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Ilustración de Jungho Lee.

Me gusta emplear buena parte del tiempo de mis vacaciones en leer. Disfruto, enormemente, levantarme temprano a continuar el libro que dejé la noche anterior, sin tener que preocuparme de los compromisos académicos o del corte que ocasiona dejar la lectura para ir a cumplir con mi horario habitual de trabajo. Así que, en vacaciones puedo darme ese placer a mis anchas, dedicando más de ocho horas a esta gozosa forma de descanso.

Salta a la vista que la lectura es un excelente sucedáneo del viajar. O mejor, es la forma como se puede viajar estando en casa. Digamos que es la manera particular como la imaginación saca sus valijas y desempolva sus atuendos. Por lo mismo, al tener varios días para elegir el libro que queramos o para regodearnos con la relectura de esos otros apreciados compañeros de existencia, pues no deja de producirme una alegría manifestada por momentos en un espíritu juguetón o una disposición especial para seguir las pistas señaladas en un libro o buscar una obra referenciada en una nota a pie de página.

De otra parte, la lectura es como un lubricante para mi escritura. Ella hace las veces de acicate, de piedra de toque, de catapulta íntima, para que se despierten las manos y busquen el esfero o el teclado del computador. Un apunte allí, una reflexión consignada en el “despertario”, una frase recogida con rapidez en mi cuaderno de notas. Desde luego, a veces el escribir no es inmediato. La lectura, en estos casos, hace las veces de sedimento, de represa, de caldo de cultivo. Y sé por mi propia experiencia que luego, cuando menos lo piense, se convertirá en una corriente interior que me lleva a encerrarme en mi estudio a escribir para no dejar que esa fuerza descomunal asfixie mi pensamiento o me rompa el espíritu.

Y como toda lectura evoca a otras, como al tocar las frases de un texto se despiertan las resonancias y los ecos de otras obras, lo más interesante es que en la mesa de noche, en el escritorio, en el estudio, empiezan a crecer los libros como pirámides en una inestabilidad misteriosa. Un ejemplo, sería suficiente: en la pasada Feria del libro de Guadalajara encontré un pequeño texto de Ezequiel Martínez Estrada sobre Montaigne, editado por la UNAM, en la colección “Pequeños grandes ensayos”. El librito me atrapó. Pero, a la par que iba leyendo el texto, seducido por Martínez Estrada volví a la lectura y relectura de algunos ensayos de Montaigne. Me detuve en: “Sobre unos versos de Virgilio” y en la “Apología de Raimundo Sabunde”. La traducción elegida fue la Javier Yagüe Bosch publicada por Galaxia Gutenberg y el Círculo de lectores. La provocación del argentino me llevó a revisar mi biblioteca y encontrarme con un pequeño texto del historiador Peter Burke sobre Montaigne; aunque ya lo conocía, esta vez lo leí completo. Y durante tres días devoré la novela- ensayo del chileno Jorge Edwards, La muerte de Montaigne. Releí el prólogo de André Gide a su antología sobre Montaigne y la semblanza homónima del vienés Stefan Zweig editada bellamente por Acantilado. También tengo en remojo otra biografía sobre el padre del ensayo titulada Montaigne a caballo, de Jean Lacouture. Y si los días de vacaciones me alcanzan, degustaré otra obra: Pensar sin certezas: Montaigne y el arte de conversar del  español Jesús Navarro Reyes.

Como se ve, leer es una labor inacabada. Porque la red de conexiones no involucran solo a Montaigne, sino al mismo Ezequiel Martínez Estrada. Yo había leído ya La cabeza de Goliath. Microscopía de Buenos Aires, pero este largo y hermoso texto sobre el ensayista francés, me puso en alerta para degustar la Radiografía de la Pampa. El proceso de réplicas me llevó de nuevo a las Moralia de Plutarco y, por una coincidencia que solo suceden cuando se está de vacaciones, en una de mis acostumbradas visitas a la tienda de libros y antigüedades “Quevedo”, pude por fin de muchos años adquirir las Obras completas de Séneca, en la edición de Aguilar. Séneca, el cordobés de cabecera de Montaigne. Las ramificaciones de la lectura se multiplican como las enredaderas; algunas de esas bifurcaciones son evidentes o inmediatas y, otras, se entrelazan en el subsuelo de nuestra memoria o crean vínculos secretos en el pozo sin fondo de nuestro inconsciente.

Retomo el hilo de mi argumentación para agregar que la lectura es un bien inmaterial que deberíamos legar a nuestros hijos o a las generaciones venideras. Lamento que los más jóvenes de hoy malgasten buena parte de su tiempo consumiendo una programación televisa tan limitante y castrante de la fantasía, privándose de lo que un buen libro ofrece a su mente y a su imaginación. Quizá este mundo consumista e inmediatista, esta sociedad de consumo tan atrapada por adquirir cosas y artefactos, vaya cercenando o mermando las prácticas de lectura de libros. Entre otras cosas porque para leer se necesita devolverle a la soledad y al silencio su justa valía; y porque la lectura, además, pide cierta atención o concentración sin la cual es imposible develar lo que está latente debajo de cada grafía. Pero a pesar de este mal ambiente de estas épocas para la lectura considero que es un deber de padres y familiares potenciar el gusto por leer. Esto implica, desde luego, mostrar con el propio ejemplo el disfrute de la lectura. Y también, dedicar tiempo para leerles a los niños y niñas libros en los que ellos y ellas puedan apreciar otro tipo de magia: ese hechizo no proveniente de mecanismos o dispositivos tecnológicos, sino del prodigio de la propia mente para inventar, recrear o conjeturar mundos posibles a partir de la unión o combinación de simples palabras.

El ocio de las vacaciones es una especie de tierra fértil para la lectura. Cuánta cosecha recogida en tan pocos días: “Montaigne hizo de la lectura un modo de acción… La total impregnación del alma en las lecturas es lo que fortifica los órganos de sentir y pensar; la lectura activa es uno de los secretos del desarrollo y temple de los grandes espíritus”, afirma Martínez Estrada. “Escribo una fantasía muy personal, mi Montaigne, para decirlo de algún modo, y si el paciente lector quiere seguirme, la elección es suya. Montaigne significa para mí la libertad, la sensatez, el humanismo superior, y en algún sentido: la lectura y la escritura”, confiesa Jorge Edwards. “Uno de los placeres al leer a Montaigne es el de que se encuentran constantemente posibles significados nuevos en sus escritos”, advierte Peter Burke. “Un lector idóneo descubre a menudo en los escritos de otro otras perfecciones que las que el autor ha puesto y señalado, y descubre sentidos y matices más ricos”, apunta André Gide, retomando una cita de Montaigne… Los diversos subrayados son una evidencia de que la lectura ha estado feliz, saltando aquí y allá, satisfecha de estar en complicidad con la vigilia y ansiosa por continuar su aventura de expedicionaria en las absorbentes y delgadas tierras de los libros.