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Jean Miélot trabajando en su scriptorium, Bélgica, 1456.

Es frecuente que mis amigos y alumnos me pregunten sobre cómo hago para publicar un libro cada año o para mantener una producción intelectual permanente. La respuesta inmediata, o la que tengo más a la mano, es la disciplina o la de trabajar, con dedicación y constancia, en determinado proyecto. Pero creo que vale la pena desmenuzar un poco más mi modo de producción escrita con el fin de que pueda servirle a colegas o discípulos.

Cuando hablo de tiempo y dedicación lo digo en el sentido de reservar en mi agenda unas horas o unos días específicos para tal fin. Por decirlo de otra forma: si no se aparta en el horario del día o de la semana un tiempo para el proyecto que tengamos en mente, seguramente lo que empezó con ánimo y amplias expectativas terminará sepultado entre las cosas urgentes y los agites de la vida cotidiana. Cuando era estudiante y trabajaba por las mañanas, siempre dedicaba las horas de la noche; ahora, saco sagradamente dos o tres horas al comienzo del día. Esa reserva de tiempo la vivo como si fuera una “obligación laboral”, y la defiendo a capa y espada contra las otras eventualidades que proliferan como maleza en tierra abandonada.

Sobra decir que este tiempo destinado para escribir, para leer y escribir, no es un invento personal. La mayoría de escritores expertos hacen lo mismo; unos más disciplinados que otros. Pero en todo caso, la mayoría dedica unas horas a cultivar su parcela; a que no pase, como quería Plinio el Viejo, refiriéndose al pintor Apeles, Nulla dies sine linea: ningún día sin una línea. Aquí es donde la voluntad convertida en tenacidad es imprescindible, porque no todos los días tenemos el mismo ánimo, ni siempre estamos tan volcados a la creación. Pero he ido aprendiendo, y esto hace parte de los saberes de los escribas devotos, que lo importante es sentarse durante ese tiempo frente a la hoja en blanco o al computador. Sentarse como niño que va a la escuela, como artesano en su mesa de trabajo. Ahí, ya acomodado en ese espacio, empiezan a aparecer ideas, motivos, temas de escritura que sin esa convocatoria de la hora fijada seguirían deambulando en lo innominado o etéreo. 

Lo otro que he hago, y a lo que me he referido en otras entradas de esta bitácora virtual, es ir poco a poco, avanzando a pedazos, sin querer de una vez terminar el gran proyecto. A veces lo vivo como un reto: escribir un corto ensayo todos los días; subir al blog una entrada todas las semanas; redactar las consideraciones para un novenario; escribir por lo menos tres aforismos diarios, durante un mes, sobre un tema específico… Esos retos los vivo de manera lúdica y son un estímulo mental y una compañía cuando voy por la calle o cuando soporto las reuniones interminables del mundo académico. En todo caso, así sea mínima la producción, lo que me interesa es ir minando, como la ola al acantilado, la mayúscula tarea que me he propuesto. Este estilo de escribir, como la tortuga, es el que ha hecho que termine ganándole a la liebre del “contar con todo el tiempo del mundo” o de “no estar ocupado en otra cosa”.

Paralelo a lo anterior o como consecuencia de andar lento pero sin dejar de caminar, me mantengo siempre conectado con un proyecto, con algo que agite mi mente y avive mi entusiasmo. La lectura es vital en esta red de confluencias y resonancias. Busco, investigo, tomo referencias, lleno mi libreta de apuntes, dejo registro en el diario o en “despertario”, hablo y converso sobre lo que voy encontrando, le sigo la pista a una intuición o un descubrimiento… Este es un modo de proceder que ya constituye un hábito: al dejarme poseer por lo que me interesa o me inquieta, he descubierto que le facilito a la ley de las correspondencias operar sus fuerzas insospechadas. Es cierto: si uno anda conectado con un asunto todo parece converger hacia ese punto. Es oportuno recordar que buena parte de las estrategias creativas provienen de esa inmersión o incubación en cierto campo de interés. Así que lo mejor es no desconectarse o abandonar lo que tenemos como meta. Bien sea como lectura, meditación o diálogo, lo fundamental es no dejar apagar el fuego de lo que empezó como una iniciativa estimulante.

Hay otra cosa que me gusta hacer y contribuye en cantidades a que la escritura fluya incesante: caminar. “El tacto de la ciudad se percibe por los pies”, decía Ezequiel Martínez Estrada; en consecuencia, podemos usar los pies para desentumecer las manos y avivar la imaginación. Este ejercicio ayuda a que circule la sangre, se despeje el pensamiento y cambie la perspectiva de nuestra mirada. Hay páginas caminadas durante muchísimos minutos y libros que han demandado recorridos interminables por calles y avenidas, por parques y caminos rurales. Y mientras deambulo, las ideas saltan a la vera del camino, se van acomodando mejor en un párrafo o relampaguean al fondo de mi cerebro, cual rayos fugaces. A veces pienso que al caminar, la soledad propia de la escritura halla una compañía en la que la meditación se acompasa con el ritmo de cada paso y logra así convertirse en otra forma de viajar. 

También utilizo la diagramación de lo que voy escribiendo como estímulo para avanzar en el proyecto en curso.  Darle forma de futuro libro a lo que produzco fragmentariamente, meterlo en una caja tipográfica e ir adaptándolo a un formato específico se convierte en una certeza de que la obra en proceso tiene prefigurado un rostro, una evidencia de realidad. A veces esas “ediciones caseras” empiezan por el anillado o por una compilación con un índice preliminar. Puede suceder que la “obra embrionaria” anide en una carpeta del escritorio de mi computador o haga parte de un nuevo fólder en el cajón de mi escritorio. Lo cierto es que al dotarlas de esa factura, el mismo documento diseñado se vuelve acicate, campana de alerta, aviso de lo que está pendiente o no debo dejar de visitar. Tal vez este recurso provenga de mi gusto por el diseño gráfico y del convencimiento de que la forma y el contenido se retroalimentan en una fructífera simbiosis.

El último aspecto, por no decir recurso o táctica de escritor, es tener a la mano una buena batería de diccionarios. Al lado de mi escritorio están, por ejemplo, el Diccionario de uso del español de María Moliner, el Diccionario de lengua española VOX, el Diccionario combinatorio del español contemporáneo dirigido por Ignacio Bosque, el Diccionario de ideas afines de Fernando Corripio y el Mega thesaurus de sinónimos y antónimos de Editorial Sopena. Me gusta frecuentarlos, manipularlos, ir de página en página por sus variadas acepciones, como si fuera un buscador de pepitas de oro o un biólogo que anhela hallar un espécimen desconocido. Mis diccionarios hacen las veces de colegas de taller o se asemejan a miembros de una hermandad que confían sus secretos únicamente a los más entregados al oficio. Al estar al lado mío, firmes y atentos, me dan confianza, me invitan a no levantarme de mi scriptorium y a redescubrir en cada página que redacto las delicias de una pasión vuelta destino.