Ilustración de Angel Boligán Corbo

Ilustración de Ángel Boligán Corbo.

Una mentira trae consigo, para justificarse, otra mentira, y así sucesivamente. El precio de mentir es continuar haciéndolo en una cadena interminable. Castigo de Sísifo que arrastra una roca cada vez más grande.

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Determinadas circunstancias nos llevan a mentir; otras, a practicar un tipo de disimulo. En el mundo de las relaciones humanas, cada rostro es un sinfín de máscaras.

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El embuste de los niños se origina, en gran parte, por el miedo; el de los adultos, proviene del cálculo. En el primer caso, tememos al castigo; en el segundo, nos solazamos con la premeditación.

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El poderoso tiene que lidiar continuamente con dos emisarias de la mentira: la calumnia y la adulación. Tanto una como otra son malas consejeras para la toma de decisiones.

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Mentir es fácil; lo difícil es mantener exacta y sin contradicciones la mentira. El talón de Aquiles del embustero es el tiempo.

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¿Por qué necesitamos mentir a los seres que decimos amar? Para no hacerlos sufrir, contestan algunos. Pero, tarde que temprano, cuando la verdad aparezca, veremos en ellos aparecer sus lágrimas. Mentir es, en esencia, prorrogar el dolor.

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La mentira siempre es ocultación: de lo que fuimos, de lo que somos, de lo que anhelamos ser.

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“La falsedad nos enreda en todos los errores”, afirmaba San Agustín. En el fondo, el mentiroso lo que busca es enredarnos; hacer que la verdad se pierda en los laberintos de la duda.

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De tanto mentir vamos construyendo una máscara que termina por empotrarse en nuestro rostro. El simulacro se convierte en nuestra verdad.

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Siempre se ha dicho que la mentira debilita a la verdad; yo diría que es más bien un corrosivo para la confianza.

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La mentira necesita del rumor para fortalecerse; el rumor de la mentira para parecer interesante.

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Es reprochable el hábito de andar mintiéndole a los demás; pero lo que resulta imperdonable es mentirnos a nosotros mismos. El autoengaño es la peor de las mentiras porque va creando, lentamente, una falsa conciencia de lo que en verdad somos.

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El engaño es la escenografía preparada por la mentira. El teatro de falsedades requiere de un decorado seductor.

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Aunque resulte paradójico, hay vidas humanas en las que lo único cierto han sido sus mentiras.

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La verdad corta como los cuchillos afilados; la mentira, como las espinas de las rosas. La primera nos duele en el cuerpo; la segunda, hiere profundamente el corazón.

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Es indudable que la cobardía lleva a que proliferen las mentiras. Si no hay valentía en nuestro carácter seremos incapaces para reconocer nuestras fallas y huidizos para alcanzar nuestros deseos.

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Ironía: melancolía risueña que siente la verdad por la mentira.

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Ciertos mentiras se inventan para, según se dice, no perder a quien amamos; pero, por esos mismos embustes, se termina perdiendo dicho amor.

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Los políticos han hecho de la mentira un arma para desacreditar a sus adversarios y un recurso retórico para disfrazar sus promesas. Es decir, con ella engañan tanto a sus opositores como a sus seguidores.

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Determinadas mentiras tienen el fin de tapar o enaltecer. A veces son maquillaje para cubrir defectos o vicios y, en otros casos, pedestales para glorias inexistentes.

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Ciertas amantes mentirosas suponen o esperan que el secreto de sus pócimas retenga para siempre a sus amados. Eso puede durar un tiempo. Al final, Ulises es más astuto que Circe.

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Algunas mentiras nos protegen y otras, aunque no queramos, nos exponen: difícil resulta siempre jugar a ocultar la verdad.

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Hipocresía: disimular lo que somos y simular lo que no somos.

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La persona mentirosa padece la maldición de Casandra: aunque pueda decir algunas verdades, jamás llegarán a ser creíbles.

