Heinrich Kley

Ilustración de Heinrich Kley.

“Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
Samuel Beckett

 

Todos le dijeron a Rigoberto que eso de dar vueltas en una pata era tarea infructuosa, además de conllevar un inmenso peligro.

—Lo más seguro es que te vas a romper los huesos —le vaticinó un antílope, al verlo intentar esas piruetas.

Pero Rigoberto, que había tenido en su mente desde muy pequeño la persistencia de su madre y el incansable espíritu de su padre, hacia caso omiso de tales comentarios y volvía a intentar su giro imposible.

Por supuesto, no es nada fácil para un elefante sostener todo su enorme cuerpo en una sola extremidad, y girar sobre ella, pero Rigoberto seguía intentándolo.

Estas pruebas las hacía por la mañana y dejaba para la tarde el revolcarse en el barro como una manera de contrarrestar los dolores, las magulladuras en patas y cuello, en caderas y vientre, producto de sus continuas caídas.

Un avestruz que había pasado mucho tiempo meditando en el caliente desierto le recomendó que, después de cada fracaso, dedicara un tiempo a analizar lo que había aprendido de tal evento. Rigoberto le hizo caso y empezó a notar ligeras pero importantes diferencias entre sus múltiples caídas.

Descubrió, por ejemplo, que si no hubiera intentado ponerse de pie en una pata poco sabría del equilibrio y menos aún de su peso. Eso pensaba tirado en el barrizal de un río. También notó que entre más se caía menos sentía el impacto. Y lo que le pareció más sorprendente de sus innumerables fracasos fue el nivel de previsión que iba adquiriendo con cada desplome de su descomunal figura. Casi que podía predecir con absoluta precisión el instante en que su corpulencia daría contra el piso.

Cantidad de intentos fallidos lo llevaron a sentirse optimista de sus derrotas progresivas. Y fueron muchos animales de la sabana los que empezaron a asistir para verlo fracasar. Rigoberto sacó provecho de ese público y empezó a transformar sus porrazos en un espectáculo.

—Fracasar es todo un arte —decía—. Y enseguida, convirtiendo su trompa en una flauta, creaba una fanfarria para anunciar con dramatismo su proeza: —Son muchos años de experiencia los que se necesitan para lograr una caída perfecta.

Los cegatones rinocerontes se reían, al igual que las hienas y las despreocupadas jirafas. Varias cebras festejaban con relinchos las ocurrencias de su colega de orejas gigantescas. Las gracias de Rigoberto eran una terapia en medio de las angustias cotidianas.

—Miren con mucha atención —exclamaba el elefante—. No pueden perderse a este maestro del golpazo más descomunal. Fíjense en la precisión como no logro mi objetivo.

Y todos los asistentes al improvisado espectáculo veían cómo Rigoberto empezaba a elevar las patas delanteras, impulsando el cuerpo hacia arriba, para luego, con movimientos estudiados por el ejercicio frecuente, comenzar lentamente a levantar una de sus patas traseras. El objetivo parecía estar logrado, pero cuando ya iba a dar el primer giro sobre esa pata, toda la mole del elefante empezaba a temblar y los espectadores, a la expectativa, seguían el fugaz bamboleo, el vaivén instantáneo que conducía al desequilibrio y el impacto estruendoso contra la tierra. Una ovación cerraba la demostración de Rigoberto.

El elefante con dificultad se incorporaba, volviendo a su improvisado escenario. Miraba a su público, moviendo una y otra vez la trompa en señal de agradecimiento.

—Recuerden este consejo —les decía a los espectadores que seguían mirándolo—: Lo bueno de buscar imposibles es todo lo que se aprende en los sucesivos fracasos.

Los animales volvían a reír. Pero la broma de Rigoberto contenía una verdad que sólo las fábulas han sabido transmitir a lo largo de los siglos