Escuchar pacientemente lo que no se oye, esa es la tarea excepcional de los dioses.

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En algunas ocasiones no son nuestras palabras las mal entendidas, sino la escucha de malísima fidelidad de nuestros receptores.

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Ciertas confesiones, tan íntimas y secretas, piden que la escucha sea tan silenciosa como en una “sala de conciertos”.

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Nos falta atender con más frecuencia los señalamientos de nuestra naturaleza: por una vez que hablemos deberíamos escuchar el doble.

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Escuchar es más difícil que hablar: demanda el esfuerzo interior de mantenernos callados.

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“Entrarle por un oído y salirle por el otro”: la escucha en su mínima intensidad; “ser todo oídos”: el umbral superior de los buenos escuchas.

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Lo difícil, a veces doloroso, es disponer de la paz y el silencio suficientes para escuchar nuestra voz interior. El corazón habla casi siempre en murmullos de baja frecuencia.

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En algunas ocasiones, escuchar es más efectivo que dar un consejo.

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Hay personas que oyen pero no escuchan. El oído capta las señales, pero es el interés genuino por el otro el que en realidad descifra los significados.

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Escuchar a los viejos es una manera de alargarles su existencia. El que recuerda extiende su vida hacia el pasado.

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El buen conversador es el que sabe escuchar las últimas palabras de su interlocutor para convertirlas en motivo de su nueva intervención. El secreto de conversar reside en saber cuándo estar callados.

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Aunque el diván del psicoanalista está hecho para que descanse el paciente, lo cierto es que es un sitio para que este último escuche sus propias palabras.

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Los escuchas críticos preguntan para acabar de entender y parafrasean para aclarar la información. El escucha crítico tiene diferentes recursos de captar lo implícito.

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El silencio y la escucha tienen una hermandad indisoluble: el primero es tierra fértil para que la segunda coseche sus frutos.

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El amor inicia y crece con palabras; pero hacia el final precisa de silencios para sobrevivir: “Es que tú, ya no me escuchas”.

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Los confesionarios de las iglesias deberían están insonorizados: solo el cura puede escuchar los secretos de los pecadores y los culpables.

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En ciertas ocasiones, tomar notas mientras habla otra persona es un signo de buena urbanidad del escucha. La escritura, en esos casos, es un tercer oído del oyente.

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“No hay peor sordo que el que no quiere oír”; dice el refrán. Eso es cierto: hay fanatismos y obcecaciones por la ira que provocan hipoacusia severa.

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Adulador: maquinador perverso de la falsa escucha.

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Aunque no siempre sea así, el que desea ser escuchado pide que nuestros ojos estén en contacto con los suyos. El oído confía en que la vista perciba lo que las palabras apenas insinúan.

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Empatía y antipatía: las dos tensiones emocionales que soportamos al escuchar a otro.

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Los fundamentalistas religiosos de tanto oír la voz de su dios, se vuelven sordos para escuchar otras creencias diferentes.

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El que escucha, según la etimología, monta guardia. Es un centinela del decir ajeno.

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El grito es hijo de la ira; la escucha tiene como madre a la paciencia. El primero posee la irracionalidad de las pasiones; la segunda, la reflexiva serenidad de las virtudes.

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La audiencia de los medios masivos de información oye poco. La novedad ensordece la escucha.

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La arrogancia y el orgullo son los mayores obstáculos para que fluya la escucha. La primera, porque desprecia el contenido del mensaje; el segundo, porque considera indigno al mensajero.

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“Aguzar las orejas” es tanto como sacarle punta a la atención.

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A veces, no se requiere oír todo para comprender una confesión: el corazón escucha más cosas que lo que el entendimiento percibe.

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El silencio activo es un gran validador de nuestra escucha. No siempre replicar es un buen indicador de que algo en verdad nos interesa.

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Las confesiones de amor más que ser satisfechas lo que piden es ser escuchadas.

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Buena parte de las vocaciones religiosas nacen de haber escuchado un llamado. Es el oído, entonces, el sentido más indicado para atender las demandas de lo trascendente.

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“El que no escucha consejos no llega a viejo”, dice el refrán. Es decir: el oído atento es el verdadero elíxir de la larga vida que buscaban los alquimistas.

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Interrumpir o no interrumpir: ese es el dilema del conversador atento. Si lo hace puede frenar la comunicación fluida; si no lo hace, el interlocutor terminará en un monólogo.

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El chismoso oye de manera parcial y malintencionada. Lo que más le interesa es entresacar de los asuntos oídos aspectos negativos que puedan afectar al emisor del mensaje. La murmuración es la perversión de la escucha.

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El verdadero pecado de Eva no estuvo en morder la manzana, sino en haber escuchado complacida la tentación de la serpiente.

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Nuestros prejuicios son el ruido que no deja escuchar bien lo que dicen los demás.