el punto de olvidar la sucia y grasosa maleta que debían cargar por más de quince horas sobre sus espaldas.

Pero el problema de ese mes de junio era que “La Doña” estaba volviendo costumbre el despreocuparse de aliviarlas de ese acarreo seboso y renegrido. Greta y Rita, entonces, ansiaban tener voz para agradecerle o llenar de bendiciones al esposo de la mujer que le insistía, con voz cariñosa, para que liberara a las niñas de ojos azules, para que les quitara de encima esos listones encerados, esa pasta color añil. Pero los ruegos de su amigo −porque aunque él no lo supiera ya lo consideraban un amigo− esos ruegos no surtían efecto en “La Doña”. A veces porque estaba tan cansada como ellas, o porque el sueño la sorprendía cuando menos lo esperaba.

No era que la mujer hiciera esas cosas para molestarlas o con el fin de propinarles algún castigo. La mujer siempre las trataba bien, pero al ser bastante olvidadiza, quien terminaba sufriendo las consecuencias de su desmemoria o sus descuidos cotidianos eran las niñas de ojos azules. Como ahora, que Greta y Rita, por más que han intentado soliviar un poco ese acarreo negruzco, nada han conseguido, nada han podido hacer para remover aquel lastre aceitoso de sus hombros maltratados y de sus tiernas espaldas. Y aunque el esposo le ha vuelto a insistir a su mujer para que libere a las niñas de ojos azules, lo cierto es que “La Doña”, después de dar un giro en el lecho, no ha querido cumplir con esa petición. Por eso Greta y Rita presienten venir esa densa niebla, esa oscuridad enceguecedora, aquella interminable pesadilla de caminar a tientas sobre un abismo. Ojalá su amigo vuelva a interceder por ellas. Ojalá él, que es poeta, escuche sus gritos inaudibles de auxilio. ¡Ojalá!