
El maestro de la imagen narrativa John Ford.
Soy uno de los admiradores del talento visual y narrativo de John Ford. Me gusta esa pensada manera de elaborar los planos y la riqueza simbólica de sus filmes. Uno de esos ejemplos es, precisamente, la película Qué verde era mi valle, estrenada en 1941.
El argumento, como se sabe, es la historia de una familia galesa de mineros del siglo XIX, relatada por el más pequeño de los hijos: Huw. Durante el desarrollo de la película presenciamos no solo la exaltación a la importancia de la familia –sus valores y tradiciones– sino que se van tocando otros temas como el nacimiento del sindicalismo frente a las injustas condiciones laborales, el papel de la religión en una comunidad, y la suerte de un pequeño pueblo al cambiar las condiciones económicas que le daban sustento y posibilidades de trabajo.
Pero no quisiera referirme a estos aspectos de sobra conocidos. Prefiero destacar cuatro puntos del film que continúan siendo para mí merecedores de elogio y fascinación.
El primer punto es la forma como John Ford concibe las tomas. En esta película como en otras (Centauros del desierto, 1956) siempre hay una ventana o una puerta que hacen las veces de otro encuadre por el cual entra no solo una luz maravillosa sino que sirven de puente, de transición entre una situación y otra, entre una condición emocional de uno de los personajes y otra diferente. Puentes y ventanas son los otros focos a través de los cuales Ford amplifica una decisión, un conflicto, un cambio de fortuna.

El niño Huw se convierte en minero.
En otras ocasiones, el ángulo de la cámara contribuye a exaltar un momento o circunstancia de la vida. En Qué verde era mi valle abundan los ángulos en contrapicado. Por momentos la cámara está colocada bien abajo para que cobre más relevancia la larga procesión de trabajadores avanzando hacia la mina –siempre humeante, siempre brumosa– como si fuera una fila de “corderos” yendo hacia el esquiladero o de condenados en permanente viacrucis. Sorprende, de igual forma, las veces en que la cámara se sitúa abajo de la horizontal para hacer más dramática la subida del elevador, esa jaula que trae del fondo de la mina heridos o muertos. Ford logra con esas posiciones de la cámara aumentar el dramatismo y hacernos partícipes de la angustia de una familia o prolongar la expectativa angustiosa de una comunidad.
Un segundo aspecto que subrayo de esta película es cómo Ford presenta la infancia. Todo el film es un poema elogioso a esa época en la que la felicidad suprema era tener una moneda para comprar una melcocha, compartir la mesa familiar, caminar por las colinas al lado del padre. Lo interesante es el lirismo con que Ford nos cuenta la historia. Hay tanto respeto a esos recuerdos, a esos años fundacionales de una personalidad, que es fácil identificarse con ellos, así uno no haya nacido en la fría Gales sino en una vereda calurosa de Cundinamarca. Lo que maravilla y pone a palpitar el corazón y la memoria es el talento de Ford para transmitir esa ternura inolvidable del calor hogareño, las marcas inolvidables de los primeros mentores (los consejos del pastor Gruffydd), las primeras lecturas, los primeros amores inconfesados. Tal fascinación se hace mayor porque Ford dota a la infancia de un tono elegíaco apasionante. Poco a poco, así nos lo va mostrando la película, descubrimos que esa edad dorada, esa época maravillosa, ha ido desapareciendo. Y no queda sino el recurso de nuestra memoria. Son nuestros recuerdos o nuestra imaginación los que convierten esos años en una “verdad” imperecedera.

Gwilyn, el padre; Huw, el hijo que recuerda y Beth, la madre.
