Juan Van der Hamen

Quevedo y Villegas, según Juan Van der Hamen.

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

 Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

 Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.

 En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquella el mejor cálculo cuenta 
que en la lección y estudios nos mejora.

El elogio de la lectura propuesto por Quevedo empieza con una condición: el aislamiento. Para el caso particular del poeta, seguramente correspondió a uno de sus destierros o a sus habituales encierros en la Torre de Juan Abad. Para el caso nuestro, podría ser alejarse de las demandas del consumo de los medios masivos o “desconectarse” por unos minutos de las adictivas redes sociales o de las omnipresentes demandas laborales. Ese aislamiento es la base para encontrarse con la lectura, el hábitat indispensable en el que pueden desarrollarse sus semillas.

La segunda circunstancia estriba en contar con un grupo de libros, en tener una pequeña biblioteca seleccionada bajo el criterio de la sabiduría. Quevedo subraya esa particularidad en el conjunto de obras que nos acompañen en ese retiro del espíritu: que sean “doctas”, que hayan pasado el tamizaje del tiempo y sean iluminadoras para nuestra propia existencia. Que sean obras “sabias”. No es una sumatoria heteróclita de información, sino un puñado de libros cuidadosamente elegidos, fruto quizá de una labor anterior en la que, durante años de lecturas, se pudo escoger la paja del grano verdadero. Con ese selecto grupo de libros es que el autor nos propone conversar. Aquí no importa mucho que dicho diálogo sea con “difuntos”, sino en tener la suficiente atención para saber “escuchar con los ojos”. La lectura es una conversación silenciosa que exige una convergencia de nuestros sentidos para concentrarse esencialmente en la vista: palpamos, escuchamos, olemos y saboreamos con los ojos.

El diálogo silencioso de leer, propuesto por Quevedo, es un genuino contrapunto. De un lado están los libros y, de otro, nuestro entendimiento. En ese intercambio entre las hojas y los ojos pasan infinidad de cosas: que las obras “enmienden o fecunden” nuestras preocupaciones o nuestras preguntas esenciales; que nutran o corrijan nuestras acciones o creencias; que nos hagan despertar a la vida, a pesar de ser un mensaje cifrado por difuntos. Dependerá de nosotros, de nuestra concentración, el sacar el mejor partido de esos libros que, a pesar de “estar siempre abiertos”, no logramos de manera inmediata entender su cabal sentido o su “música callada”.  En todo caso, la lectura debería “despertarnos” del marasmo o la abulia existencial.

Quevedo hace extensivo este homenaje de la lectura a la imprenta. Gracias a su papel, y al de impresores como José González de Salas que fue su editor, logran salvarse las “grandes almas” de la corrosiva envidia, “la injuria” y otros vicios humanos. La imprenta es el resguardo de los hombres sabios a la maledicencia de su época; es, por decirlo así, la venganza que el tiempo ejerce sobre los que se niegan a reconocer el talento de sus contemporáneos. ¡No todo será olvidado!, dice la imprenta. De allí que el poeta pida o agradezca a su impresor esta labor de salvamento, de justicia intelectual, cuando su muerte lo convierta en una “ausencia”. Lejos ya de la comidilla y el rumor malsano de una época, quedan los libros como testimonio indiscutible de las “grandes almas”. 

Al final del poema, en ese tono tan propio del barroco, Quevedo nos recuerda la fugacidad de la vida. Y nos dice que de todas las horas de nuestra existencia, las que mejor cuentan al final son las que hemos empleado en mejorarnos, esas que la lectura convierte en lecciones memorables. Son esos “estudios” los que en verdad valen la pena. Leemos para perfeccionar nuestro espíritu, leemos para saber cómo enmendar nuestros errores, leemos para despertar de los letargos tranquilizadores. Esa es la propuesta de fondo de Quevedo: que las lecciones de los muertos, contenidas en los libros, pueden contribuir a mejorar el mundo de los vivos.