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Para ser un mentiroso hay que tener excelente memoria. No es fácil tejer y tejer telas de araña y luego acordarse de los lugares exactos donde se enlazan los nudos.

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Hay cierta complicidad del engañado para que el mentiroso cumpla su cometido: entregar su confianza sin prevenciones o creer cabalmente sin recelos. Los brazos abiertos olvidan la suspicacia.

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Lo difícil al descubrir una mentira no es tanto el perdón en el presente, sino la fractura de la credibilidad en el futuro.

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Enfrentarnos a nuestras verdades demanda esfuerzo y valentía; maquinar ciertas mentiras apenas es una dejadez de nuestro carácter.

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“No mencionar la cuerda en la casa del ahorcado”, aconseja el refrán. Sin embargo, a veces cierta sinceridad ayuda a que el condenado reconozca sus mentiras.

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Disimulo: etiqueta de la mentira.

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El arte finge la realidad para que, mediante ese artificio, podamos reconocer nuestras verdades más profundas.

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Ser o parecer: ese es el dilema del mentiroso.

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La franqueza riñe con la política, porque esta última prefiere los afeites y las lisonjas de la mentira. Los políticos lo saben: al pueblo le gusta más escuchar promesas ilusorias que explicaciones reales.

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En la afirmación de San Agustín, de que “mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar”, lo que se subraya no es tanto el contenido de la mentira como su deliberado propósito. No la flecha envenenada, sino la elección de la diana.

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Deberíamos aprender la lección del bufón medieval: decir las más crudas verdades como si fueran mentiras jocosas.

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El que no acude a las mentiras y se obstina en decir siempre la verdad es tildado de loco o de profeta. Por eso, la mayoría de los hombres hacen un pacto para ocultar sus genuinas intenciones o simular sus verdaderos propósitos. Vivir con otros es, en el fondo, compartir unas formas de mentira.

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Con la mentira pasa lo que con ciertos fármacos delicados, si nos equivocamos en la dosis podemos intoxicarnos o perder irremediablemente al paciente.

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El que miente quiere dominar: aprovecharse de la buena fe de otro, sacar ventaja de su ingenuidad o su abandono afectivo. La mendacidad, en sentido moral, tiene lazos con la humillación.

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Es mejor jugar con pocas cartas de la verdad para evitar blofear al barajar demasiadas mentiras.

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Si amar es compartir secretos, y los secretos entrañan una complicidad a toda prueba; entonces, cuando amamos constreñimos nuestra voluntad para evitar la traición o la mentira. Quizá el verdadero amor sea un acto de genuina valentía: la fidelidad a la palabra empeñada.

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Veracidad y mendacidad: estos son los dos caminos cuando entramos a relacionarnos con otros. Tal disyuntiva no es un asunto menor: en mentir o decir la verdad está la clave de los vínculos sociales.

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 “Oler la mentira como mentira”, pedía Nietzsche. Es decir, asumir nuestros límites, entrever nuestros abismos, aceptar nuestras falencias. En síntesis: nada de autocomplacencias.

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La mentira es leve, sale rápido de nuestra boca; la verdad es sólida y requiere de la prudencia de nuestros labios.

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La sinceridad es una mancha difícil de borrar; la mentira, en cambio, un mugre que cae al primer remojo.

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La obsesión por el poder trae consigo la facilidad para la calumnia, la irresponsabilidad  de envilecer a todo oponente. Las falsas imputaciones de los poderosos son la semilla del autoritarismo.

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Allí donde haya crédulos fervientes aparecerán ladinos mentirosos. La masa propicia en su frenesí tales engendros.

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Las redes sociales han hecho de la mentira una diversión peligrosa: cuando se junta la irresponsabilidad con la obsolescencia informativa lo más seguro es que la honra o la dignidad de las personas dependa del capricho del rumor colectivo.

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 “El reverso de la verdad tiene cien mil caras”, escribió Montaigne. Así que no quedan sino dos alternativas frente a las personas: o apostamos por confiar en ellas o vivimos en el permanente recelo.