
Ilustración de José Luis Ágreda.
Es posible que el exceso de rencillas, la exagerada violencia entre parejas o entre los miembros del grupo familiar se deba a que hemos ido perdiendo la costumbre de dialogar, de tratar de acudir a la conversación, como un recurso para expresar nuestras molestias o nuestros desacuerdos. Al no darle a la conversación esa importancia nos hemos quedado con el estallido de las emociones y con el ambiguo significar de los sobreentendidos o los irresponsables prejuicios. Si no abogamos por las bondades del diálogo nos iremos acostumbrando a la agresión alevosa o al aislamiento emponzoñado.
El diálogo se deriva de nuestro gusto por el encuentro, por establecer lazos afectivos, por renovar relaciones. Dialogamos para conocer a otras personas y para afianzar determinados vínculos. El diálogo es una de las claves de nuestra sociabilidad y un medio inigualable para que las desavenencias no prosperen o los malentendidos logren subsanarse. Sin el diálogo, sin la conversación, estaríamos condenados al mutismo de la soledad o al ostracismo de los apátridas; mediante el diálogo desahogamos las penas, pedimos ayuda, nos hacemos copartícipes de experiencias ajenas y construimos un relato capaz de darle sentido a nuestra historia y a la de los demás. Quien tiene por hábito dialogar alberga o guarda menos pesadumbre en el corazón y mantiene abiertos los brazos para lo comunitario.
La conversación presupone que la otra persona con quien nos juntamos la consideremos un interlocutor válido. El diálogo empieza con ese reconocimiento y prospera en la medida en que le damos la oportunidad a otro ser para que nos enriquezca, nos interpele, nos amplíe nuestros horizontes. Conversamos para expandir nuestras fronteras y favorecer la retroalimentación, que sigue siendo la mejor forma de vencer nuestro individualismo ególatra. Al dialogar, el “tú” de los demás entra a formar parte del “yo” hasta tornarse en un “nosotros”. Y son los demás, cuando así los aceptamos e incorporamos en la conversación, los que pueden sacarnos de las cárceles del dogmatismo o la testarudez. Porque somos seres dialógicos sabemos que la polifonía es más provechosa y más fértil que el monólogo.
Pero saber dialogar requiere una gran capacidad de escucha. Se es un buen conversador en la medida en que lo que dicen o comentan los contertulios sea significativo e interesante para nosotros. El diálogo no depende tanto de lo mucho que decimos, sino de la paciente escucha que podemos ofrecerle a otra persona. Porque sin esa atención intensa y empática es muy difícil que se logre traspasar la barrera de la confianza. La escucha es la garantía para que en el diálogo aflore la intimidad, se produzca la confesión y se pueda hacer “catarsis” de los dolores que aquejan el alma. Dialogar, por lo mismo, es una asociación espontánea en la que dos o más personas deciden libremente escucharse entre sí para aliviar las cargas de la existencia, compartir un logro, discutir un tema o solazarse, con un buen vino, en los goces de la lúdica de la palabra.
De todas las bondades del diálogo, la más valiosa o más necesaria es la de ser un medio para evitar o resolver los conflictos. Si tenemos la voluntad de dialogar difícilmente recurriremos a la violencia física o a la agresión denigrante; por el contrario, tenderemos siempre a pasar los desacuerdos por el filtro de la conversación. Procediendo así se disipan las dudas, se atenúan las maquinaciones, se buscan soluciones colegiadas. El diálogo es un fármaco efectivo para contrarrestar la incomprensión y la no siempre fácil lógica de los sentimientos y los afectos. El mutismo o la indiferencia no son buenos consejeros cuando del corazón se trata. Conversar es más provechoso, más sanador y contribuye a que la confianza vuelva a su cauce. Por eso es esencial dialogar a tiempo, no dejar que los resentimientos hagan nido en nuestra alma, atender oportunamente el inicio de la animosidad o el rencor.
En resumidas cuentas, nos hace falta en esta época dialogar más, romper la burbuja del ensimismamiento de las nuevas tecnologías, ofrecer el coloquio cara a cara para celebrar, vivificar las relaciones y sentirnos parte de una colectividad. Es urgente dejar por unas horas la dependencia de los aparatos y revivir la grata reunión con seres de carne y hueso. Tenemos que recuperar la práctica de la tertulia, mantener el rito de compartir un café, o hacer en familia la novena de navidad, como maneras de darle al diálogo su potencial interactivo y contribuir a que el aislamiento de nuestro tiempo no siga propagándose en nuestros hogares.
profejesusolivo dijo:
Buen día, Maestro.
Queda claro que la reflexión y la autorreflexión en estos instantes de festividades finales, de un año que se va y da luces para el que vendrá, debe convertirse en un diálogo infinito consigo mismo, con el otro y con lo otro, incluso con los silencios; ellos son rituales que generan cierto vínculo con el yo interior que luego se manifiesta en nuevas metas, dejando unas pisadas por dónde recorrer el sendero de la vida. Porque la realidad, por difícil que sea, puede ser transformada, solo depende de cada sujeto, de sus ganas de seguir en la lucha por un mundo más vividero, más humano.
Entonces, es en todos los cambios donde es cardinal el diálogo para no dejar destruir la confianza en sí mismo y en el otro, ese que escucha.
Hasta una próxima, un fuerte abrazo.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Profejesusolivo, gracias por tu comentario.
Johana Aldana dijo:
El dialogo permite mejorar la interaccion real y directa que se ha perdido
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Johana, gracias por tu comentario.