Ilustración de Isidro R. Esquivel

Ilustración de Isidro Antonio Reyes Esquivel.

A ver, señora enfermedad, ¿qué es lo que desea decirme con su carraspera en mi garganta por más de un mes? ¿Por qué esa insistencia suya en negarme la voz o hincharme la laringe hasta el punto de dolerme pasar los alimentos? ¿Cuál es su tarea al querer impacientarme u obligarme a resguardarme del viento o de las calles que me encanta caminar? Dígame, sincérese conmigo, no tenga escrúpulos en contarme por qué se ha instalado en mi voz, poniendo como una larva tóxica el germen del silencio. No tema confesarme sus intenciones o, si eso le parece demasiado descarnado para sus propósitos, por lo menos deme un adelanto de sus más inmediatas aspiraciones. Porque, para hablarle en confianza, si es para enseñarme el valor de saber callar eso ya lo vengo haciendo desde hace años, cuando me impuse el cuidado de la palabra; o si su intento es que aprenda a no guardarme las cosas, a no tragarme lo que me molesta o me indigna, pues he de decirle que tal lección la he convertido en estandarte de mis relaciones interpersonales: ni aún en situaciones difíciles o adversas he optado por asumir actitudes maquiavélicas o que falsifiquen lo que soy. Y donde voy o participo procuro, con prudencia, no ser un agachado en mis principios ni un servil de designios ajenos. Entonces, señora enfermedad, creo que por ahí no está su verdadera presencia en mi laringe. ¿O es que el haberse instalado ahí, atenazándome las cuerdas vocales, es para prohibirme hablar en público y no tener la alegría de ser maestro? Si es eso. Le confieso que usted es un ser inclemente, nada compasivo. Porque eso sí es tocar el corazón de una pasión que me colma y llena mi espíritu de servicio. Pero, me pregunto, ¿para qué prohibirme a mis alumnos, a mi grupo de aprendices? ¿Será para anunciarme una de las posibles consecuencias de ya no estar en la universidad? No obstante, y usted me conoce, siempre hallaré recursos y espacios para seguir mi labor de maestro; eso es algo que está en mi sangre y que me acompañará hasta el final de mis días. Aunque debo manifestarle, que eso de condenarme al asilo en mi propia casa y no poder reencontrarme con mis estudiantes al inicio de este semestre, fue una afrenta demasiado dolorosa. En todo caso, tampoco creo que usted, señora enfermedad, se haya instalado en mi garganta por eso. Sabe que llegué a pensar que su intención era prohibirme hablar, compartir, dialogar; una actividad que disfruto y valoro en gran medida. Quitarme, por decirlo así, el trato frente a frente con los amigos y los seres que amo y aprecio tener cerca. Tal vez ahí usted supuso mal, porque ellos han estado cuidándome, a pesar de mi mutismo o mi limitado lenguaje de señas. Además, hay comunicaciones hondas, íntimas, que son supremamente efectivas para compartir esencias, vínculos profundos. Por eso, tampoco considero que ese sea su propósito mayor. ¿O será que ese inquilinato suyo –porque confío que pronto desaloje esa habitación de mi cuerpo– es más bien una forma de ponerme en trance para descubrir los beneficios de la paciencia? ¿Será que su larga permanencia apunta a demoler al hombre de acción y hacerle descubrir la lenta disposición de aquello que no obedece a su voluntad? ¿Es esa, señora enfermedad, su misión? Dígame. ¿Es la paciencia lo que está por detrás del ardor y la hinchazón de mi laringe? ¿Procede usted así, de manera indirecta? Es decir, ¿aunque aparece en un lugar físico lo que anhela es educarme en un espacio psicológico? ¿Así es su modo de proceder? Porque si esa es su meta, debo compartirle que ese sí se ha sido un duro aprendizaje, una lección abiertamente enfocada a demoler un bastión de mi carácter. Reconozco y acepto mi impaciencia cuando las cosas no obedecen a las riendas de mis intenciones. Me desespero, me desacomodo, y la ansiedad se me irriga como un virus letal. Si ese fue su móvil, ha sido una experiencia dura como la piedra. Lo que no sé, es si usted, señora enfermedad, quiere llevar ese aprendizaje hasta los límites cercanos al estoicismo o al temple de los anacoretas del desierto. ¿Me puede al menos decir si ese es su fin más secreto? De ser así, déjeme expresarle mis agradecimientos… Acepto que debo aumentar el umbral de mi calma, ampliar en mi espíritu el cultivo del padecimiento y descubrir el don de la imperturbabilidad. Sé que no será fácil, aunque la lectura del libro de Job y el testimonio vivo de mi madre, pueden ser ejemplos de primer orden… ¿Es ese su único propósito? ¿O hay otro objetivo de esos nada fácil de confesar? ¿Será que anhela que yo, hombre cumplido y celoso de mis compromisos, descubra el sentido de postergar o renunciar? ¿Es esa otra de sus intenciones? Hábleme, explíqueme. Si ese es su cometido, este es otro asunto que hiere un aspecto vital de mi ser. Seguramente usted conoce que soy un hombre de proyectos, de tareas asumidas con gran responsabilidad. Hay una disciplina y compromiso que impregnan muchas cosas de mi vida. Entonces, si su finalidad es formarme en esta dimensión del dimitir, del desistir, del prescindir o el dejar, pues tendré que reorganizar la agenda interior y replantear otra manera más gratuita e incierta de enfrentar mi existencia. ¿Eso quiere, señora enfermedad? ¿Anhela mostrarme los beneficios del desapego? ¿Es usted heredera de alguna tradición budista? ¿O es que quiere irme preparando desde estos sesenta y tres años para otros desapegos que va trayendo la vejez? ¿De eso se trata? ¿Quiere darme usted una clase de cómo empezar a vivir esa última etapa del ciclo vital? ¿O todo esto que le he dicho es una mera exageración, producto de mis dolencias y de las noches en que no he podido dormir? Ayúdeme a entender. ¿Puede comunicarme sus genuinos deseos? Créame, señora enfermedad, que tengo toda mi atención puesta en sus revelaciones. Soy solo oídos…