Guy Billout

Ilustración de Guy Billout.

Al ir entrando en la vejez, uno quisiera seguir igual que cuando tenía cuarenta años o algo menos. Que no le doliera nada, que el cuerpo se repusiera de un desgaste en corto tiempo y que el sueño siempre fuera continuo y reparador. Sin embargo, esto no es así. Una pequeña dolencia aparece, un desbarajuste en alguno de los sistemas empieza a sufrir sus averías: una pérdida de visión o de audición, algún problema digestivo, óseo, muscular o de intolerancia a determinados alimentos. Varios de esos desbarajustes son intermitentes, otros pasajeros y algunos más, comienzan a instalarse en nuestra cotidianidad. La contradicción está en que, en la mayoría de los casos, nuestro espíritu sigue fiel a esa idea de ser joven y saludable. La mente conserva ese ideal que trata, no sin cierta ansiedad, de negar lo que el cuerpo le va mostrando con sus malestares y sus necesidades de atención. Es como si se produjera un conflicto interior entre el espíritu vigoroso y un organismo que muestra su debilidad. Por momentos esa lucha se intensifica; ciertos días parecen tranquilos para hacer las paces y, en otras ocasiones, la disonancia entre el cuerpo y el espíritu se torna intermitente o ambivalente. En todo caso, esa tensión comienza a formar parte del estar entrando en la tercera edad.

De igual manera, las visitas a los centros médicos y a los especialistas se tornan más frecuentes, cuando no la súbita necesidad de ir de Urgencias a una clínica cercana. Hasta llegar a esta edad, nuestra voluntad y nuestro deseo gobernaban al cuerpo, lo exigían hasta donde quisiéramos, lo volvíamos un medio de nuestros caprichos y apetencias. Ahora la situación es diferente: es el cuerpo el que direcciona y jerarquiza nuestras rutinas o nuestros deseos. Se empieza, entonces, a escucharlo, a oír con cuidado lo que desea expresar con sus síntomas y señales. Sólo en esta edad, o antes para determinadas personas, cobra cabal sentido la preocupación por ese amigo que nos ha acompañado silenciosamente a lo largo de muchos años. Ahora él, ese compañero obediente de viaje, reclama o exige que le prestemos toda nuestra atención. Y si en otra época, cuando éramos niños, el cuerpo no era muy consciente de lo que le acaecía, en esta edad sucede todo lo contrario: nuestra memoria, nuestra experiencia, hacen eco de las demandas del cuerpo enfermo. Esa conciencia trae consigo la preocupación, el conflicto, las dudas, los preámbulos del acabamiento. Siguiendo de cerca a Spinoza, la vejez es una merma de nuestro estado de alegría. No obstante, y eso es algo de lo que nos hablaban nuestros mayores o que está consignado en textos de sabiduría, el espíritu aprende a “adaptarse” y a seguir aprovechando las bondades de seguir estando vivo. A pesar de los achaques y las dolencias, de las molestias cotidianas que va trayendo la vejez, el espíritu incorpora su nueva identidad y persiste en ponerse de pie para no claudicar o rendirse a lo que se opone a sus antiguos anhelos. 

Cuánto ayuda en los momentos de mayor ansiedad el contar con las palabras y la presencia de los seres que nos quieren o de esos otros que manifiestan su amor inquebrantable. Sortear las puertas de la fragilidad es más llevadero al tener los brazos solidarios, la compañía, la confianza o las voces amigas de genuina preocupación. Al adentrarnos en la vejez comprobamos nuestra necesidad de los demás, nos reconocemos débiles y profundamente urgidos de cuidado. Tal vez esta evidencia hace que muchos de los orgullos y vanidades juveniles o la soberbia displicente de los años vigorosos, cedan su paso a cierta humildad que se parece mucho al disfrute de las pequeñas alegrías, a la tranquilidad de una noche de sueño, al sereno proceder de las labores cotidianas. Los mismos quebrantos y molestias del cuerpo van llevando al espíritu a entender otros ritmos, a ansiar otros placeres, a darle sentido a otras cosas.

Toda la vida del hombre es un continuo aprendizaje, pero el de comenzar a envejecer exige virtudes como la paciencia. Paciencia, tesón, resistencia, aguante…, todo ello se convierte en la otra dieta que acompaña al cuerpo que empieza a debilitarse. Por lo demás, a medida que pasan los años los procesos de recuperación son más lentos. Eso enseña un viejo refrán holandés: “La enfermedad viene a caballo, pero la recuperación a pie”. Nada se mejora de manera rápida o mágica. Razón de más para obligar a nuestro espíritu a armarse de temple para resistir –sin partirse– las crisis, las recaídas, las peripecias de la salud inestable. Sin fortaleza los padecimientos parecerían insalvables, las extensas horas en las salas de espera o los exámenes interminables se harían insoportables, los efectos de un fármaco no podrían aguantarse. Fortaleza es sinónimo de persistencia, de ver siempre la esperanza de mejoría más allá de lo imposible, de buscar alternativas a lo que comienza a ser una enfermedad crónica o a la dependencia de un medicamento para sobrellevar esa nueva condición del cuerpo que inicia su envejecimiento.

Desde luego, los primeros indicios del desgaste del cuerpo dejan todavía un margen amplio para la rehabilitación, para las terapias que permiten recuperarse, para los suplementos vitamínicos que reconstituyen la falta de energía, para los especialistas que proponen rutinas de curación. Allí, en ese margen de revivificación, el espíritu se aferra con bríos para seguir adelante en los proyectos pendientes y mantener en alto un ideal o salvaguardar intacto el ardor de una vocación. Aunque ya se empieza a formar parte de los encanecidos y fatigados, a pesar de ya no tolerar ciertos alimentos, con más prótesis a cuestas y medicamentos en la mesa de noche, aun así, el espíritu impulsa al cuerpo a abandonar el lecho y salir en busca del sol. Todavía el corazón es inmune a la renuncia, quedan muchos campos por sembrar y la vida misma se abre como un paisaje de insospechadas experiencias.