“Universum”. Grabado Flammarion. Versión coloreada de Hugo Heikenwaelder.

“Universum”. Grabado Flammarion. Versión coloreada de Hugo Heikenwaelder.

En mi trabajo como tutor de investigación he notado, frecuentemente, la falta de ánimo o de tenacidad con que los estudiantes de posgrado toman las riendas de su proyecto de investigación. En la mayoría de los casos, los tutoriados asumen la pesquisa con una falta de iniciativa y dependencia que convierte cada fase del proyecto en una tarea escolar y con un reducido alcance en los objetivos propuestos.

Tal vez esto sucede porque los posgraduandos han sido durante muchos años profesores. Se han acostumbrado, por lo mismo, a andar con respuestas a la mano y con un repertorio de conocimientos lo suficientemente trajinados como para no necesitar entrar en la zona de la duda y la pregunta continua. Es esa práctica repetitiva de lo ya sabido la que los ha hecho, de alguna forma, lentos a la hora de enfrentar una tarea investigativa en la que, por lo general, son las incertidumbres las que gobiernan el día a día. A lo mejor esa es también la causa de la dificultad para formular un problema o encontrar los objetivos de su proyecto. En la agenda de los profesores predomina más lo temático, lo definido, lo que los libros de texto ya tienen planeado y organizado por ciclos o por competencias, y escasean los interrogantes, el escudriñamiento o el rastreo de indicios sobre su quehacer u otras incógnitas educativas.

Desde otro mirador, he notado que los profesores no tienen el hábito de visitar librerías para indagar por las novedades bibliográficas o se han ido alejando de las bibliotecas de sus universidades en las que era común recibir los “boletines de alerta”, con las recientes adquisiciones de su profesión o de las disciplinas afines. Hay una especie de sedentarismo en el aula; un acostumbramiento al cerrado espacio del salón de clases. Sobra decir que la investigación demanda otras capacidades: hay que salir, ir al “afuera”, husmear en archivos, rastrear en muchos lugares una fuente bibliográfica, insistir una y otra vez para lograr contactar a alguien con el fin de hacerle una entrevista, convertirse en un detective perspicaz de los indicios que poco a poco van apareciendo en el proceso investigativo. Sin ese nomadismo es muy limitado el alcance de una determinada pesquisa.

Me parece que otra razón de estas debilidades es la nociva actitud de derrotismo o de pesimismo al no lograr los objetivos de manera inmediata. Los novatos investigadores fácilmente sucumben a la primera dificultad o claudican al primer impedimento. Se rinden con ligereza, dejan de explorar, pasan al desánimo o a una indisposición muy cercana a la renuncia o el abandono. Su espíritu carece de tesón y resistencia. Y es sabido, que un investigador necesita tener en su pecho el suficiente aguante para soportar las adversidades de todo tipo; la tenacidad para ajustar una y otra vez su proyecto o sus instrumentos; la laboriosidad para dedicar muchas horas a desgrabar una entrevista o hacer el análisis de la información recolectada. Sin terquedad y constancia, esas dos actitudes fundamentales de los genuinos investigadores, poca será la profundidad de la búsqueda y corto el impacto o los resultados.

Es oportuno agregar que en los programas de pregrado es muy superficial la formación investigativa. A veces, con la disculpa de que aún los universitarios son muy jóvenes para estos menesteres, se dejan de enseñar las habilidades básicas de investigación: recopilar información, hacer una reseña, elaborar una ficha resumen, redactar descripciones, afinar la observación, volverse hábil en técnicas de conversación, aprender a usar fuentes informativas de distinta índole… Los currículos de las licenciaturas prefieren dedicar la mayoría de sus horas a atiborrar a los estudiantes de datos y contenidos disciplinares, y poco a proveerlos de habilidades o técnicas investigativas con las que puedan organizar y enrumbar su curiosidad. Al final de la carrera se les pide una “tesis”, elaborada por lo general de afán y marcada por el estigma de ser un requisito de grado y no una verdadera pesquisa, fruto de muchos años de aprendizaje en una institución de educación superior.

Por otra parte, cómo sufren los profesores investigadores la producción escrita. El sólo hecho de redactar un protocolo, elaborar dos o tres páginas relacionadas con la revisión de algún tema o seguir de cerca unas normas de presentación, son para ellos un quebradero de cabeza. La mayoría de los novatos investigadores alegan no tener facilidades para escribir y, otros, se conforman con las marcas que los tutores ponemos una y otra vez sobre los textos entregados en cada sesión de seminario. Son innumerables las ocasiones en que el mismo error señalado sigue sin ser corregido y, otras tantas, en las que la falta de cohesión o coherencia permanece a la espera de que los miembros de un grupo asuman la cuidadosa labor de releer lo escrito, hilar las ideas, y entender cómo una falla de puntuación fractura o mutila la finalidad comunicativa de un texto. Aquí cabe decir que uno de los oficios cotidianos de un investigador, a veces no tan valorado, es el de aprender a tejer las voces de la tradición con sus propias reflexiones y eso exige tomarse en serio la mediación de la escritura: desde saber incorporar citas o tejerlas en una página, hasta darle estructura a los diversos apartados de un proyecto. Y lo más importante, entender que escribir bien no es un acto mágico o espontáneo sino un lento proceso artesanal, hecho paso a paso, puliendo y corrigiendo cada párrafo, eligiendo un verbo o un adjetivo precisos, dándole a cada línea la importancia y el valor del conjunto.     

Subrayemos un asunto más: asumirse como investigador, en particular en los programas de posgrado, es un acto de autonomía, tanto en las responsabilidades como en la producción de conocimiento. Si bien es cierto que los tutores estamos ahí, al lado, para impulsar, orientar, ubicar una fuente bibliográfica o retroalimentar los trabajos escritos, no por ello puede caerse en la falta de iniciativa o en una dependencia que disculpe las obligaciones derivadas de llevar a cabo una investigación de calidad. Cuentan, por lo mismo, realizar con juicio y a tiempo las lecturas de fundamentación, la entrega oportuna de informes y tareas, las reuniones periódicas en subgrupos de investigación, el aporte de cada uno de los miembros del equipo. No se es investigador cuando apenas se cumple con lo sugerido por el tutor o cuando de manera escolar se usa cualquier disculpa para disfrazar la falta de planeación o la mera desidia académica. Si, en verdad, los profesores se sienten autónomos y obligados interiormente con un proyecto, pueden entonces considerarse coinvestigadores. Es decir, habrán adquirido la adultez suficiente para indagar en las peripecias y sinuosidades de la realidad o explorar en las corrientes cambiantes del conocimiento.   

Sirvan las anteriores reflexiones no únicamente para señalar un problema de la investigación en los posgrados sino también como un conjunto de motivos para el autoexamen de los novatos investigadores. Ya es tiempo de tomarse en serio este objetivo medular de la educación posgradual y entender, que emplear dos años o más en tal propósito, demandan un empeño y un compromiso inquebrantables. Los profesores investigadores no pueden perder esta oportunidad de dar respuesta a problemas capitales de su práctica y, ojalá con la calidad de sus proyectos, señalar rutas de salida a  una profesión cada vez más urgida de soluciones innovadoras.