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Hace dieciocho años murió mi padre. Todo ese tiempo ha pasado desde que abandonó este mundo y sólo ha quedado su presencia magnífica en mi memoria y en mi corazón. Los recuerdos de los últimos meses de su sufrimiento, soportado con un estoicismo digno de los habitantes de Capira, han perdido su peso doloroso y amargo, dejando paso a la profundidad de sus enseñanzas, a las loables proezas de su ejemplo y a una particular forma de entender y enfrentar la vida.

Lo que más me sorprende de mi padre fallecido es lo presente que está en mi vida de todos los días. Lo tengo en mi mente cuando camino a solas por las calles, acudo a él cuando alguna decisión difícil me ronda en mi trabajo, me pongo tras sus alas de ángel cuando empiezo un nuevo proyecto. Su muerte fue una poderosa semilla que ha ido dando fruto a medida que pasan los años. No fueron en vano ni sus luchas de campesino desplazado por el bandolerismo, como tampoco su tenacidad y su anhelo por construir un hogar digno y pletórico de tranquilidad. La cosecha de ese hombre ha sido buena y abundante; valió la pena emplear sus setenta y dos años quebrándose la espalda trabajando honestamente y trasegando sin maldecir las dificultades que fueron desfilando a la par de sus pasos. Con alegría de hijo puedo ver que todos sus actos rinden hoy sus mejores beneficios.

En mí mismo noto lo hondo de su crianza. Como él, considero el trabajo una forma de realización y no un peso o una maldición; de igual manera y muy cercano a su proceder, pago mis deudas a tiempo y mantengo un cuidado con mis ahorros. No gasto más allá de mis ingresos y no necesito aparentar ni sobre mí ni sobre las cosas que poseo. Cuánto aprendí de mi viejo de autenticidad. Ese es un legado invaluable: no autoengañarme, no fingir, no andar simulando o huyendo de mi propio rostro. Mi padre me enseñó que la humildad tiene su riqueza y que se requiere cierta valentía para aceptar lo que uno es o lo que en verdad quiere. A él le debo, en gran medida, la talla de mi carácter y una fortaleza interior que me ha permitido sacar a navegar mis propios sueños. Son sus consejos y sus actos los que me han hecho amar el poseer un techo propio, los que me han hecho pródigo para el agradecimiento y sensible al sufrimiento ajeno. Porque mi padre fue un hombre solidario, servicial y dispuesto a ofrecer su ayuda al desvalido; porque nunca olvidó de dónde venía y, por eso mismo, comprendió desde el fondo de su alma los gestos demandantes de la necesidad.

También tengo de mi viejo un ánimo optimista o por lo menos un espíritu emprendedor. No soy fatalista, como él; no soy fanático, como él; no soy presumido ni “balaquiento”, como él. Los dos valoramos profundamente la amistad y tenemos el don de la confidencia. Considero que le heredé su talento para establecer relaciones, para tejer vínculos de manera rápida con cualquier persona; ni él ni yo miramos por encima del hombro al menesteroso ni sentimos vergüenza de interactuar con los que ostentan demasiado dinero o poder. Por él soy buen vecino, por él confío en el colega, por él tengo en profunda estima la lealtad. De él, sin lugar a dudas, es mi observante respeto por el otro; de él, mi vocación de servicio encarnada en la docencia.

Las lecciones que recibí de mi viejo fueron siempre a través de historias o relatos. Usaba los cuentos que le habían pasado en su infancia o su adolescencia como una cartilla oral para que yo sacara mis propias conclusiones. Fue un padre severo, pero siempre amoroso. Su salón de clase era la mesa del comedor; allí contaba historias y, con ellas, todo un amplio libro de sabiduría proveniente de la propia experiencia o de la experiencia de otros. “La familia, cerca y lejos”, decía siempre que alguna parentela intentaba inmiscuirse en nuestro hogar; “no hay como la tranquilidad en el hogar”, repetía, cuando estábamos reunidos alrededor una delicia culinaria preparada por mi madre; “cuide esa boca”, advertía cuando alguien hablaba mal de otra persona ausente; “ahorre, mijo, ahorre para la vejez”, insistía cuando le compartía el logro de mis primeros trabajos. Era un hombre prudente, y un gran observador. También era muy ingenioso y creativo; un artesano y un múltiple hacedor de oficios. Tocó tiple cuando era joven, pero luego la ciudad le borró ese talento de sus manos. Le gustaban los valses andinos, los tangos y cantaba o silbaba las canciones más cercanas a su alma de hombre de montaña: “te espero, allí donde tú sabes; lo quiero, porque tenemos que hablar…”

Son innumerables las deudas con el viejo Custodio. Forjó mi disciplina, talló el tesón y la continuidad en los propósitos, hizo de mí alguien con sentido de la responsabilidad. Me dio luces y herramientas para manejar la realidad, con todo lo que tiene de arisca y sorprendente. Cada acto suyo, cada forma de enfrentar un escollo vital, me fueron afinando las maneras y las actitudes para no ser un tránsfuga o un cobarde ante la dureza de la existencia. Pero, al mismo tiempo, me prodigó la alegría y el entusiasmo de seguir adelante a pesar de las dificultades, la certeza de que la penosa subida a las montañas vale la pena para lograr aspirar el aire fresco y ver en la distancia los paisajes más hermosos. Por mi padre sé que, si bien uno no puede perder de vista sus sueños, debe eso sí tener bien puestos los pies en la tierra. Así eran sus lecciones: sencillas, como él, pero forjadas en el yunque de la sobrevivencia.

Mi padre fue un cuidador como su mismo nombre. Guardo como si fuera un tesoro la primera biblioteca que me mandó hacer, en cedro macho, cuando yo hacía mis primeros años de primaria. Ese mueble prefiguraba lo que sería mi pasión muchos años después: la literatura. Ahí guardé mis primeros libros de colegio y fue lo primero que consideré como propio. Tal vez mi padre, con esa intuición que únicamente los seres que nos aman en verdad poseen, adivinaba o prefiguraba el destino de su hijo. De pronto, así como en tantas otras cosas, creó un escenario futuro para mis actuaciones; fue un constructor de mis posibilidades. Precisamente, en este sentido, hay otras palabras que guardo con profundo cariño: “mijo, claro que usted puede”, “mijo, usted lo va a lograr”. Esa confianza absoluta, esa fe de roca y de apoyo a mis proyectos, cada abrazo de ánimo, siguen vivos en mi pecho, a veces pareciéndose a un escudo y otras, semejando un estrella que ilumina mi camino.

Dieciocho años hace que murió mi padre. No dejo de sentir un dolor en mi alma. No obstante, es más fuerte lo que conservo de él, lo que mis recuerdos mantienen intacto e imperecedero. Sirvan estas letras como una invocación a su nombre de ángel protector y como un homenaje a su crianza y su acompañamiento maravilloso durante cuarenta y cinco años.