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Ilustración de Philipp Igumnov.

El símil y la metáfora son dos de las formas más conocidas del pensamiento relacional. A partir del acercamiento de dos realidades se logra construir un nuevo sentido o iluminar con otra luz una parcela de la realidad o la condición humana.

Resulta común hoy asociar los labios de una mujer con los pétalos de una rosa. Pero, muy seguramente, el primero que se percató de tal relación debió generar extrañeza en sus contemporáneos o, por lo menos, un súbito asombro. Quizá, en esta perspectiva es que la poesía ha potenciado el lenguaje y lo ha renovado en sus posibilidades de ser también un decir oblicuo, figurado, traslaticio y analógico.

Pero, más que adentrarme en el lenguaje poético, asunto que he profundizado en mi libro La palabra inesperada, lo que deseo en esta ocasión es escudriñar en el valor del pensamiento relacional para enriquecer la argumentación en un ensayo. Es decir, me enfocaré en analizar específicamente cómo la analogía sirve de  aval o refuerzo a una determinada tesis.

La analogía, vale la pena recordarlo, es una relación entre dos realidades distintas pero que tienen, en sus diferencias, puntos en común. Mejor dicho, son esas semejanzas las que pueden ser utilizadas por el ensayista para un razonamiento argumentativo. Aquí podemos advertir, de una vez, que la argumentación provendrá de haber encontrado esas semejanzas e ir convenciendo al lector de que la tesis presentada cobra más fuerza o es evidente por tales comparaciones. La analogía, así entendida, hace las veces de una constatación reiterativa o de una comparación plástica en la que cada rasgo de semejanza refuerza con mayor consistencia la tesis seleccionada.

Así que, cuando se utiliza una analogía para argumentar en un ensayo no es suficiente con enunciar un símil o comparación. La verdadera argumentación consiste en ir tejiendo esos puntos de relación entre la tesis y esa otra realidad elegida como espejo de nuestro razonamiento. Insisto en ello porque es frecuente la confusión entre enunciar una comparación y lograr verdaderamente una analogía lógica y coherente.

Se me ocurre ahora un ejemplo. Supongamos que mi tesis consiste en plantear que el escribir es semejante a navegar. Si esa es la analogía elegida, la argumentación tendría que ir mostrando poco a poco cómo es que se da tal relación: ¿el mar será la hoja en blanco?, ¿el puerto de llegada consistirá en el punto final del escrito?, ¿los útiles empleados serán las embarcaciones?, y los remos o el vapor, ¿qué papel cumplirán? ¿El escritor será como el capitán del navío?, y de  ser así, ¿quiénes harán las veces de la tripulación? ¿El viento, si el barco es de vela, será análogo a la inspiración?, ¿y las tormentas o las aguas embravecidas a qué corresponderán en nuestro desarrollo argumentativo? Como puede verse, no es suficiente mencionar la analogía. Lo correcto es desagregar o ir engarzando cada aspecto de las dos realidades para, desde ese telar de las relaciones, ofrecer las evidencias de lo que nos interesa persuadir al lector.

Cuando así procede el pensamiento deberemos previamente hacer un cuadro comparativo entre las dos realidades, con sus respectivas características,  e ir descubriendo –con perspicacia e imaginación– los aspectos en común, los elementos afines. El pensamiento relacional, por lo mismo, es mimético, mutante, pluriforme. Se mueve como pez en el agua en las sinestesias, en los trueques de sentido, en las redes profundas de la simbología. Y si el ensayista acude a este tipo de pensamiento es porque confía en que al tener esa mirada bifronte sobre determinado aspecto o circunstancia, podrá obtener mayores razones para su labor argumentativa.

Por lo demás, al establecer ese cuadro comparativo, el ensayista logrará descubrir al mismo tiempo la fragilidad de ciertas comparaciones que, a primera vista, parecían potentes analogías. Al cotejar las relaciones hallará que no encajan o que es demasiado forzado el lazo de unión entre las dos realidades. Lo mejor en estos casos será desechar la analogía o buscar otro campo de relación para proceder al mismo ejercicio del múltiple cotejamiento.

Sigo creyendo que la analogía, por partir de lo conocido, es ideal como herramienta argumentativa cuando la tesis del ensayo es bastante abstracta o no fácil de comprender. La analogía posee la bondad de ser altamente didáctica para “hacer visible” lo que otros recursos del pensamiento oscurecen o confunden. Dicho medio, por estar soportado en el pensamiento relacional, hace las veces de traductor entre las ideas, de intérprete entre realidades diferentes. Ahí radica su utilidad invaluable y ahí, de igual modo, está el reto de confeccionar una analogía precisa y cabalmente persuasiva.