Un tercer punto significativo de la película consiste en darle a la familia, a sus ritos y roles, una relevancia contundente. Buena parte del film transcurre bajo el techo de una familia, la de los Morgan. De allí parten y allí vuelven –así sea por un tiempo– los hijos; la familia es el fuego tutelar, un centro del afecto en el que se comparten los problemas, las alegrías cotidianas, una enfermedad o una pérdida definitiva. Nada queda por fuera de ese “nicho sagrado”. Es ahí que se inculcan unos valores, unas creencias, una idea del ahorro, una forma de enfrentar el mundo y relacionarnos con los demás. Es ahí que nos reponemos de las zurras del mundo y encontramos el abrazo reponedor de los que nos quieren genuinamente. Todo está relacionado o vinculado con ese eje de la familia: el predicador, el médico, el maestro. Todos participan de ese eje regulador y socializador. Por supuesto, y esa es otra bondad del film de Ford, no se trata de presentar una familia ideal: hay conflictos, discusiones, choques. Pero nunca se fractura el vínculo; estén donde estén los integrantes de la familia, se mantiene esa relación. No importa el motivo o la causa del éxodo de los miembros familiares, siempre habrá un gesto de agradecimiento, una ofrenda de la memoria para aquellos seres que cuidaron y guiaron nuestros primeros años de existencia.
El último aspecto está relacionado con la relevancia del canto a lo largo de la película. Desde luego, varios de esos cantos tienen un motivo religioso, pero lo que me parece interesante es cómo el canto se transforma en una expresión de lo colectivo. La comunidad se expresa cantando sus alegrías y sus tristezas. Se canta al amor, a la muerte, al sufrimiento, al trabajo; y la mayor de las distinciones es poderle cantar a la reina. Este cantar colectivo le da a la película un tinte de tragedia clásica; es un coro que sirve de amplificación a las peripecias de los personajes. Es la forma como nosotros, el público, nos hacemos partícipes del drama. El filme de Ford se inicia con un canto colectivo y concluye de la misma manera: aunando las voces para celebrar una época, un canto entre laudatorio y elegíaco por las cosas buenas desaparecidas.
Janette dijo:
A propósito de la familia, el nicho sagrado y el canto, comparto una lectura que me envió una compañera de trabajo y que desde que la leí la comparto porque me parece una tradición que genera vínculos, compromisos, reconocimiento del otro en el colectivo. Tal vez suceda que las familias actuales carentes de tejer vínculos y hacer que sucedan cosas hermosas al interior de sus familias, lo apliquen para que así recuerden a sus integrantes a dónde pertenecen.
Cortesía de Sandrita Quiroz:
Canta mi canción. Sawabona-shikoba. Ubuntu.
Cuando una mujer de la tribu africana de los Himba sabe que está embarazada, se interna en la selva con otras mujeres y juntas rezan y meditan hasta que aparece la canción del niño. Saben que cada alma tiene su propia vibración que expresa su particularidad, unicidad y propósito. Las mujeres entonan la canción y la cantan en voz alta. Luego, retornan a la tribu y se la enseñan a todos los demás. Cuando nace el niño, la comunidad se junta y le cantan su canción. Más adelante, cuando el niño comienza su educación, el pueblo se junta y le canta su canción. Cuando se inicia en la vida adulta, la gente se junta nuevamente y le canta su canción. Cuando llega el momento de su casamiento, la persona escucha su canción. Finalmente, cuando el alma va a irse de este mundo, la familia y amigos se acercan a su cama e igual que en su nacimiento, le cantan su canción para acompañarlo en la transición de la vida a la muerte.
En esta tribu de África hay otra ocasión en la cual se canta a alguno de sus miembros. Si en algún momento durante su vida la persona hace daño, mal o comete un crimen, se la lleva al centro del poblado, la gente de la comunidad forma un círculo a su alrededor y le cantan su canción. Durante varios días le recuerdan todas las cosas buenas que ha hecho a lo largo de su vida. Se unen para levantar a la persona, para recordarle quién es en realidad y volver a conectarla con su verdadera naturaleza, de la que había sido desconectada temporalmente por su mala acción. Porque los errores no nos hacen peores personas ni borran de golpe todo lo que somos y hemos sido.
Cuando se reúne el pueblo entorno a la persona que ha cometido la falta todos le dicen: “ sawabona”, que significa “yo te respeto, yo te valoro y tú eres importante para mí”. En respuesta, la persona que agravió, contesta “shikoba”, que es: “entonces, yo existo para ti”.
