
“El arte de la pintura” de Johannes Vermeer.
He escrito en varias oportunidades sobre la descripción. Y lo he hecho porque aunque parece la tipología textual más fácil o más inmediata para un novato escritor, lo cierto es que posee una densidad y unas particularidades que bien vale la pena recordar o tener en cuenta.
Empecemos señalando la necesaria educación de la observación para lograr una buena descripción. Creo que esa labor de “cualificar el ojo” y “afinar la percepción” son prerrequisitos indispensables al momento de describir. De pronto en este aspecto poco se repare o se dé por supuesto. Nada más equivocado. Necesitamos aprender a mirar las cosas, las personas, los hechos, la realidad, para luego buscar las palabras adecuadas. Tal escuela del mirar empieza en una capacidad para apreciar los detalles, los matices, las tonalidades, la variedad de formas y expresiones mediante las cuales se presentan los seres y los objetos.
Lo segundo, y es uno de los puntos de mayor dificultad cuando se trata de describir, es contar con un repertorio de palabras lo suficientemente amplio como para lograr nominar aquella diversidad proveniente de nuestro “educado mirar”. Ahí reside gran parte de las limitaciones del novel escritor. Cuenta solo con generalidades o con un vocabulario muy limitado que reduce o minimiza la complejidad del mundo o los seres vivos. Si no se tiene en la mente un repertorio amplio de lenguaje, si poco es el hábito lector, si no hay una genuina fascinación por las palabras, las descripciones que hagamos no alcanzarán el cometido de ser coloridas “pinturas”. La riqueza del lenguaje, la competencia lexical del escritor es uno de los secretos del hacedor de descripciones.
Una tercera condición está relacionada con el modo como se organiza la descripción. No es cuestión de listar unas características o ponerlas de manera atropellada. Quien realiza una descripción tiene que hacer una composición y visualizar en su mente una jerarquía: irá de lo macro a lo micro, primero pondrá los rasgos generales y luego dará cuenta de las particularidades. Nombrará el conjunto para que sea fácil comprender la ubicación de sus partes. En este sentido, realizar una descripción es replicar los pasos de un buen fotógrafo: primero encuadrar, elegir un ángulo y luego sí organizar los elementos. Para ilustrar lo dicho, sirva decir que cuando se elabora una prosopografía –el retrato físico de una persona– se empieza por la estatura, luego se señala la corpulencia o contextura, para luego dar cuenta de la forma de la cara y de las manos. Con ese marco de características será más fácil detenerse en el cabello, el color de los ojos, la forma de la nariz y los labios. Sobra decir que la composición inicial está determinada por la importancia de las características: a veces una cicatriz, un lunar, unas cejas pobladas o el color llamativo de unos ojos prevalecen sobre otros detalles.
Derivado del aspecto anterior, aparece otra característica de la descripción: la relevancia de los rasgos o detalles. El que describe debe sopesar muy bien qué tanto peso tiene un aspecto en relación con el conjunto. Por momentos el color puede convertirse en el rasgo esencial o, en otros casos, es la forma la que subordina al resto de elementos. No todos los detalles tienen la misma valía al momento de hacer una descripción. Por eso la observación juiciosa es tan importante, por eso los pintores y los bailarines necesitan un espejo, para acertar dónde una textura o el ángulo de un movimiento son suficientes para mostrar la esencia de algo. La relevancia es la que convierte la superficie plana en un terreno dotado de prominencias y declives, la que indica dónde están los altos aspectos merecedores de atención y cuáles son esos rasgos comunes poco significativos. Este punto es sustancial a los caricaturistas, pues dejan de lado muchos detalles de una persona para concentrarse en los aspectos más relevantes de su cara.
Dicho todo esto, cabría preguntarse ¿por qué es tan valioso aprender a describir? O ¿qué perderíamos si no dominamos esta tipología textual? La primera respuesta es obvia: describir es lograr dar cuenta de la variedad, de las diferencias, de la riqueza del mundo y de la vida. Quien domina la descripción puede expresar la pluralidad y complejidad de la naturaleza y la cultura. En esta perspectiva, la descripción contribuye a luchar contra los esquematismos, los formulismos, los formatos en serie, la reducida mirada de un único punto de vista. El segundo beneficio es para los investigadores: si no se aprende a describir muy difícilmente podremos hacer un estudio etnográfico o la realidad cotidiana dejará de interesarnos y pasará inadvertida. El que tiene afinada la observación y logra darle forma a través de descripciones será más apto para hacer un descubrimiento, seguirle la pista a un problema o cotejar evidencias. La última razón es de orden literario: el que sabe describir puede crear mundos posibles, diseñar escenarios fantásticos o maravillosos tan verosímiles, tan creíbles, que en ellos parecerá normal el surgimiento de personajes o historias asombrosas. Si se cuenta con ese insumo de la descripción, la ficción contará con el mejor ambiente para hacernos vívida la situación más realista o llevarnos a un mundo de máxima fantasía.
Diana Giron dijo:
Realizando la lectura y relectura de este texto me siento como en un universo paralelo de letras, el mundo ideal para el letrado, para el trascendental, para encontrarse en silencio con la palabra y plasmarla, recrearla, pintarla cual obra de arte, aprender a observar en estos tiempos deberia superar la vida superflua en la que nos encontramos…gracias
fernandovasquezrodriguez dijo:
Diana, gracias por tu comentario.
luz dijo:
El que hace la descripción no solo es un gran observador sino que además es un gran escritor.
Gracias maestro por estos aportes.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Luz, gracias por tu comentario.