Ilustración de Jim Tsinganos.

Ilustración de Jim Tsinganos.

La paz, ¿es un ideal o un derecho? Si es lo primero, siempre parecerá imposible; si es lo segundo, es nuestro deber reclamarla o defenderla.

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Es muy difícil vivir en paz cuando se tiene sangre rencorosa. Para estar en paz se necesita la liviana sangre de la indulgencia.

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La lentitud de la paz impacienta al afanado bullicio de la guerra. La razón es evidente: los animales de caza siempre esperan la huida frenética de la presa.

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La experiencia de la guerra trae consigo la búsqueda de necesitar la paz; el exceso de confort provoca una disposición hacia la guerra.

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¿Por qué atrae más la guerra que la paz? Porque la guerra es un negocio; la paz es gratuita y no produce dividendos.

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Todos destacamos el blanco de la paloma de la paz. Deberíamos reparar más en las particularidades de su plumaje: leve, delicado, frágil.

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El rostro hierático y serio de los feligreses se torna festivo y alegre cuando el sacerdote pronuncia estas palabras: “Hermanos, démonos fraternalmente la paz”.

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Porque somos proclives a la guerra es que necesitamos poetizar la paz.

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La elección del color blanco para simbolizar la bandera de la paz subraya una lección de convivencia: en el blanco caben todos los colores.

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Las únicas guerras libradas por los pacifistas son las que tienen contra sí mismos.

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“Hacer las paces”, es la petición de los chiquillos después de tener una pelea. Los niños nos enseñan que la paz no es un logro natural y personal sino una tarea intencionada y compartida.

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La prueba de la dificultad en lograr la concordia con los demás es que, muchas veces, no estamos en paz ni con nosotros mismos.

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A veces, el mejor camino para alcanzar la paz proviene del reconocimiento de la falta; en otras circunstancias, brota de un mero gesto de perdón.

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Los obituarios nos recuerdan la lucha interminable por lograr en vida una convivencia pacífica: sólo después de muertos descansamos en paz.

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La paz al ser tocada por la politiquería deja de ser un derecho y se convierte en una prebenda o una dádiva.

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Por correr en nuestro cuerpo las pasiones, siempre viviremos en la inquietud y el desasosiego. La paz perfecta es un sueño estoico: la ataraxia.

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En países como Colombia, la paloma de la paz tiene que ser como el ave fénix: necesita resurgir a diario de sus propias cenizas.

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Al observar con cuidado la historia universal se asemeja mucho al movimiento del corazón humano: tiempos de sístole para la guerra y tiempos de diástole para la paz. En suma: reducciones y dilataciones permanentes de la vida.

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Una cosa es la paz para los que viven de cerca la guerra y otra, muy distinta, para los que la contemplan –seguros– en lejanía.

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Los caminos para llegar a la paz, aunque terminan en acuerdos y armisticios, necesitan mantenerse limpios de impunidad, vejaciones y fanatismo.

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Lo más difícil de la paz no es tanto lograrla, sino mantenerla.

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Las reconciliaciones son gestos profundos de paz: el puño abre sus dedos para convertirse en mano amiga; el brazo deja las armas para poder abrazar al enemigo. Quien se reconcilia restablece la esencial fraternidad humana.

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Construir la paz es más difícil que desatar la guerra. La primera implica la contención de las pasiones y el deseo de perennidad de la vida; la segunda, el desahogo de las emociones básicas y el ansia de perpetuar la muerte.

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Los mediadores de conflictos son profesionales de la paz. Su tarea consiste en mitigar ofensas, reparar agravios, ser embajadores del perdón.

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Hay pacificadores que son lobos con piel de oveja. El afán de poder transforma las causas justas en estrategias electorales.

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Esta parece ser la paradoja inevitable de la paz: hay injusticias provocadas por la guerra que sólo pueden repararse desajustando la ley.

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Los beligerantes actúan enceguecidos por el presente; los pacifistas, obran con prudencia pensando en el futuro.

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En el paraíso de la paz siempre habrá alguna serpiente tentadora: la guerra, al inicio, tiene la forma de un fruto seductor.

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Existen personas amantes de la guerra y seres de talante pacifista. A los primeros les interesa, en el fondo, los honores y la ovación multitudinaria; a los segundos, les basta la sonrisa y el gesto agradecido de la fraternidad.

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Los peores enemigos de la paz no son los líderes beligerantes o los guerreros obcecados; los mayores opositores, son los insidiosos e intrigantes. Esos seres oscuros que siempre tienen la palabra cizañera para encender los ánimos, despertar la venganza e incitar al odio más virulento.

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Los idealistas confían en la perpetuidad de una tranquila paz; los realistas saben que, en toda agua tranquila, siempre hay ocultas turbulencias y corrientes encontradas.

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La paz, como el aire, es un fluido invisible… pero tan necesario para poder vivir.

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Para añorar la paz basta con haber vivido en carne propia la guerra. Únicamente valoramos la tranquilidad cuando hemos estado en el infierno del desasosiego.

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La paz se asemeja a la felicidad: es un horizonte que nos interpela, un propósito comprometedor. Paz y felicidad son tareas cotidianas y no regalos mágicos o logros espontáneos.

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Los demonios confabulan para hacernos perder la paz interior. La maldad pretende, en esencia, que abandonemos la fe en nosotros mismos.

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La conquista mayor de nuestro espíritu –la genuina sabiduría– es lograr una serenidad a toda prueba. Alcanzar la serena paz del equilibrio.