Christoph Niemann

Ilustración de Christoph Niemann.

Existen dos tipos de reacciones o posturas frente a la avalancha de nuevas tecnologías o a la oferta de aplicaciones de toda índole: los que consideran que el pasado está llamado a desaparecer y los que, más prudentes, piensan que lo nuevo debe armonizar con lo antiguo. Los primeros, con un tono más apocalíptico, llaman a renunciar y desechar, a echar por la borda la tradición, y los segundos, afirman que no se puede ni se debe aspirar a lo más novedoso sino se actualiza el conjunto de experiencias y legados culturales que nos  anteceden.

Sopesemos las dos tendencias. Resulta indudable la evolución y el cambio; son imparables las transformaciones en muchas dimensiones y sectores de nuestra sociedad; es deseable que así suceda si con ello se mejora la calidad de vida y se cualifican labores, técnicas, procesos o procedimientos. Las innovaciones, para decirlo con propiedad, son la forma como los seres humanos muestran su creatividad, su capacidad de invención. No obstante, lo que no resulta tan cierto es que para innovar debamos eliminar de un tajo o romper con nuestras herencias o con la responsabilidad espiritual de un legado. A lo mejor pensamos así, porque no hemos comprendido bien la dinámica entre tradición e innovación.

Si uno lo analiza con detenimiento, la tradición no es algo estático o detenido en el tiempo; el pasado es móvil porque se actualiza con cada nueva generación. Los hijos retoman y actualizan a sus progenitores. Y ese pasado, transformado, pervive en la nueva vida. No es renunciando al pasado como nos hacemos innovadores; es incorporando el ayer como logramos ser poderosos para enfrentar el futuro. La relectura de la tradición no solo permite los avances en determinado campo del saber o de la industria, sino que los hacen más sólidos y consistentes, menos pasajeros por su destello de novedad. Buena parte de nuestros desaciertos y aplicación de lo novedoso se debe, entre otras cosas, a que deseamos sembrarlo en un terreno yermo de tradición, de herencia cultural. Pareciera como si con cada innovación el mundo empezara otra vez, desconociendo experiencias, saberes, prácticas útiles y valiosas, significativas y relevantes para una persona o una comunidad. Ese afán por desconocer las raíces lleva a la innovación a andar al capricho del viento o, lo más grave, contribuye a que la brecha entre los pueblos “avanzados” subyugue y explote a los más “atrasados”.

Los actuales tiempos hipermodernos, como los llama Lipovetsky, refuerzan la idea de que el pasado es cosa desechable, y con ello propagan otras consignas: que los viejos no sirven, que el apego a ciertos valores es cosa de románticos, que si no se compran los últimos aparatos se es caduco y sin posibilidad de sobrevivir… Todo debe ser joven, permanecer joven, así se sacrifiquen las más preciadas costumbres, la sabiduría de los mayores, la experiencia acumulada por muchas generaciones, los pactos sociales o la salud de nuestro planeta. Cuando la innovación, ciega y sin brújula ética, preside la toma de decisiones de una organización o una empresa, cuando se erige en el parámetro de calidad, son muchas las cosas que se fracturan, demasiados los vínculos que se rompen, extensas e irreparables las consecuencias morales que se provocan. El apetito por lo nuevo no puede volvernos indolentes, inhumanos, desconsiderados con nuestros semejantes. Buena parte del desarrollo de una sociedad se mide, precisamente, por la manera como incluye y beneficia a todos sus integrantes, como reconoce y escucha sus tradiciones, como mantiene vivas unas pautas éticas y regula la vida en común, siempre resguardando a los más necesitados o a los más viejos.

Aquí es donde se puede ver en realidad la causa principal de esta tensión entre tradición e innovación. Las nuevas tecnologías han apropiado y son la bandera del comercio y la industria, de la banca y el mundo capitalista, para aumentar sus beneficios económicos y multiplicar la producción y consumo de mercancías. Pero, desconociendo o subvalorando otros sectores, particularmente los relacionados con el desarrollo humano y la equidad social. La innovación no predica al mismo ritmo otros sectores de la sociedad.  Poco innovadores somos para distribuir la riqueza, para hacer que la salud logre llegar oportuna y eficiente, para que el desempleo y el hambre no abarquen a millones de personas. Se amplifica la innovación para aumentar el número de clientes y consumidores; pero se constriñe si es para enfocarla a la calidad de vida de los ciudadanos o para incrementar el desarrollo de otras dimensiones del ser humano. Este es el verdadero desbalance: que por estar en la cresta de la innovación en el mundo de los negocios y el afán por la ganancia de dinero, hemos ido relegando otras “riquezas” ancladas en la tradición, en el cuidado del semejante y en el cultivo de la vida buena.

Bienvenidas las innovaciones tecnológicas, entonces, si consultan y atienden las necesidades de los contextos, si saben idear estrategias de empalme y acople, si ponen el cuidado suficiente a la dignidad humana por encima del beneficio económico. Todas las innovaciones que sean razonables para ejecutarse, siempre haciendo balance de los logros y adquisiciones del pasado, revalorando y dándole continuidad a lo que resulta significativo para una comunidad, una empresa o una institución, seguramente tendrán más enjundia y consistencia que aquellas otras promocionadas desde el desconocimiento de lo ya construido, de arrasar con lo cosechado, de mandar los saberes y las prácticas de la experiencia acumulada al cuarto de San Alejo. Mantener esa tensión y saber leer oportunamente la tradición convierte a una innovación en un genuino hecho de desarrollo personal o colectivo.

Cerremos estas reflexiones evocando a Jano, el dios bifronte de los antiguos romanos. Esta deidad tenía dos rostros: uno, para mirar el pasado y, otro, para divisar el futuro. Jano debería ser el mejor consejero en estas épocas cuando la fascinación y el deslumbre por lo novedoso quiere hacernos olvidar el rico legado de ciertas tradiciones o cuando nos aferramos tan fuerte al pasado que terminamos incapacitados para abandonar algunas de nuestras seguridades y avanzar confiados al porvenir.