Ilustración de Jungho Lee

Ilustración de Jungho Lee.

Son silentes, aunque hablan en otra frecuencia a nuestra mente y nuestro espíritu. Callan, pero si uno los sabe tratar, dicen cosas a nuestra hambre de conocimiento o a nuestras necesidades vitales. Son pacientes, dóciles, extrañamente pasivos, a pesar de su poderoso contenido o sus libertarios mensajes. Están ahí. Son una presencia, un referente, un mojón de la cultura. Dependen de otro, de alguna mano que los traslade o los cambie de posición. Pero en esa parálisis, en ese gesto estatuario, saben que pueden ser buscados, reclamados, íntimamente necesarios. La pasividad en ellos tiene un toque budista o una sabiduría ancestral. Tienen el don de la presencia, la certeza de saberse un lugar, un refugio, una fidelidad al alcance de la mano. Son celosos, pudorosos; guardan y conservan; no gritan, no promulgan estruendosamente sus secretos. Al contrario, en su murmullo silencioso, en su melodía muda, cifran parte de su encanto y de su seducción. Son, en realidad, monumentos del silencio, oráculos abiertos a la ansiedad de una pregunta, a la desazón de una inquietud o, simplemente, al inquieto divagar de la curiosidad. Desempeñan muchos papeles o cambian de forma como Shiva, el dios hindú de la naturaleza: a veces, son augures descifradores del universo; otras, chamanes que invitan a un viaje interior; y, en la mayoría de los casos, hacen las veces de aedos o contadores de historias maravillosas… Fascinan, inquietan, divierten; contagian emociones, despiertan la mente, agudizan los sentidos; rompen las cadenas del que tiene muchos miedos, multiplican el mundo al fanático y preso de una única ventana, guardan la sabiduría de los hombres destilada a través de las generaciones y los pueblos… Les gusta juntarse. Detestan estar solos. Por eso les fascina la arquitectura de las filas, las columnas, las pirámides; aunque también les gusta estar por ahí, tirados sobre una silla o desparramados en una alfombra, así como si fueran gatos de cuatro lados. Juegan a perderse o desaparecer de su dueño. Hay una lúdica en refundirse que marca su destino, o un azar que ellos mismos invocan o son su santo y seña. Disfrutan ese desaparecer por momentos, dotan a sus páginas de un halo fantasmal o fantástico. Pero, una vez reaparecen, apenas vuelven a su lugar originario, se engolosinan con la sensación de ser criaturas reencontradas, hijos pródigos, familiares recuperados después de un éxodo de pocos días. Temen a la intemperie, al abandono, al polvo que no es más que otro nombre del olvido; se apartan del agua que los debilita, del sol que los opaca, del fuego que los asesina. Aguantan, resisten, se resguardan como ovejas del lobo del tiempo; confían en que unas manos los cuiden; aspiran a ser eternos, a pesar de estar hechos de una materia frágil y corruptible. Los libros…

Mis libros… Cuánto los quiero, cuántas horas con ellos, cuántos ahorros para tenerlos cerca. Son mi tesoro, mis confidentes, mis amigos incondicionales, mis consejeros de cabecera. A ellos voy si me apremian las preguntas, a ellos acudo si pocas luces parecen iluminar un problema, de ellos me nutro para entrar en relación con las voces del pasado. Son mi puente, mi mantra, mi talismán. Los he subrayado, los he marcado con mi propia historia, los he organizado según los avatares de mis búsquedas y la sinuosa evolución de mis gustos. Cada uno, todos ellos, tienen algún vínculo con las peripecias de mi vida. No están ahí o han aparecido sin que haya un motivo, un acontecimiento, un evento personal que los imbuya de sentido. Pueblan mi entorno, habitan conmigo, me circundan, ocupan más de una habitación. Han crecido en número y, con el pasar de los años, han construido una fortaleza, un castillo de papel, dispuesto en varios anaqueles, inexpugnable para muchos, cierto y claro para mis ojos y mis manos. Me resguardan, son mi ejército callado que presta guardia a todas horas; los veo en filas, atentos a mi llamado. Los hay gruesos y pesados, como también delgados y pequeñitos; comparten un apellido de sus marcas de nacimiento o la filiación de una tribu temática. La mayoría ya tienen las cicatrices propia del uso y otros exhiben, anhelantes, la virginidad de sus páginas. Son muchos, pero a pesar de ello, puedo recordar a cada uno como si fuera un hijo muy querido: sé en qué lugar habita, en qué sitio me espera. Cuando los miro, formando ese coro multicolor de la catedral de mi biblioteca, pienso que son el mayor de mis bienes, mi fortuna secreta, mi herencia incalculable; y, al mismo tiempo, creo que son mi otra familia, mi sangre elegida y conservada. Y, en este sentido, les debo a ellos un cuidado especial, una devoción por su suerte y su manutención. Ellos son una fuente de mi felicidad, una geografía abierta a mis alas de creador, unos compañeros fieles de mis aventuras intelectuales. Todos los días tengo que ver con ellos: los cultivo, como el hortelano con su tierra de labranza; los socavo, para encontrar alguna piedra preciosa en las laderas de sus páginas; los navego, y siempre traigo algo a mi existencia cuando vuelvo de recorrer sus inmensos mares.

Mis libros… los libros: heraldos o vestales del fuego de las ideas; antídotos eficaces contra la barbarie y la ignorancia; obras del ingenio humano para contrarrestar el aburrimiento y la desmemoria.