Hombre laberinto Patrick Arrasmith

Ilustración de Patrick Arrasmith.

Sondear en la interioridad es fundamental si no entendemos la razón de ser de algunos de nuestros comportamientos o si no comprendemos bien “zonas” o “fronteras” de nuestra identidad. Es una práctica difícil porque hay que ir hacia el fondo de sí, enfrentarnos a aspectos que no necesariamente serán de nuestro agrado. Es un ejercicio en el que interviene la memoria pero, esencialmente, es una tarea de “sinceramiento” con nuestros temores, nuestras angustias, nuestro subsuelo psicológico. Por eso, hay que ir por partes, desentrañando las diferentes dimensiones de nuestro ser; abriendo ese mundo como si fueran capas de un organismo supremamente frágil, tomando nota de los datos marginales o secundarios pero que, al relacionarlos, logran configurar unos hitos o unas marcas profundas de nuestra existencia. En últimas, se trata de un trabajo de investigación en el que el problema es, precisamente, lo que no comprendemos de nosotros mismos.

Recordando a Freud, este trabajo conlleva estar atentos a datos aparentemente marginales, a anécdotas o situaciones banales. Repasar nuestro pasado, en esta perspectiva, no es tanto atender a los eventos más notorios, sino a aquellos otros asuntos que en su momento pasaron desapercibidos.  De otra parte, muchos motivos o claves de nuestro carácter no los hallaremos a simple vista; habrá que socavar, revolver, hacer una genuina arqueología para descubrir lo que ha estado tapado o sepultado por tanto tiempo.

La escritura es un útil poderoso para este examen íntimo. Ella sirve para hacer visible lo que es fantasmal o evanescente. Así que, a la par que se eche mano de la rememoración hay que ir registrando o poniendo en el papel las palabras más adecuadas para dichos episodios. Aquí vale la pena tener presente que el mismo lenguaje es una herramienta poderosa para esta labor: bien porque nos presta los signos certeros para nombrar lo que vamos encontrando, bien porque a pesar de no hallar en el momento el término preciso, nos da indicios o aproximaciones sobre el campo de analogías en el que  nos estamos moviendo. Por lo demás, al escribir no solo tendremos el diario de a bordo, el testimonio de este sondeo, sino que nos permitirá –en su relectura– comprender otros asuntos que en la misma travesía no nos percatamos. Tales escritos serán una evidencia y un espejo para nuestro propósito.

Otro tanto podría decirse del pigmento o la línea que son recursos idóneos cuando deseamos aflorar esa dimensión más emocional de nuestro temperamento; pintar o dibujar son medios insustituibles cuando ansiamos explorar en los territorios menos controlados por nuestra férrea racionalidad. El grafismo es una manera más de viajar hacia dentro, de iniciar una catábasis a esas tierras que nos pertenecen pero que, por diversos motivos, consideramos ajenas o abandonadas de nuestras posesiones personales. 

Primer ejercicio

Confeccionar un portafolio por capas de colores

Lo mejor para sondear en nuestro yo profundo es ir por capas. El ejercicio consiste, precisamente, en escribir sobre nosotros mismos, pero apoyándonos en hojas de distinto tono que ayuden a comprender diversos niveles de nuestra individualidad. En consecuencia, puede usarse o confeccionarse un pequeño portafolio en el que se incluyan diferentes hojas de colores. Cada color servirá de ayuda para distinguir un aspecto de nuestra personalidad. Así, por ejemplo, podemos emplear el color gris para los aspectos familiares (los relacionados con papá, mamá, hermanos, hijos); el color azul para los aspectos afectivos (los vinculados con los sentimientos, las pasiones, la zona emocional); el color verde para los aspectos de interrelación (los que tienen que ver con nuestra forma de comunicarnos con otros, con nuestro modo de establecer vínculos, con las formas de hacer pareja). Por supuesto, cada hoja puede servir también para detallar un elemento de un aspecto mayor: es decir, si hemos elegido el color azul para los afectos, podríamos tomar el color amarillo sólo para mirar el amor, o el color rojo para centrarnos específicamente en la sexualidad. El desarrollo del ejercicio mostrará la necesidad de acudir a diversas capas o subcapas con el fin de no quedarnos en la superficie o en las generalidades de lo que somos o suponemos ser.

