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Fotografía de Juan Rulfo.

Quiero leer a Pedro Páramo sin buscar isotopías, sin detenerme a ubicar estructuras o en desentrañar influencias literarias. Voy a leer desde el goce, desde el mero deleite que produce y debe seguir produciendo la lectura. Y, además, quiero leer la novela de Juan Rulfo desde la óptica de alguien que necesariamente ve en las letras, en las letras de Pedro Páramo, su vereda, su pueblo, su continente latinoamericano. Voy, pues, al texto, pero también a mi memoria.

Deseo incluir como norte algunas frases de Juan Rulfo. La primera: “Los antepasados son algo que ligan a los hijos al pueblo, los hijos que no quieren abandonar a sus muertos. Llevan sus muertos a cuestas”. La segunda, y quizá la que más me interesa ahora: “El hombre de la ciudad ve sus problemas como problemas del campo (…) El 70% de los que vivimos en la ciudad hemos venido de la provincia. Entonces hay una población que no se adapta, el hombre que ha nacido y vivido en el barrio de vecindad”. Estas dos afirmaciones del novelista mexicano deseo tenerlas en mente durante el recorrido de la presente lectura de Pedro Páramo, porque pienso que hay en ellas una verdad del hombre latinoamericano, un sentido de la vida que, al mismo tiempo que convierte la novela en un testimonio humano y social, es también, de alguna manera, una propuesta de escritura.

En todo caso, deseo insistir en que en la obra de Juan Rulfo hay tanta amargura como esperanza, tanta sensualidad como locura, tanta religiosidad como apetito revolucionario, tanta soledad como barullo susurrante, precisamente por vivir los personajes de la novela –digamos mejor, nosotros mismos– entre el anhelo de aventura, el probar suerte y el retorno, o ese volver “a sentir el sabor del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo”.

Cómo hay de nubes, cómo de aire, cuánto sol hay en Pedro Páramo. Y cuánto recordar, cuánto partir y regresar, cuántas despedidas y otros tantos reencuentros. Para mí, hay una frase que resume toda la novela de Juan Rulfo: “Recuerdo días en que Comala se llenó de ‘adioses’ y hasta nos pareció cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y es que se iban con intenciones de volver”. En esa intención de volver está el rostro profundo del hombre latinoamericano. A veces puede transmutarse en ilusión y la ilusión, dice Rulfo, cuesta caro. Poco importa: “Dicen que los pensamientos de los sueños van derechito al cielo”. Esa intención de volver gira en dos sentidos, pero conservando el mismo ritmo histórico: de un lado, la manecilla del que quiere volver; del otro, la manecilla del que desea que los que se fueron, regresen… O si se me presta la analogía, una manecilla estaría en: “ver aquello a través de los recuerdos de mi madre” de Juan Preciado, y la otra manecilla en: “hace mucho tiempo que te fuiste, Susana” de Pedro Páramo.

Dolores –la madre de Juan Preciado– y Pedro Páramo tienen en común una mirada nostálgica hacia su pasado, hacia su niñez. Tanto una como otro viven anclados en el recuerdo de algo que olía a miel derramada: el color de la tierra, Comala; unas manos suaves, Susana San Juan. Para Dolores, el viento que mueve las espigas; para Pedro Páramo, el aire que hacía reír… Pero hay más. Juan Preciado y Susana San Juan viven también de otras nostalgias: Juan, la de su madre; Susana, la de Florencio. Tanto para el primero como para la segunda, ese pasado se torna sueño e ilusión: Juan Preciado vuelve a Comala en lugar de Dolores, porque ella, le dio sus ojos para ver; Susana San Juan vuelve al mar para purificarse, gracias al cuerpo de Florencio. Juan no puede salir de una promesa, Susana no quiere renunciar a su antigua felicidad… Los ejemplos podrían extenderse. Sin embargo, el recuerdo y la nostalgia se configuran en un gran símbolo: “Todos somos hijos de Pedro Páramo”, todos vivimos alguna vez en Comala. Este símbolo, representa los lazos que crean la tierra y la sangre con respecto al hombre o la cultura. “Todos somos hijos de Pedro Páramo”: en él, que es también Comala, quedó nuestra niñez, nuestra virginidad, nuestra juventud; allá, quedó nuestra historia. Ser “Todos hijos de Pedro Páramo” es tanto como tener un mismo destino. Por eso, al morir el padre, el pueblo, todo se desmorona, todo se derrumba. Entonces, para los que se quedan no hay sino la ruina o miseria, cuando no, la muerte; para los que vuelven, no hay sino un encuentro con los fantasmas. Irse es estar lleno de llanto y de venganza; volver es perderse; quedarse es aceptar la condición de ánima.

