Caricatura de Waldo Arturo Matus

Un maestro de la crónica: Carlos Monsiváis. Caricatura de Waldo Arturo Matus.

Bien miradas las cosas, mucho de lo que hace un cronista –hablo del consagrado a este oficio– se asemeja al trabajo propio de los etnógrafos. Veamos algunas de esas zonas de confluencia y saquemos algunas consecuencias para los procesos investigativos.

Lo primero, y quizá lo fundamental, es que cronista y etnógrafo realizan un proceso investigativo que combina la labor documental con el trabajo de campo. No es cuestión de transcribir alguna entrevista suelta o un fugaz contacto con algún personaje. Por el contrario, es un ejercicio de inmersión, de convivencia, de trato frecuente con el objeto de nuestro interés. De allí que se necesiten esos dos momentos: una labor de archivo, de hemeroteca, de lectura de declaraciones o libros, de rastreo iconográfico o de audio. Tal equipaje previo es como la reserva para ir luego al campo, al encuentro con los informantes para entrevistarlos en su contexto. Si no hay una juiciosa y abundante tarea documental pocos serán los dividendos al estar “cara a cara” con nuestra persona seleccionada.

Y, en ese mismo sentido, tanto el cronista como el etnógrafo realizan un tipo especial de indagatoria con el informante principal: la llamada entrevista en profundidad. Es decir, necesita varias sesiones de diálogo con el entrevistado para ir ahondando en su personalidad, en su actuar, en su forma de ser y comportarse. Estas sesiones de entrevista están, por lo general, espaciadas en el tiempo y pueden hacerse en diferentes escenarios en los cuales se desempeña el entrevistado. Sobra decir que realizar este tipo de entrevista demanda una escucha atenta, un trabajo de sigilo y unas habilidades interpersonales para crear confianza en el otro. En suma, la entrevista en profundidad no es la realización de un cuestionario frío ni casual.

Es oportuno precisar aquí la importancia de la grabadora y la libreta de notas. La primera, por supuesto, para no dejar perder el contenido y los matices de la voz del entrevistado, y la segunda para anotar el poder silencioso del gesto, los énfasis trasladados a los ademanes, las vinculaciones del habla con los objetos, la indumentaria o para consignar determinadas afirmaciones que sirven como bisagras de interés para continuar el diálogo. Gracias a la grabadora nos ocupamos de mantener un diálogo genuino y no andar como escolares copiando un dictado; y gracias a la libreta de notas atrapamos indicios del personaje, “detalles del natural” que pueden ser de utilidad al momento de redactar el texto final.

Un segundo punto de confluencia es el relacionado con el valor de los detalles tanto para el cronista como para el etnógrafo. Precisamente, el historiador Carlo Ginzburg llamó la atención sobre la importancia de los detalles en una investigación y recalcó el proceso mental de la abducción para formar hipótesis con informaciones mínimas. Más aún, puso en alto relieve los detalles secundarios o marginales. Son estos nimios asuntos los que anuncian o prefiguran un campo de actuación o descifran toda una vida. El cronista y el etnógrafo, entonces, son sabuesos de los detalles, de indicios, de pistas. En este sentido, aunque son cualificados profesionales de la escucha, mantienen en su espíritu una reserva de sospecha para no creer todo lo que las personas dicen. Por eso, cotejan, entrevistan a distintos implicados, triangulan la información recogida, ponen en tensión posiciones opuestas. En todo caso, el cronista y el etnógrafo saben que la percepción de la realidad depende mucho de las emociones y los intereses de la gente. Y al igual que los detectives o los médicos saben que cualquier indicio puede llevarlos a descubrir el mayor enigma o resolver el más intrincado problema.

Un tercer asunto que vincula a cronistas y etnógrafos es el respeto a las voces de los informantes. No se trata de convertir unos testimonios en un pretexto para decir cualquier cosa o en tratar de embellecerlos porque molestan o poco gustan. Por eso es que abundan los entrecomillados en las crónicas y en los informes del etnógrafo. La fidelidad a las voces de los entrevistados, posee por lo demás otra virtud: la de dotar al producto final de verosimilitud. El cronista y el etnógrafo necesitan o tienen la obligación con el lector de hacer creíble lo que cuentan o dicen los informantes. Más que la interpretación de un hecho o la impresión de determinada persona, lo que buscan es mostrarnos sin intermediarios o falsificaciones el retrato humano o el cuadro de un acontecimiento. La credibilidad o validez de lo que muestren dependerá, en gran medida, del cuidado y fidelidad a las voces de los informantes.

Todo lo anterior no es sino la fase preparatoria de la crónica o el informe del etnógrafo. Ahora viene la segunda etapa en la que una y otro necesitan poner lo visto y escuchado en un texto llamativo, sugerente, amigable para el lector. Ese segundo momento es el de la reconstrucción narrativa. En un lado quedan los hechos y, ahora, –mediante la filigrana de la escritura– se convierten en acontecimientos. El cronista y el etnógrafo saben que en este instante se juegan los días o los meses de investigación previa. De lo que se trata en esta etapa es de organizar o de articular todos esos elementos encontrados mediante la mirada perspicaz, la escucha empática, la documentación exhaustiva. A veces resulta afortunado hilvanar la información manteniendo un hilo temporal, o puede resultar útil usar subtítulos como si fueran escenas de una película. La idea de montaje –tan definitiva en el cine– le viene bien a cronistas y etnógrafos. Uno y otro, en la sala de edición o en el cuarto de redacción, se dedican a armar el rompecabezas, a darle una unidad a lo que durante la investigación fueran momentos fragmentados o discontinuos. Esta labor de “ensamblaje” combina elementos propios de la narración (el suspenso, la tensión, el cambio de perspectiva), con otros tiempos para la descripción y el acopio de testimonios. Por lo demás, demanda un tacto especial para elegir lo vital de la información y sopesar el peso real del material recolectado. Y ni qué decir de la preocupación por la elección de las palabras adecuadas, la puntuación precisa y el aplomo para poner los adjetivos. Dicha preocupación al redactar es lo que provoca la emoción en los lectores, el vínculo secreto que da las crónicas o los informes de los etnógrafos su carácter altamente comunicativo.

Como se ha podido apreciar, el cronista y el etnógrafo se emparentan en el enfoque de investigación, en la referencia a un método y en buena parte del uso de instrumentos específicos. Ambos se nutren poderosamente de la observación, del uso de entrevistas y del trabajo de campo. Los dos aspiran a desentrañar lo que a primera vista parece insustancial o poco llamativo, con el fin de hacernos más sensibles a la compleja condición humana. Cronista y etnógrafo, además, mantienen un lazo de sangre con la narrativa. Los productos terminados que ofrecen –las crónicas o informes– son una reconstrucción intencionada en la que es fundamental tocar la zona emocional del lector, provocar o mantener viva su sensibilidad. Quizá por eso tanto los cronistas más consagrados como los etnógrafos de largo aliento continúan nutriéndose de la tradición de la literatura. Ella sigue siendo, su fuente de inspiración y también su punto de llegada.