José Alfredo Jiménez

“Cantar para recordar el amor perdido”: José Alfredo Jiménez.

De las 208 canciones que compuso José Alfredo Jiménez (al menos esas son las que aparecen en el Cancionero completo, publicado por Océano-Turner, en el 2002), hay tres ejes temáticos recurrentes que pueden ser las claves del mundo construido por el compositor dolorense. Teniendo como fondo sus rancheras, huapangos y corridos, adentrémonos en las letras de este poeta popular muerto a la edad de 47 años.

Marcado por el destino

“No es posible ganarle al destino”. El destino es implacable. El destino da: “cuánto me debía el destino que contigo me pagó”, pero, especialmente, quita: “el destino es decir adiós”. Se puede quebrar momentáneamente al destino pero al final éste es el que gana: “que al fin y al cabo algún día el destino quiera o no me ha de matar”. El destino viene y hay que tomarlo o quererlo como venga, porque “el destino todo cobra y nada olvida”. El destino “cambia la suerte”, el destino “lleva a otros rumbos”. Por eso, cuando se desconoce al destino, “se empieza a llorar a la mitad del camino”; y por esa misma razón, hay que “jugar al albur la propia vida, así el destino nos la haga perder”. A veces, en muy contadas veces, se tienen los ases, pero lo común es que la suerte nos falle, y la vida misma se pierda “en un abismo profundo y negro como la mala suerte”.

¿Y cuál es ese destino en las canciones de José Alfredo Jiménez? Es el destino de “morir por un querer”. Ese destino, esa “mala estrella” de José Alfredo confirma una ley de su existencia: “adorar para sufrir”. El compositor lo repite en muchas de sus obras: que su mala suerte es “después de una pena volver a sufrir”, es “estar perdiendo y volver a perder”. El destino es “maldecir y recordar las tristezas del ayer”. José Alfredo nos advierte que él no puede evitar ese destino porque “no tiene la culpa de tener corazón”, porque “no más pa’sufrir ha nacido y que de pena tiene que morir”.

La alternativa es jugar a la suerte, porque el desenlace se sabe de antemano: siempre la partida “ya está casi perdida”. El destino señala las cartas, ya está escrito. José Alfredo lo sabe: él en la vida “no trajo suerte”, “no tiene fortuna”, “nació con el santo de espaldas”. El compositor lo confiesa: “no nací pa’ vivir sin consuelo, todo el mundo me hiere y me olvida”. En fin, se nace o no con suerte, y en consecuencia, el destino nos obliga a “rodar y rodar” por el mundo, o usando otra imagen que le gustaba utilizar a José Alfredo, a “navegar por la vida”. Por eso también está el presentimiento de que en la indecisión de no saber cuál camino elegir, se tomará la peor de las alternativas: “escogeré del mundo el peor de los caminos”. Lo que queda es clamar a Dios o a la virgencita del cielo para obtener consuelo o “rezar una oración a ver si ella compone el propio destino”. 

Bohemio por una reina

Esa “bola negra de la mala suerte” conduce de manera inevitable a dos cosas: a la bebida y a la imposibilidad de ser feliz en el amor. José Alfredo siempre está “borracho y enamorado”, es  un “borracho de amor”. Lo que vive o espera es “un tequila y un beso el mismo día para andar de borracho y seguir queriendo todavía”. El compositor lo repite muchas veces en sus canciones: “en cada copa miro una pena y en cada pena miro un querer”. Y bebe una y otra vez, bebe como un cobarde “que ya no puede con su dolor”. En síntesis, “por ser desdichado en los amores es borracho y trovador”.

Por ser el destino cruel, “es necesario llevar muchas botellas de vino”. Se va a las cantinas “arrastrado por el mundo porque se quiere a una mujer” y, como su recuerdo persiste, “no se deja de beber”: “borracho de mezcal dicen que vengo, borracho de dolor debo venir”. En algunas ocasiones se deja servida la mitad de la copa, mientras aparece un nuevo amor, pero luego del desamor, se regresa a la cantina para tomar el resto de licor. “Los hombres no aguantan la traición”, dictamina el compositor mexicano.

