Guillermo de Baskerville y Adso de Melk en El nombre de la rosa.

Guillermo de Baskerville y Adso de Melk en El nombre de la rosa.

En el seminario de profesores de la Maestría en Docencia de la Universidad de La Salle hemos venido leyendo durante este semestre el libro La formación profesional del maestro. Estrategias y competencias, producto de un simposio en el que investigadores y formadores belgas, canadienses, franceses y suizos respondieron a tres interrogantes: ¿en qué consiste una habilidad profesional puesta en práctica por un maestro experto?, ¿cómo se adquieren dichas habilidades? y ¿cómo se debe organizar el aprendizaje de estas habilidades profesionales? El texto nos ha servido para dialogar sobre variados aspectos, entre otros, la dimensión y alcances de la práctica, las representaciones de los maestros, el enfoque clínico, la videoformación… Pero es sobre el tema de la formación de maestros que deseo ahondar en los párrafos siguientes.

Un primer asunto que ha convocado mi interés es qué tanto la vocación determina la opción de ser maestro. En principio, la respuesta es afirmativa. Pero, no únicamente para el caso de la docencia. La vocación es como el soporte de base para cualquier oficio o profesión. Está en la base, en el corazón mismo de la persona. Por momentos esa vocación hunde sus raíces en influencias familiares o en marcas adquiridas en los primeros años de nuestra vida. En otros casos, proviene de una suma de características de nuestra personalidad y ciertas epifanías –positivas o negativas– a partir de las cuales nace la determinación o el deseo de convertirse en educador. La vocación no depende de cálculos económicos o de reconocimientos sociales; la vocación es más un ajuste de cuentas con lo que algunos místicos denominan “el llamado”, o con lograr armonizar las fuerzas interiores y esas otras demandas del entorno. Sea como fuere, sin vocación es muy difícil llegar a ser un maestro convencido y dedicado, un maestro feliz y orgulloso de lo que hace.

Sin embargo, debemos advertir que no es suficiente con la vocación. Para llegar a ser un educador competente o de excelente calidades se requiere adquirir una serie de habilidades, de saberes, de técnicas sin las cuales la mera vocación trastabilla al momento de evaluar resultados o medir el impacto de su proceder. La vocación es el fuego, el ardor inspirador; pero es necesario darle gradación o dirección a tal llamarada. Precisamente, ese fue el objetivo de las escuelas normales, las licenciaturas y, más tarde, los programas de posgrado: ofrecer un repertorio de conocimientos y destrezas mediante las cuales el que sentía el deseo de educar pudiera hacerlo de manera cualificada. Al entrar en juego un perfil de formación del futuro maestro se puso sobre la mesa los alcances y limitaciones del simple gusto por enseñar y se produjeron obras como la de Comenio o Juan Bautista de La Salle en las que se delineaban unos principios o una serie de consejos que debía seguir u observar un profesional de la educación.

No es de extrañar, entonces, que esos primeros libros como la Didáctica Magna o la Guía para las escuelas, centraran sus reflexiones en el tema de la didáctica. La pregunta por cómo aprende alguien o de qué manera proceder para lograr el aprendizaje se convirtieron en un fuerte campo de formación y de discusión académica e investigativa. Con el tiempo esa preocupación por la didáctica sigue siendo una línea divisoria entre aquellos que hablan de la educación pero no viven el día a día con estudiantes, y esos otros que de tanto habérselas con alumnos han ido desarrollando un saber práctico, alimentado por la experiencia y el continuo ensayo y error vivido en el laboratorio de sus clases. Quizá esa división sea la misma que hay entre artistas y artesanos, o sea el origen de la imperial valoración de la pedagogía sobre el humilde saber de la didáctica. No obstante, lo que me interesa subrayar es que el conocimiento y puesta en escena de la didáctica le dio a la vocación una agenda, una hoja de ruta, un abanico de estrategias.

Aquí hay que decir, de una vez, que la experiencia es un tipo de saber tan antiguo como objeto de sospecha. Buena parte de los primeros educadores fueron empíricos; es decir, convirtieron lo que hacían en su propia cartilla. Y si les funcionaba lo repetían y, si no, trataban de buscar alguna salida diferente. Los discípulos de estos primeros educadores, aquellos que anhelaban ser educadores, procedieron de manera análoga: lo que les parecía bien de sus maestros lo imitaban y, lo que no, lo desechaban o no era tenido en cuenta. Sobra decir, que buena parte de esa forma de aprender el oficio era muy intuitivo o muy repetitivo. Además, como no había la suficiente indagación sobre el fracaso o los errores, se actuaba más por el respeto a la autoridad o a otras circunstancias ajenas al quehacer docente. Por eso a los futuros maestros o a los educadores en ejercicio animados a mejorar su práctica, se les pide que reflexionen sobre su quehacer. Mejor aún: se les advierte que uno de los mayores riesgos de la experiencia es su apego y conservadurismo a determinadas prácticas; se les señala la urgencia de innovación y transformación de “lo ya sabido”. Dicho de manera lapidaria: si la experiencia no es reflexionada se convierte en un lastre para el desarrollo de cualquier profesión.

