
“El tiempo vencido por la esperanza y la belleza”, de Simón Vouet.
La alegoría literaria es una modalidad de texto en la que, tomando un objeto, una cosa, un fenómeno o una entidad como referente, se van describiendo algunas de sus peculiaridades para irlas asociando con otras que puedan ayudar a comprender acciones, comportamientos o actitudes de los seres humanos. Como se ve, es un modo oblicuo de presentar, desde una pequeña descripción, determinadas enseñanzas morales o motivos para invitar a la reflexión y el cuidado de sí. La alegoría echa mano de las analogías con el fin de hacer más vívida las relaciones empleadas; esos símiles, que a veces son genuinas metáforas, permiten destacar rasgos o particularidades del tema-base, pero siempre asociándolas con valores, virtudes, formas de proceder o consideraciones éticas. La alegoría enseña de manera indirecta, al igual que la fábula o el apólogo. Hasta aquí lo básico de este tipo de texto; intentemos profundizar un poco más.
Voy a utilizar un ejemplo personal para desentrañar el proceder y las características de la alegoría. El texto lleva por título: “La palmera”.
La palmera es portadora estilizada de flexibilidad. No tiene anchas cortezas ni grueso cuerpo, pero su misma maleabilidad le otorga una fortaleza a prueba de tifones y huracanes desalmados. La palmera es muy fuerte en su alma cimbreante, es una fortaleza hecha de no oponerse a los elementos, sino de saber adaptarse a las circunstancias. La palmera cifra su temple en el modo de doblarse, en la cimbreante contextura de su tronco. La palmera convierte la arena en agua salvadora para el náufrago, en carne blanca para el perdido en las islas desiertas o para los que tienen el alma a la deriva. Si uno está cerca de una palmera puede sentirse en tierra firme, logra poblar su soledad y confiar en que no sufrirá de sed. La palmera mantiene con el viento una conversación solidaria: comprende lo que esas ráfagas ensordecedoras proclaman a todos los puntos cardinales. La palmera es un modelo de la escucha empática y profunda, de saber descifrar el mensaje oculto detrás del estruendo de la furia y el caos arrollador. La palmera hunde sus raíces en la tranquilidad, en una tierra que sabe conservar el zumo de lo imperturbable. No teme la palmera desordenar sus cabellos o quedar con poquísimos atuendos; no hay en la palmera un asomo de posesión. Toda ella es una bandera de libertad, un estandarte que se hace más sólido en la misma medida en que se libera de pesos y accesorios. La palmera es tan celosa de su figura que siempre alberga una curva, un arco, así sea mínimo, para conservar su esbelto movimiento. La palmera nos muestra que las corazas exteriores son demasiado vulnerables, y que una fragilidad pacientemente cultivada, anillo por anillo, logra sobrevivir a las ofensas devastadoras del afuera inclemente. La palmera encarna una evidencia: se es flexible cuando logramos acompasar o sintonizar las contingencias exteriores con el ritmo interno del corazón.
Una lectura rápida de la alegoría nos permite descubrir que si se ha tomado a la palmera es porque ella puede ser ilustrativa de la flexibilidad. Esa es la idea semilla. Pero después se van desarrollando o complejizando otras características derivadas o asociadas: el ser estilizada y maleable por no tener demasiada corteza; el ser fuerte en su centro; el ser cimbreante y, por ello, lograr curvarse a la fuerza del viento; el sacar de la arena agua y ofrecer alimento; el tener sus hojas desordenadas y livianas; la curva que prevalece en su forma; la consistencia de crecer poco a poco, anillo por anillo… Más todos estos atributos se concentran en uno, el motivo axial, y que sirve de detonante para la alegoría: la flexibilidad que, como se afirma al final, es la armonía de lo interno con las contingencias de la exterioridad.
Bien se aprecia, que el sentido oblicuo o el mensaje indirecto para alguien que lea el texto es poder comprender las ventajas que tiene parecerse a la palmera. Es decir, en dejar de suponer que llenándose de corazas se hará más fuerte para soportar los tifones de la adversidad o las borrascas de los detractores, por no decir enemigos. Si se aprende de la palmera, tendremos que liberarnos de mucha corteza inútil y empezar, lentamente, a cultivar nuestra fragilidad. No deberíamos asumir la dureza, sino la maleabilidad; no tendríamos que enfrentarnos desafiantes a lo que se nos opone, sino aprender a adaptarnos y saber escuchar lo que nos dicen las tormentas adversas. Si somos más tranquilos, si echamos raíces fuertes en la tierra de lo imperturbable, con toda seguridad seremos más tolerantes, más comprensivos o menos temerosos. Podemos deducir, entonces, que en esta alegoría se usa la realidad de la palmera para comunicarnos, siempre en sentido oblicuo, un modo de ser o de actuar, una lección de convivencia o de trabajo sobre nuestra personalidad.
Lo interesante de la alegoría es ver cómo, desgranando las diversas características o los rasgos más notorios de una cosa, un objeto o un fenómeno, va haciendo un perfil de actuación o señalando posibles vicios o torpezas del actuar humano. Para ello, el uso de la descripción es fundamental: el escritor de alegorías se parece a un naturalista que desea destacar los rasgos distintivos de la especie puesta ante sus ojos. De allí que retome primero lo más importante, lo esencial del objeto-motivo y luego se centre en otras particularidades relevantes; no se trata de ser exhaustivos o hacer un listado interminable de características. La alegoría selecciona lo medular, aquello que para un lector resulta más evidente. Agreguemos que las alegorías hacen parte de los escritos condensados, de esos textos que en pocos párrafos abren amplias interpretaciones.
El otro aspecto o la otra pretensión de quienes hacen una alegoría es la de elaborar finamente su material lingüístico. Sopesar el ritmo de cada frase, vigilar las cacofonías, revisar la precisión semántica, tener mano de orfebre para poner la puntuación, ser precisos y buscar los adjetivos más justos para la intención analógica subyacente. Hay un deseo de prosa lírica que sirve de telón de fondo a los alegoristas. Y al decir esto, subrayo el énfasis en aquello mismo puesto como relevante o significativo; la depuración estilística, la modulación en la frase, el lugar elegido para cada término. De igual modo, la alegoría debe ser completa, poseer unidad o integralidad en sus partes; tiene la condición, como dicen algunos críticos literarios, de lograr cierta “redondez formal”; la fusión de sus elementos es indispensable. Por lo demás, una buena alegoría debe velar para que el recurso del paralelismo, que es el medio estructurador del texto, no quede trunco o se vuelva un enunciado casual sin lograr desarrollarse a lo largo de toda la alegoría.
Sobra decir que al escribir una alegoría literaria, aún conscientes de su sentido edificante, no podrá descuidarse el tejido estético ni el dinamismo creativo. No se trata de construir un esquematismo unívoco, como tampoco volver el texto una preceptiva de moral. Siempre será lo lúdico y expresivo, la imaginación creadora de mundos, lo que estará en la base de esta modalidad textual. Hecha esta advertencia, reiteremos que la alegoría, continúa siendo, un recurso para la enseñanza indirecta, un modo oblicuo de señalar u ofrecer consejos de sabiduría. Quizá esta manera “alusiva” sea la más adecuada para formar el carácter o dar luces sobre el “perfeccionamiento” de la variable condición humana y tener “relatos de referencia” para aprender a conocerse y convivir con nuestros semejantes.