En tanto que distante, ¿qué piensa o rememora uno de su Padre, de su Comala, de su casa? Quizá, solo las nubes, el aire, el color del sol cuando atardece, el vuelo de los tordos… Siempre la Naturaleza. Idilio, dirán algunos; yo prefiero entenderlo como una forma de nombrar la eternidad: “La llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía”… Al estar distante recordamos también la lluvia, la noche y el caer de las gotas de agua ¡Cómo llueve en el pasado! ah, y el murmullo de los grillos. Pero este recordar no es sino esperanza: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo”; este recordar no es sino el anhelo infinito de ver retroceder el tiempo para observar otra vez “la estrella junto a la luna”, “las nubes deshaciéndose”, “las parvadas de toros”, “la tarde todavía llena de luz”.

Comala o Pedro Páramo es una alcancía donde se guardan los recuerdos. Dorotea tiene razón: “El pueblo es la querencia. El lugar que se quiso. Donde los sueños se enflaquecieron. El pueblo, mi pueblo, levantado sobre la llanura… Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida…”. Y poco importa que haya pueblos que sepan a desdicha; vistos en la distancia, como decía Novalis, esos mismos pueblos, pobres y flacos, desdichados, se tornan poesía: “Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que al aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época”. Quizá, por eso, el volver, el acercarnos demasiado al pasado, produzca en nosotros una mueca amarga al ver la casa abandonada, el pueblo agonizante. Mejor, entonces, llenarse de sueños y darle vuelo a las ilusiones.

Cuando el hombre latinoamericano va a la ciudad, huyendo de la violencia, de la miseria o el desengaño, huyendo de sí mismo, siempre guarda un crujir de piedras bajo las ruedas de las carretas; conserva la imagen de los bueyes moviéndose despacio… Ese lugar seguro en el corazón, esas cosas de Susana San Juan que Pedro Páramo nunca llegó a saber, esas cosas que no se apagan, son las cosas que permiten volver a Juan Preciado o las que dan la resistencia a cualquier Abundio, a cualquier arriero del camino.

Todo padre, todo pueblo, cualquier Comala, reclama con lágrimas el retorno de sus hijos. Pedro Páramo sabía, de una parte, que “todos escogen el mismo camino. Todos se van”, pero entendía también que los sueños persiguen a los viandantes, a los que salen de casa. Los sueños, que son las palabras sin sonido. Los murmullos que matan. Por lo demás, al decir de Ambrosio, el pastor de marras de Don Quijote: “quien está ausente todos los males tiene y teme”. Comala nos pregunta: ¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte –el olvido– y no esa música tierna del pasado? y nosotros, como hombres situados entre el descontento y la promesa –porque Pedro Henríquez Ureña también era hijo de Pedro Páramo–, responderemos: “recuerdo o vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre…”

Pedro Páramo desnuda al hombre latinoamericano, campesino aferrado a la niñez, sin regreso posible y, Juan Rulfo, desde su silencio ético, enseña que la literatura en América Latina no es un problema de escuelas, sino el intento por aclarar o resolver nuestros problemas fundamentales. Comala es como Macondo, símbolo de un continente que vive una tensión dramática, la lucha entre un ancestro mítico que no se quiere abandonar y un imperativo histórico que debe ser asumido.