La poesía es justamente vertical porque tiende hacia lo alto
y hacia lo bajo, entonces llegas a unas alturas
en las que piensas que vas a aplastarte si te caes
y llegas a unos abismos que no sabes cómo trepar
para volver a salir. En fin, dejas el plano de lo rutinario,
de lo diario, el plano horizontal que es el plano de la prosa.
Aunque hay prosa poética por supuesto.
Olga Orozco
La afirmación de Olga Orozco –más allá de las contemporáneas ideas sobre la refundición de los géneros– de que la poesía es vertical a diferencia de la prosa que es horizontal, puede ayudarnos a comprender mejor de qué hablamos cuando nos referimos a la poesía. O mejor, cuál es el objetivo vertebral cuando acudimos a los versos y no a las frases de la prosa. Tratemos de ahondar en este planteamiento de la escritora argentina.
Lo primero es entender que no se trata de privilegiar uno u otro tipo de escritura. O de sobrevalorar la poesía sobre la prosa. Pienso que lo importante es percatarnos de los alcances de cada forma lingüística. Y para ser fieles a Bachelard, de atrevernos a perfilar una fenomenología del decir poético. Entonces, cuidémonos en lo que sigue de usar adjetivos descalificadores o competitivos.
Uno acude al verso, aunque puede ser lo contrario: que el verso lo busque a uno. Porque a veces, y esto lo he constatado en afirmaciones de muchos poetas, la poesía busca al poeta, a la manera de un oráculo, para que diga sus enigmáticos mensajes. En todo caso, si acudimos al verso es porque necesitamos dar cuenta de zonas íntimas, profundas, abisales de nuestra interioridad. La poesía sirve de interlocutora con esos abismos del alma de que hablara César Vallejo; nos presta sus lazos para que salgan a flote emanaciones o sombras, fluidos represados, gritos atenazados por la oscuridad de nuestra desmemoria o nuestra soledad. Ella, la poesía, es idónea para salvar almas náufragas, mineros perdidos en los socavones de la infancia, navegantes refundidos en las profundidades de lo no dicho. La prosa, aunque podría también usarse para este fin, no tiene los mismos alcances. Digamos que en lugar de sogas utiliza escaleras, andamios, útiles más manipulables o de no tan alta extensión. Y aunque pueden ser más fuertes, lo cierto es que no poseen el mismo alcance.
Se me ocurre ahora que el trabajo del poeta se parece más al del alpinista o al del buzo que husmea en las profundidades. Alguien que desafía y se siente a gusto en las alturas o los abismos. En cambio, la prosa, es más un escenario para el caminante, para el navegante; es decir, para aquellos espíritus fascinados por el horizonte. Nótese que la prosa es más segura, o al menos necesita de remos fuertes, de ruedas que den estabilidad, de estructuras que garanticen sortear los baches del camino, o la fuerza descomunal del oleaje. El lenguaje de la poesía, en cambio, prefiere escenarios más leves, más ingrávidos, más etéreos o tan brumosos y enrarecidos como las altas nieves o el profundo océano. En este último sentido, la poesía es más arriesgada, más apropiada para aquellos seres que aman el vértigo, la altura, el vacío, la nada. Por eso también, y de eso da fe un poeta como Hölderlin, es posible que el poeta se pierda o se embriague en las profundidades de la interioridad de su propio ser.
Agreguemos a lo dicho que la prosa nos es más útil en el día a día; su fortaleza es ayudarnos a convivir con otros. Ella nos presta sus manos para que sea posible intercambiar mercancías, comidas y saberes; ella nos posibilita mantener firmes las tradiciones y las costumbres, un pasado confiable y unas leyes que organicen la sociedad. Y puede también echar mano de sus mejores galas para ofrecernos ficciones creíbles y entretenidas. La poesía prefiere la extrañeza, lo no común, lo que sucede eventualmente o de manera extraordinaria. Su mayor interés está en ofrecernos sus luces cuando las circunstancias o los eventos nos desbordan, nos sobrecogen, nos hacen salir de sí. De pronto, por eso mismo, su manera de hablar puede parecernos poco usual o bastante alejada del habla común. La poesía, entonces, es clave en los momentos de irrupción, de fractura, de inestabilidad o crisis en nuestra existencia. Y, en algunos casos, su rol estratégico es sacudirnos el tedio de todos los días, sacarnos del letargo de lo dado por sabido. Obligarnos a romper la tranquilidad de ir en línea recta.
Tenía razón Olga Orozco: el lenguaje poético es una ayuda en nuestra existencia cuando lo que queremos expresar se topa de narices con aires enrarecidos o con presiones que pueden reventar nuestros pulmones; el lenguaje poético es el medio idóneo para sortear esas paredes de roca de nuestros sentimientos más ocultos o para zambullirnos con propiedad en los abismos submarinos de nuestra terca finitud. A diferencia de la prosa, tan afanada por conservar el orden y mantener la confianza en un espacio reconocido y controlado, la poesía es la escritura más apta para expresar las ascensiones y los descensos, las exploraciones e inmersiones en el ser íntimo del hombre. Y cada imagen, cada metáfora es semejante a crampones, martillos o clavijas, a escafandras, aletas o máscaras, sin las cuales sería imposible coronar las altas cumbres de lo que en verdad somos o explorar los mundos abisales de lo que nos falta por reconocer.
Reiteremos lo expuesto con un punto final: la prosa es el lenguaje preferido del caminante; la poesía, la expresión elegida por los exploradores de las heladas cumbres o las depresiones submarinas. La prosa es del transeúnte; la poesía del montañista y el buceador.
(De mi libro La palabra inesperada. Aproximaciones al poema y a la poesía, Kimpres, Bogotá, 2014, pp. 34-38).