A las capas de colores del portafolio pueden añadírsele hojas de acetato o papel calcante que permita mostrar niveles superpuestos o estratos de un mismo aspecto; también resulta útil emplear distintos tipos de tinta si consideramos necesario resaltar, rubricar o poner en alto relieve una característica específica, el nombre de determinada persona, cierta circunstancia o un motivo recurrente De igual modo, las notas adhesivas resultarán de gran ayuda si, después de escribir determinado aspecto en una hoja, al volverla a leer necesitamos agregar o aclarar determinada cuestión. Finalmente, el portafolio nos permite incluir materiales que ayuden a enriquecer o tener evidencias de lo que vamos acopiando sobre nuestra propia historia. Una buena dosis de creatividad, además de un gusto por lo artesanal, hará que el portafolio tenga la impronta de nuestra identidad y logre un “estilo expresivo” tanto en los aspectos formales como de contenido.

Segundo ejercicio

Dibujar nuestro monstruo

Otra manera de adentrarnos en la interioridad es dibujar o pintar nuestro monstruo. Se trata de hacer un retrato, lo más cercano posible, de aquella o aquellas figuras negativas que pueblan nuestro psiquismo. No es un ejercicio para el que se requieran tener finas cualidades artísticas; más bien es una práctica estética, lúdica, para dejar fluir el inconsciente, y así intentar sacar a la luz esa “pesadilla”, ese “engendro”, ese “ogro” que por muchas razones hemos mantenido en las sombras. Es probable que no nos sea tan claro plasmarlo de manera inmediata o que dicho ser permanezca algo difuso en nuestra mente, en nuestros recuerdos o en nuestra imaginación. Por eso, es válido tener presente una gama de elementos gráficos con los cuales nos sea más fácil dibujar aquello que nos amenaza, nos atemoriza o nos imposibilita ser. También es posible que nos lancemos impulsivamente a pintar nuestro monstruo, tal como vaya saliendo espontáneamente de nuestras manos y, luego, interpretarlo a la luz de estos ocho campos de características.

  1. Pelos, espinas, púas, dientes.

Sirven para identificar aquello que tememos o nos sirve de protección. Son una manera de cubrirnos pero, en realidad, muestran nuestra vulnerabilidad. Apuntan a mostrar los miedos que nos habitan, consciente o inconscientemente.

  1. Protuberancias, verrugas, adiposidades, granos, mezquinos.

Indican todo aquello relacionado con culpas, pecados, errores, faltas que permanecen en nuestra mente y en nuestro corazón. Es la zona más dolorosa, el lugar escondido de la piel del monstruo.

  1. Babas, mocos, saliva urticante, pústulas, excreciones, orín.

Corresponde a nuestro modo de comunicarnos. Son los signos para expresar el exceso o la carencia de lenguaje, de palabras. Hablan también de nuestra manera de interrelacionarnos: construir pareja, familia, equipo. Dicen el grado de fluidez de nuestra capacidad comunicativa.

  1. Espuelas, picos, garfios, tenazas, garras, uñas.

Son emblemas de nuestras pasiones más notorias para herir a los demás. Muestran nuestra forma de producir dolor en otros, de manera consciente. Con estos signos evidenciamos la zona de maldad que nos es más fácil provocar. Es nuestro lado destructivo hacia los demás.

  1. Ojos, orejas, narices, manos, pies.

Todo ello refleja el nivel de vulnerabilidad que sentimos frente a la gente, o hacia los demás. Indica qué tanto somos afectables por el comentario de los otros, por el rumor del prójimo. Es la parte más visible del monstruo, la que está más expuesta al vecino, al colega, al semejante.