A la cantina se va para desahogarse de una infidelidad, de un abandono: “y si me vuelvo borracho será por culpa de una traición”; pero a la cantina también se invita a un viejo amor para recordar una pasión que fracasó: “y estamos recordando nuestra historia nomás mientras tomamos cuatro copas”. José Alfredo, que “ha caminado en el mundo tras los placeres, entre el amor engañoso de las mujeres” tiene razones de sobra para “tomar cualquier licor”. Son tantas las mentiras, las promesas no cumplidas, que lo mejor es “agarrar una botella y acordarse de una ingrata y a salud de sus desprecios dedicarle una canción”. La cantina y el desengaño: esos dos ambientes se retroalimentan de manera progresiva: “estoy en el rincón de una cantina oyendo una canción que yo pedí; me están sirviendo orita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti… yo sé que tu recuerdo es mi desgracia”. Es definitivo: “el mundo es una cantina tan grande como el dolor” en el que se dan al inicio copas de besos pero después se sirven solo desprecios.

La mujer es el inicio y también el final de las borracheras. El bohemio está “arrastrado por el mundo porque quiere a una mujer”, ese es el motivo; “no te importe que venga borracho a decirte cositas de amor, tú bien sabes que si ando tomando cada copa la brindo en tu honor”, ese es el resultado. Y la mayor petición de los que se juegan la suerte en una botella es que se comprenda que aunque digan que la existencia de un borracho es “una vida sin decencia ni moral” lo cierto es que es una opción de exaltación a las causantes de ese dolor: “yo me paro en las cantinas y a salud de las ingratas hago que se sirva vino pa’que nazcan las serenatas”.

El estilo Jalisco de hallar el olvido es ése: “alzar la copa y brindar por la que se fue”. El licor es la forma de enfrentar el desamor: “esta noche me voy de parranda para ver si me puedo quitar una pena que traigo en el alma que me agobia y me hace llorar”. José Alfredo espera que la mujer amada, al igual que él la evoca bebiendo, ella lo recuerde: “extráñame cuando te ofrezcan una copa, extráñame cuando te besen en la boca”. Sea como sea, por el motivo que haya, al bohemio enamorado deben perdonársele sus faltas ya que esa “noche venía muy borracho” y, especialmente, “por haber nacido mexicano y tener como orgullo echarse un trago a salud de una mujer”.

Con una espina en el corazón

El amor presentado en las canciones de José Alfredo Jiménez es una cruz, un sufrimiento interminable. No hay victoria en el amor, por eso él es “el derrotado”, el “vencido”. Por eso tanto llanto en sus composiciones: “y yo que la quiero tanto quisiera calmar mi llanto pero es inútil, no puede ser”. Si se quiere amar, hay que aceptar que “el amor tiene cosas de veras muy crueles”, que tarde o temprano “vamos a morirnos de amor”, y que “es bonito perder y llorar”. Las penas de amor no cicatrizan, continúan abiertas: “yo soy el mismo de siempre, sigue sangrando la herida que un día de la vida me dio tu querer”. La conclusión es perentoria para José Alfredo Jiménez: “las más grandes penas las debe a sus amores”.

