Christian Schloe

Ilustración de Christian Schloe.

La mariposa vuela a tientas, dando saltos o retrocediendo en imprevistos zigzags: con este movimiento, que no es en línea recta, busca alargar la brevedad de su vida.

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Los vistosos colores de las mariposas dependen de la luz: su belleza necesita de un otro: proviene de los bondadosos ojos del sol.

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Este es el consejo esencial de la mariposa: si quieres ser plenamente libre debes resguardarte un tiempo dentro de ti mismo. Las alas nacen después de un voluntario y silencioso encierro.

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La mariposa liba el néctar de las flores. Su búsqueda de miel entre variados y coloridos jardines le contagia su amor por el arco iris.

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Toda mariposa es, si se piensa bien, un símbolo de resurrección. A veces una enfermedad o una experiencia profundamente dolorosa son la crisálida para lograr renacer. Hay que pasar por esas sepulturas momentáneas para adquirir otra consistencia renovada.

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Los coleccionistas de mariposas dejan entrever una paradoja: cuando el hombre quiere retener la belleza, solo puede atraparla matándola con un alfiler.

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Mariposa: breve flor con alas divagando en pos de la eternidad.

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La mariposa conoce bien el secreto de una auténtica aventura: abandonarse al viaje siguiendo la corriente intempestiva de los vientos.

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Las mariposas son jardines móviles, flores iridiscentes con alas.

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Las mariposas aprendieron que la travesía de la vida no va en camino recto, sino en cortos desvíos con altibajos permanentes.

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La cesta de los entomólogos se parece al destino de los poetas: querer capturar la vida con rudimentarias palabras, y teniendo el suficiente tacto para no ir a estropear su frágil belleza.

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Algunas mariposas se ocultan poniendo varios ojos atrás de sus coloridas alas. La naturaleza da lecciones estupendas: si queremos conservar el esplendor de las experiencias más hermosas de la vida, siempre deberemos ocultarlas a los depredadores de lo íntimo y secreto.

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—Tus encantos, mi flor, me hacen perder las alas.

—Y los tuyos, mariposa, agotan la miel de mis entrañas.

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La lengua de las mariposas es larguísima. Esto es así porque los goces más exquisitos no están en la superficie, sino en el fondo de las cosas. La miel se esconde de los espíritus triviales.

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Las polillas son las suicidas del mundo de las mariposas. Pero son suicidas románticas: se matan abrazando aquello mismo que las seduce.

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Los niños persiguen las mariposas y las aves: desde la infancia el hombre anda en pos de lo que se le escapa. Nacimos con brazos muy cortos para atrapar la eternidad.

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Muchas mariposas poseen la facultad de mimetizarse. Es comprensible: siempre hay salvajes que no aprecian la vida con la placentera lentitud de los ojos, sino con las urgencias del estómago.

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Si el gusano supiera que será mariposa, aceptaría gustoso su arrastrada condición. Así sucede con los espíritus ansiosos e impulsivos que, por su impaciencia, no permiten que las alas renazcan, poco a poco, de las espinas.

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Las mariposas debieron originarse en los sueños del día de descanso del bíblico creador. Sólo así puede entenderse que lo leve y lo frágil cobraran vida con tan variado color. Las mariposas son el invento móvil de la suprema quietud.

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Las mariposas, observadas por las aves de alto vuelo, son como niños torpes aprendiendo a caminar.

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Las alas abiertas de las mariposas se asemejan a las hojas de un libro abierto. Unas se abren para viajar en el aire; otras, para dejar volar la imaginación.

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Los que coleccionan mariposas son, en realidad, guardianes de los misterios de la finitud. Hay colores que son inmunes a la corrupción del tiempo.

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Afirman unos, cuentan otros, que las mariposas hacían parte del jardín privado de Dios. Pero que por su soberbia, nacida de su excepcional belleza, fueron lanzadas desde el cielo a la humilde tierra. Y que por eso las vemos revoloteando en los jardines, como si recordaran o sintieran nostalgia de su antigua patria celeste.

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Las mariposas cuando vuelan hacen como si aplaudieran con sus alas. La razón es comprensible: cada nuevo segundo es para ellas un evento de celebración en su corta existencia.

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En la cultura japonesa, dos mariposas revoloteando, una alrededor de la otra, significan la felicidad conyugal. La lección, como todo simbolismo es indirecta: la plenitud del amor de pareja está en no dejar de danzar alrededor del otro ser, pero manteniendo la suficiente levedad para no entorpecer su propio vuelo.

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Las pasiones en los seres humanos están gobernadas por el “efecto mariposa”. Un gesto extemporáneo, una palabra mal empleada, un olvido casual, un silencio inoportuno, traen consigo eventos impredecibles. Las cosas más banales, los “ínfimos detalles”, pueden desencadenar consecuencias descomunales.

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“Almas volantes” llamaban los antiguos a las mariposas. Razón tenían: no sólo porque el hálito de la vida es alado, sino porque la esencia del espíritu pertenece al viento.

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Dante sabía que los seres humanos somos larvas destinadas a transformarnos en mariposas. De allí que en la geografía escatológica cristiana sea indispensable pasar un tiempo encerrado en una isla. Todo purgatorio tiene forma de crisálida.

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La oruga de la mariposa enfrenta su final con estoicismo: colgada de un gancho comienza a fabricar con hilos de seda su sudario hasta quedar convertida en una rígida momia. Así suspendida, disfruta en silencio el sueño de otra vida regida por el vaivén del viento.

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Es sabida la relación simbiótica entre las mariposas y las hormigas. Esa alianza tiene una razón de fondo: la belleza siempre ha necesitado del apoyo del trabajo continuo.

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Quien anhela alcanzar la belleza de la mariposa contenida en sus alas, descubre al tocarla que es polvo nada más. Igual pasa con las bellas ilusiones que, así de pronto, se deshacen incoloras entre nuestras manos.

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¿Qué es una mariposa? Una paleta microscópica de colores con que la luz pinta sus deslumbrantes y llamativos lienzos.