  1. Brazos, tentáculos, ramificaciones, piernas.

Dicen de nuestro monstruo el sentido o el sinsentido de nuestras decisiones. Corresponde al uso debido o indebido de nuestra libertad. Evidencian la claridad u oscuridad de nuestros objetivos o metas existenciales. Son indicios del uso de nuestra voluntad.

  1. Colores, tonalidades, sombras, texturas, escamas, plumas.

Son indicios de nuestros hábitos, de nuestras costumbres. Son un testimonio de la vida rutinaria, de lo que reiteramos en el día a día. También puede indicar la “zona sagrada” de nuestro “nicho” vital. Hablan de nuestros rituales, nuestras manías, nuestras terquedades, nuestras costumbres más enquistadas.

  1. Antenas, colas, rabos, extensiones, jorobas.

Permiten identificar la relación que tenemos con el pasado; es la parte heredada, la genética física y moral a la cual pertenecemos. Explica o señala cómo aceptamos o rechazamos una sangre, una parentela. Es el  modo como expresamos nuestro vínculo o ruptura con una familia, un apellido, una genealogía.

Tercer ejercicio

Construir un álbum de fotos con relatos derivados

La imagen tiene el poder de vincularnos con lo afectivo, con las zonas emocionales de nuestra interioridad. La imagen a la par que evoca, convoca a nuestra conciencia. El ejercicio consiste, por lo tanto, en elegir un número de fotografías que sean lo suficientemente significativas para cada persona, como para considerarlas “hitos” o “referentes” de la propia vida. Una vez hecha esta labor de búsqueda y selección –en lo posible copando desde la infancia hasta la edad actual– se procede a escribir un pequeño relato derivado de esa imagen. El texto no es una mera notación de ubicación de personas, espacios y tiempos, sino una ampliación escrita del recuerdo asociado a esas fotografías. Es, por decirlo de otra manera, un “comentario”, muy de corte autobiográfico, en el que demos cuenta de la resonancia de cada una de las fotografías en nuestro ser, en nuestra geografía intelectual y emocional.

Es obvio que la misma elección de cada imagen ya dice mucho de su importancia en nuestra vida. Al construir el álbum estamos “reconstruyendo” nuestra biografía. Le otorgamos sentido a esas fotografías porque, desde la mirada retrospectiva, ahora sí podemos valorar en su cabal significación: por la felicidad o el dolor que allí está representado; por la fuerza o la importancia que determinado evento sigue teniendo en nuestra vida;  por la trascendencia que una persona tiene en nosotros; por la revelación de huellas indelebles, muchas veces inadvertidas, que al mirar esas fotografías persisten como cicatrices en nuestro tránsito vital. Por eso, al escribir un texto emanado de cada imagen lo que estamos haciendo es asignar sentido a hechos, situaciones, o personas que en su momento parecían tener un significado indefinido, o que aún no poseíamos el horizonte para sopesar su alcance o su valía en nuestra existencia.  

Y si bien Marcel Proust pudo ir pos de su propia historia a partir de un sabor, en este ejercicio el detonante está en la imagen. Las fotografías serán como “dispositivos de memoria”, con “anclas simbólicas” que ayudarán a sacar a la luz los rasgos sepultados de un carácter, los vestigios o huellas de lo que debemos a otros, los mapas dispersos de nuestra identidad. En esta perspectiva, es fundamental dejarse atrapar por la seducción anamnésica de la imagen, que sea ella la que jalone la rememoración, la reminiscencia con su variedad de relaciones. Y luego, con la redacción de esos cortos relatos asociados  a las fotografías, completar el ejercicio dejando que la escritura no solo fije el recuerdo, sino que amplíe y multiplique sus conexiones imaginarias en un inquietante descubrimiento al revivir nuestra vida. Porque ahí está lo esencial de elaborar este tipo de álbum: dejar que la imagen, como espejo que es, nos permita mirarnos para reconocernos; permitir que la escritura, en cuanto soliloquio del pensamiento, sirva de eco reflexivo a nuestra propia voz.