
Ilustración de João Fazenda.
Las épocas de cierre laboral o de fin de año, la gratitud que circula como viento dadivoso en la época navideña, el anhelo de ofrecer felicidad y bienaventuranza a manos llenas, todo ello debe llevarnos a reflexionar sobre la relevancia del reconocimiento y su trascendencia para los seres humanos. Ponernos en esa actitud de agradecimiento o retribución a los que nos sirven, con quienes trabajamos o comparten día a día nuestra existencia, es una bella manera de enaltecerlos y dignificar su contribución o su apoyo amoroso a nuestras metas más queridas.
El reconocimiento nace de hacer un balance sobre las personas que a diario nos acompañan o de esas otras que, hombro a hombro, dan forma a una familia o ponen el plato de alimento caliente en nuestra mesa. Ese ajuste de cuentas, que por la costumbre o la cercanía dejamos de efectuar con frecuencia, es el que nos lleva a ofrecer palabras de elogio o a simbolizar en un regalo nuestra retribución por los favores recibidos, por la compañía incondicional, por la certeza de una presencia. Dichas exaltaciones dicen de nosotros que estamos en deuda con esas personas y que necesitamos rubricar con gestos su valía en nuestra existencia. Al reconocerlas ponderamos su esencial contribución a nuestro proyecto vital o la incidencia que tienen en nuestros logros.
Por eso son tan esenciales los ritos: ellos ayudan a que el reconocimiento tenga una mayor trascendencia, que despliegue cierto aroma sagrado a partir del cual lo más cotidiano o banal adquiera el tinte de lo significativo o digno de grandeza. Y aunque esos rituales sean llevados a cabo en la mesa familiar o en los recintos más humildes, a pesar de no contener en sí mismos cuantiosas sumas de dinero, son poderosos porque muestran nuestra preocupación para que la otra persona se sienta importante y sea atendida como bien lo merece. Los ritos de reconocimiento hacen que lo sencillo, el detalle más insignificante, adquiera una relevancia mayúscula, tanto como para anclarse en forma de recordación y crear en el espíritu de los reconocidos una alegría por la tarea cumplida o el vínculo establecido.
Reconocer es ponerle a la cara anónima un rostro personal y único. Quien así procede es porque no vive o convive con seres desconocidos o indeterminados. Por el contrario, se esfuerza por reconocer en cada quien lo que tiene de singular. Por momentos, reconocer es evocar a una persona y conservarla viva en nuestra memoria; en otros casos, el reconocimiento consiste en buscar a alguien específico para darle un abrazo, hacerle una llamada, invitarlo a una comida. Las personas que proclaman y ofrecen reconocimiento poco hablan de clientes o de estadísticas impersonales; están más bien inclinadas a propiciar el diálogo fraterno, la visita renovadora de las relaciones interpersonales, la poderosa fuerza del encuentro. Cuando se reconoce al semejante la historia personal substituye a los guarismos abstractos.
Reconocer a los más cercanos es lo más difícil. Bien sea porque nos habituamos a sus mimos y cuidados o porque de tanto contar con su presencia terminamos por pasarla inadvertida. Esa parece ser la paradoja en la que se mueve el reconocimiento: si está muy cerca el ser que nos importa y nos sirve denodadamente, nos parece que no necesita tal estímulo afectivo; pero si ya no está con nosotros, si su muerte o su lejanía nos interpela, entonces sí parece digno de nuestros elogios y de muestras de gratitud. Tal vez deberíamos cambiar la perspectiva y no esperar a que la ausencia de determinados seres nos revele lo que ya sabemos: que gracias a ellos nuestra existencia es menos dura y la soledad más llevadera, que por ellos nos hemos recuperado con prontitud de una enfermedad, que sin ellos buena parte de nuestras metas habrían quedado a medio camino.
A veces el orgullo o la soberbia, cuando no la ingratitud altanera, son los causantes de nuestra falta de reconocimiento a los demás. Pensamos que realzar o encomiar al amigo, al ser querido, al trabajador o colaborador, nos hace dependientes o nos subordina el espíritu. Equivocadamente creemos que “no debemos deberle nada a nadie” o que nuestra estima se rebaja si nos mostramos humildes o agradecidos. Nos falta sutileza moral para entender que los actos o expresiones de reconocimiento brotan de la grandeza de espíritu y no de la pequeñez de nuestros egoísmos o la tacañería de nuestros afectos. Reconocemos a otros porque tenemos amplitud de corazón, porque nos sabemos necesitados, y porque vemos a las personas no como fichas utilitarias sino como aliados insustituibles.
No perdamos, entonces, la oportunidad de reconocer a los que más nos sirven o nos entregan cotidianamente su amor, no nos cansemos de reiterarles nuestro aprecio y gratitud. Convirtamos ese reconocer en un mensaje de paz y concordia decembrina.
Johana Aldana dijo:
Gratificante mensaje.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Johana, gracias por tu comentario.
RODRIGO VARGAS dijo:
Estimado Maestro,
Con gran gozo un grupo de compañeros caminantes de maestría nos dimos a la tarea de reunirnos alrededor del pesebre para reconocernos como participes de una misma fe, de una amistad naciente, de un compartir fraterno con el animo de fortalecer los lazos que nos unen en la construcción de un proyecto de vida profesional, altruista y transformador.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Rodrigo, gracias por tu comentario. Qué alegría saber y compartir esa iniciativa de amistad y construcción colectiva. Un fuerte abrazo para todos.