Esta tribu cree que todo ser humano viene al mundo como un ser bueno, que en cada uno de nosotros vive el deseo de seguridad, de amor, paz y felicidad. Pero que a veces, en su búsqueda, el ser humano se desvía del camino recto y comete errores. La tribu reconoce que la corrección para las conductas antisociales no es el castigo; al revés, es el amor y el recuerdo de la verdadera identidad. Si nos ofrecen apoyo cuando más lo necesitamos todos podemos mejorar, y lo que es más importante, sentirnos mejor. Así, cuando reconocemos nuestra propia canción ya no tenemos deseos ni necesidad de hacer nada que pueda dañar a otros. Tus amigos conocen tu canción y te la cantan cuando la olvidaste. Aquellos que te aman no pueden ser engañados por los errores que cometes o las oscuras imágenes que muestras de ti mismo a los demás. Ellos recuerdan tu belleza cuando te sientes horrible; tu totalidad cuando estás quebrado; tu inocencia cuando te sientes culpable y tu propósito cuando estás confundido.
No sabemos si se trata de una historia verdadera o si es la representación de un comportamiento cultural o una tradición real. Se trata de ir al precioso mensaje de esta historia:
– antes de llegar a la tierra de los vivos, tu familia, mientras espera, medita y ora para conectar con el alma más profunda de la persona que vas a ser;
– en determinados momentos cruciales de tu vida, es tu “tribu” ( tu familia, tu comunidad, en definitiva, tu entorno) la que canta tu canción, para recordarte quién eres en el fondo más profundo de tu interior;
– cuando te comportas de una manera socialmente aberrante, es porque has perdido de vista lo que realmente eres. Y entonces, la mejor manera de prestarte ayuda para encaminarte de nuevo a tu senda verdadera, será recordarte fuertemente quien eres. Tendrás que buscar por ti mismo, buscando un espacio de paz adentrándote en tu interior.
Todo lo anterior nos lleva a reflexionar sobre el concepto africano de Ubuntu (culturas Zulú y Xhosa). Ubuntu no es otra cosa que una regla ética sudafricana enfocada a la esencia del ser humano, a la lealtad de las personas y a las relaciones entre éstas. Según esto, un ser humano no puede existir como tal en aislamiento y nadie puede considerarse un ser humano por sí mismo. Habla de la interconexión con los demás y de que cuando se tiene esta cualidad (Ubuntu), se conoce a la persona por su empatía y generosidad.
Pensamos con demasiada frecuencia en nosotros únicamente como individuos, separados unos de otros, si bien la realidad es que estamos todos conectados y lo que hacemos afecta a todo el mundo. Cuando hacemos bien, se extiende, es para toda la humanidad. Así que, pensando de un modo similar, deberíamos considerar que si fallamos, no sólo nos fallamos a nosotros mismos y a nuestro entorno inmediato, también fallamos al mundo. Le debemos a nuestro planeta, a nuestro país, a nuestra comunidad, a nuestra familia y a nosotros mismos ser absolutamente lo mejor que podamos ser (compasivos, amables, cariñosos, capaces de dar y perdonar tanto como sea posible en nuestro ser…). De este modo somos verdaderamente humanos y por ello debemos esforzarnos al máximo por ser los mejores a nuestra manera, sin copiar a nadie, con nuestra personalidad. Y le debemos a nuestra comunidad, en igual grado que ésta nos debe a nosotros. Ésta, especialmente, debe recordarnos quienes somos y como podemos brillar, como dar lo mejor de nosotros mismos.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Janette, gracias por tu comentario.
luz castro dijo:
Hay una bella canciónDe Mercedes Sosa Que titula Me gustan Los pueblos chicos Con gesto antiguo Con gente Queda la mano Isalud al sol Gente Que va creciendo Cómo los vientos Allá me voy a vivir En ese pueblo tan chico Que llama amor Me iré por aquel camino Que Lleva el pueblo Que crece entre la ternura Queda el maíz
fernandovasquezrodriguez dijo:
Luz, gracias por tu comentario.