La razón de este sufrimiento proviene de una paradoja: para el compositor mexicano el amor debe ser eterno, inmortal: “ni los años ni el tiempo ni nada ni nadie ha podido matar nuestro amor”, “nuestro amor es más grande que todas las cosas del mundo”. “No te acabes, amor”, parece ser la súplica de José Alfredo Jiménez. Pero, y de ahí proviene la tragedia, debido el destino, a la mala suerte, ese amor siempre acaba: “no hay amor eterno”. Lo cierto, la gran verdad del amor es el abandono o el olvido: “pero todo se acaba, la dicha grande también se va y nos deja no más recuerdos, recuerdos de ella que no vendrá”. Ese destino es el que maldice una y otra vez el compositor mexicano en sus canciones: “quién iba a decirme que amor tan seguro tenía que perderlo”. La única salida, entonces, es cantar para recordar el amor vivido, el amor perdido: “llorando no se curan las heridas, con llanto no se quita un cruel dolor, por eso voy cantando aunque me digan que llevo destrozado el corazón”.

La escapatoria es recordar o aspirar a que se borre de la memoria un nombre, una historia compartida, un amor: “mañana mismo te olvidas de mi nombre, que yo del tuyo también me he de olvidar”. Sin embargo, lo que sucede es todo lo contrario;  o bien por culpa de las copas o porque ella misma, “la que se fue” decide regresar, el olvido es inadmisible: “es imposible que yo te olvide, es imposible que yo me vaya”. Hay como una especie de condena por amar o haber amado. Para alguien que “quiere con devoción”, que puede “morirse de amor”, es imposible decir adiós: “es inútil dejar de quererte, yo no puedo vivir sin tu amor; no me digas que voy a perderte, no me quieras matar, corazón”.

Tal vez este sufrimiento se deba a que el enamorado “pone los ojos en una estrella que está muy alta” y lo que consigue con ello es la humillación, el desprecio o el aborrecimiento: “ya perdí por tu amor la mitad  de mi orgullo, tú que vuelas muy alto muy chiquito me ves”. En el mundo amoroso de José Alfredo Jiménez las mujeres “tienen la costumbre de no corresponder”, y “los hombres siempre pierden”. No obstante, por el mismo orgullo o por esa porfía del charro mexicano, se sigue queriendo a la “ingrata” aunque haya ofensas y humillación. Se llega hasta exhibir la cobardía, hasta perder la vergüenza: “me arrastré por el mundo por querer a una mujer”. Tan hondo es el sufrimiento amoroso que “duele hasta recibir la compasión”.

Son contadas las canciones en que se plantea alguna salida a esta desgracia en el amor. Como en las “cosas del querer no se perdona nada”, la posibilidad escasa es que la madre “consuele las negras penas”, que Dios “nos conceda la venganza” del desprecio o asumir la mentira para decir que se “ha triunfado en el amor y que nunca se ha llorado”.

Un alma perdida y sin fe

Mirados en conjunto estos tres ejes recurrentes en las canciones de José Alfredo Jiménez, leídas y escuchadas sus canciones, podemos concluir que son el testimonio de alguien que vivió errante con “el alma perdida y sin fe”. De un hombre que aunque contadas veces estuvo en las nubes “a pesar de todo recordaba el abismo”. La lección que nos dejan las canciones de José Alfredo Jiménez raya con el pesimismo: “como en esta vida no hay cariño sin falsedad, más vale no dar el alma y andar con calma pa’ no llorar”.

La filosofía de este hijo del pueblo es contundente: “el mundo es cruel”; “es injusto”, además. El camino de la vida es duro, “comienza siempre llorando y así llorando se acaba”. La suerte siempre nos falla y el ser que más amamos, “nos abandona el día que más lo queremos”. Quizá todo esto es lo que lleva a concluir al compositor mexicano que “la vida no vale nada” o que cuando se desea enfrentar al destino cara a cara, al final un albur nos vence. Todo parece predestinado: “árbol que nace torcido no se endereza jamás”. El futuro no existe. La única evasiva es el pasado recordado. Un ayer doloroso al que se anhela volver pero a sabiendas de que es imposible. Por eso lloran los hombres como si fueran niños; porque en la vida se pierden las ilusiones, porque “siempre hay alguien que nos hace mal” y porque hay seres que van por el mundo como si fueran “por un camino de penas sembrado”.