Ilustración e Istvan Orosz

Ilustración de Itsvan Orosz.

“El virgen, el vivaz, el hermoso presente”.
Mallarmé

 

Gracias a la memoria sabemos del pasado; por la inteligencia, del futuro. Pero nos movemos en la cuerda funambularia del presente. Y ese presente, su evidencia, está en el instante.

El instante brota, aparece. Es. El instante tiene la fuerza de un rayo, un resplandor fugitivo, un golpe. Nuestra existencia deviene en instantes: un acto, una palabra, un gesto, un paso, una caricia. Su emerger es siempre sorpresivo. Porque a pesar de querer tener certeza del instante futuro necesitamos esperar que se dé en el presente; no hay posibilidad de retrotraerlo o posponerlo. Y con el pasado sucede algo semejante: rememoramos el instante que ya pasó, evocamos lo que quedó de impronta en la memoria. Pero en un caso o en otro no podemos asir la fugaz plenitud del instante.

La imaginación sabe trabajar mejor con el instante que otras capacidades humanas. Ella puede, así como si fuera una pasta o una goma especial, extender ese instante hasta un punto que se refunde con la alborada de otro golpetazo de tiempo. La imaginación permite alargar la consistencia del instante; hace que lo finito adquiera las particularidades de lo interminable. Al hacerlo, gracias a esa maleabilidad, logra dotarlo de un campo de radiación tan potente como para hacerlo imborrable, perenne. La imaginación perpetúa lo que en sí mismo es efímero o deleznable. Desde luego, se apoya en la memoria que, a su vez, descompone esa escena o ese hecho, ese momento, en un paisaje de infinitos elementos. Entonces, lo que parecía apenas un rápido encuentro, se convierte en una infinidad de cosas: una mirada, un gesto preciso, una determinada palabra, un tipo de bebida, una prenda de vestir, un lugar específico, un sentimiento particular, el nombre de un restaurante, la hora elegida, un aroma, un sabor… Así procedió Marcel Proust cuando fue en busca del tiempo perdido. Atomizó la duración, explotándola en tantos fragmentos que cada uno de ellos conformaba una eternidad. El evento en cuestión se amplía, se extiende, se multiplica, se perpetúa en una reverberación o resonancia interminable. La imaginación se apoya en los detalles para multiplicar lo que parece indivisible. El instante tocado por la imaginación es una avalancha de asociaciones, relaciones, imbricaciones, toques y contactos continuados.

El instante, según creía Gastón Bachelard, no construye horizontal sino verticalmente. Ahonda, va hacia el fondo del ser. A pesar de ser fugaz, es denso; tiene capas, estratos, pisos de sentido. De allí que una experiencia, aunque breve, pueda ser más intensa que otra vivida durante mucho tiempo. El instante desciende, penetra, se hace más genuino cuanto más profundo cava. Es posible, por lo mismo, vivir en un instante todo lo que de suyo tiene un sentimiento, una experiencia, un evento, un hecho. No es necesario recorrer todo el camino de algo para conocer lo que de esencial tiene dicha aventura. De esos eventos decimos que son excepcionales porque, gracias a ellos, hemos podido develar el rostro del instante. Claro, ni son todos, ni siempre se dan en cualquier experiencia; son escasos. Requieren del concierto de varias circunstancias y espacios al igual que la confluencia de determinadas personas. Cuando esto acaece, el instante se convierte en epifanía, milagro, revelación.

Sobra decir que el instante contiene en sí mismo tanto la vida como la muerte; solo que en su fogonazo una y otra se refunden. Es tal el destello del instante que no se alcanza a percibir la oscuridad que lo precede y lo sobrepasa. Es tan demoledora su presencia, su radiante aspecto, que pareciera no tener principio ni final. O la fusión entre uno y otro instante es tan rápida que ese presente obnubila nuestra percepción. Allí radica su belleza, su fascinación. Obvio: un instante acaba para ceder su lugar a otro.  Sin embargo, la forma como abre y cierra sus fronteras es causa de su encantamiento o de su seducción. El instante reúne en un mismo espacio el grito del nacimiento y el ay de la extinción. Ese engarce de temporalidades es la causa de su magia, de su prodigio. Lo más cercano para entender esta amalgama es el éxtasis amoroso: en un instante la finitud se une con lo infinito y lo limitado besa lo ilímite. En ese instante el adentro está afuera y el afuera es un adentro perfecto.

Quizá los seres humanos sabemos o intuimos estas cosas y anhelamos retener tales instantes. Por eso acudimos a las imágenes y por eso echamos mano del arte y de la poesía. Tal vez porque nos resistimos a perder el instante. Aunque, pensándolo mejor, la grandiosidad del instante está en su inaprensibilidad. Huye, se nos escapa. A no ser que, como ya lo decía, tengamos la suficiente imaginación o el talento artístico para saber conservarlo en una metáfora, en un recuerdo, que no sólo deje intacta su libertad de centella, sino que, además, nos permita disfrutar su cabal esencia.