Otro punto relacionado con el anterior es cómo se aprende la práctica misma de educar. Ha habido propuestas y modelos: la microenseñanza, la videoformación, las entrevistas de clarificación, los cursillos especializados, el uso de portafolios. A veces empleamos la simulación y, en otras ocasiones, la inmersión en situaciones reales; en otras ocasiones, le damos más importancia al seguimiento de protocolos rigurosos o dejamos que sea la “creatividad” la que sirva de referente a los maestros noveles. No obstante, se sigue considerando vital el papel del mentor en estos procesos de formación. La figura de un maestro tutor es determinante. Bien sea porque el propio docente sirve de referente o porque se convierte en un espejo refractante, en un antagonista fraterno, en una conciencia alerta del futuro educador. Tal vez esto sea así porque la profesión de maestro tiene como materia prima a otros seres humanos y eso demanda un tacto que sobrepasa el conocimiento erudito. No es cuestión de seguir a pie juntillas un formato de instrucción ni de dominar con suficiencia un campo de saber; también cuenta el tipo de vínculo que se establece con otro ser humano y la manera como movilizamos en él sus capacidades y sus talentos insospechados. Y eso hay que aprenderlo viendo a otro maestro experimentado, charlando con él sobre por qué hizo lo que hizo, apreciando las variaciones y adaptaciones empleadas, observándolo y preguntándole en repetidas ocasiones.

Considero que aprender una práctica implica tiempo, atención concentrada, paciencia y una voluntad de imitación a toda prueba. Apropiar una práctica, por lo demás, trae consigo la constancia, el ejercitamiento, la persistencia y una dedicación que a veces raya con la tenacidad. Se comienza reconociendo las deficiencias y aspirando, con el apoyo del maestro mentor, superarlas o cualificarlas. Este aspecto es uno de los más difíciles en la formación de maestros, especialmente en los programas de posgrado. Los que llevan década dedicados al oficio de enseñar consideran que poco necesitan modificar o cambiar y terminan “titulados” pero continúan haciendo lo mismo. Esa es la razón por la cual, cuando se aprende una práctica es fundamental desaprender una infinidad de cosas. Aquí veo una clave para la formación de maestros adultos y una pista para los planes de estudio de los educadores noveles. Cuánta falta hace en los currículos de las facultades de educación las prácticas formativas de la imitación, la variación, la incorporación de hábitos, los ejercicios escalonados en grado de dificultad y complejidad, las simulaciones. Son importantes los conocimientos, las teorías, pero si no hay una contrastación permanente con la acción, quedarán sin ataderos a la profesión docente. No podemos olvidar que las prácticas exigen que el aprendiz esté en situación, que experimente por su mano la dureza del material y la importancia de escoger adecuadamente las herramientas. Si no hay ese contacto directo, si todo acaece en un ambiente ordenado y aséptico, muy seguramente los resultados del futuro maestro serán limitados o poco efectivos. Y más en un escenario como el de hoy en el cual las nuevas generaciones son descreídas de la escuela y poco respetuosas de la figura del docente.

Un último aspecto está relacionado con las características del formador de maestros. Dicho sea de paso, es un tema poco abordado en el libro arriba mencionado o aludido tangencialmente en algunos de los artículos. Aquí veo una veta de reflexiones y estudios apremiantes. ¿Cualquiera podría arrogarse esa función?, ¿basta con un cúmulo de diplomas para ser un formador de educadores? Desde luego que no. Es indispensable contar con la suficiente experiencia para saber dosificar un saber, la sabiduría para elegir el tiempo oportuno, la paciencia para no desesperarse ante los yerros frecuentes o la insolencia juvenil, y una habilidades comunicativas excelsas para convertir lo denso y complicado en lecciones claras y sencillas. Sé de brillantes profesionales de muy altos pergaminos son un fiasco cuando deciden convertirse en formadores de maestros. Los mentores y tutores de la formación necesitan una voluntad de contención de su conocimiento y de una escucha afinada muy alejada de la soberbia petulante o la vanagloria académica. Pero, además, requieren convertir sus gestos y palabras, su quehacer cotidiano, en un ejemplo vivo de lo mismo que proclaman o enseñan. Sin esa evidencia perderían credibilidad o, lo más grave, no tendrían autoridad moral para exigirles a sus pupilos modificar un comportamiento o corregir un tipo de actuación. Ejemplaridad y coherencia son las cualidades mayores de aquellos educadores ocupados en la formación de futuros maestros.

De todo lo dicho hasta aquí, bien sea sobre la cualificación de la práctica docente o sobre la formación de maestros, se desprende una tarea: es prioritario investigar o someter a análisis lo que los educadores hacen cotidianamente en sus instituciones educativas. Es urgente superar el anecdotismo. Hay que darle rigor y sistematicidad a la diaria labor de los docentes. Eso implica, empezar a tomar registros de lo hecho, descubrir y formular un problema para seguirle la pista, aprender un método que permita analizar e interpretar los resultados obtenidos y atreverse a publicar dichas pesquisas. Si en verdad deseamos que los nuevos maestros cuenten con un mapa de trabajo no muy alejado de la realidad que les tocará en suerte, lo mejor es proveerlos de un repertorio de resultados de investigaciones en el que puedan entrever una forma de orientarse e idear vías de transformación. Y todavía más allá: tendremos que hacerlos hábiles investigadores de su quehacer, darles y fortalecerlos en unas habilidades de indagación con las cuales logren detectar dónde hay una flagrante carencia o un error que obliga a hacer ajustes inmediatos y dónde es necesario avizorar cambios sustanciales en una manera de enseñar, en un modo de evaluar, en una propuesta curricular. De pronto, con esos útiles de investigación los noveles maestros se sientan más fortalecidos para lograr enfrentar los retos y las decepciones de la escuela de los tiempos futuros.