James Jean

Ilustración de James Jean.

Fue un regalo de su padre, Gonzalo,  para unas fiestas navideñas. La noche del veinticuatro, después de hacer la novena y cantar villancicos, reunidos alrededor del árbol, Isabel recibió aquel último obsequio. La niña  desenvolvió el regalo lentamente, gozando del pequeño placer de la sorpresa, porque el aro estaba metido en una caja grandísima. Carolina, su madre, también estaba sorprendida y ayudó a su hija a desempacar el último empaque del niño Dios. Al quitar la cinta que cubría las tapas de la caja, Isabel vio un círculo plateado que, de inmediato, la atrapó con su brillo cautivador.

Aunque el aro no tenía nada extraordinario, Isabel no dejaba aquel círculo para nada. Si tenía que hacer algún mandado, iba con él; si estaban viendo algún programa de televisión, ella lo conservaba al lado, como si fuera una  mascota que necesitara caricias permanentes; y cuado iba al colegio, siempre lo llevaba consigo al igual que su morral con útiles escolares. Isabel y el aro eran una sola persona.  Por la noche, ponía el círculo plateado cercano a su cama, semejando un ángel guardián de su sueño.

A su padre Gonzalo no le pareció extraño dicho comportamiento y hasta celebraba que Isabel tuviera tanto afecto por ese regalo navideño. Sin embargo, a veces la reprendía por estar jugando en el comedor o por sus salidas frecuentes a la calle cuando estaba empezando a llover, y entrar de nuevo a la casa con el aro lleno de barro. Otro tanto hacía Carolina, quien la recriminaba por ensuciarse la ropa con ese juguete y por mantener las manos sucias a todo momento. Isabel fingía una mejora en su comportamiento por unos minutos, pero pasado un tiempo volvía a coger su aro y salir a correr por las calles del barrio.

La alegría de Isabel comenzó a opacarse el día en que jugando aro con otros amigos de su edad notó que su círculo no era tan rápido o se desviaba con facilidad del objetivo propuesto. Y por más que ella lo impulsara con el palo o con su mano derecha, por más fuerza que le impusiera, el aro se comportaba con una pesadez que siempre llevaba a Isabel a terminar en los últimos lugares de la competencia. O sucedía también, en las pruebas de derrumbar con el aro botellas vacías de plástico puestas a la manera de columnas en el centro de la calle, que su anillo parecía ir bien direccionado al inicio y a medida que avanzaba por el pavimento se iba desviando, alejándose del objetivo, hasta terminar derrumbado en un balanceo interminable. Los amigos de la cuadra no le prestaban mucha atención a esa situación, pero a Isabel la desmotivaba el hecho de que su aro tan querido no estuviera en el nivel que se merecía. Así que, cada vez que sus amigos la invitaban a jugar aro en la calle o en el parque, ella prefería decir que no podía en ese momento, porque su madre la había mandado a traer algo de la tienda o que tenía que terminar unas tareas escolares. Los muchachos salían corriendo empujando sus aros, diciéndole a Isabel que la esperaban apenas terminara de hacer sus diligencias. La niña veía a sus compañeros alejarse entre risas y saltos, haciendo escaramuzas de competencias de velocidad o intentando la riesgosa prueba de saltar un aro en movimiento.

La tristeza de Isabel se hizo tan evidente que Gonzalo tomó cartas en el asunto. La ñina le explicó el motivo de su pena y el padre pasó a revisar el aro con cuidado. Frente a su hija Gonzalo revisó que el anillo, por el uso, no estuviera doblado o que por alguna melladura perdiera su condición de ir siempre en línea recta. El examen mostró que estaba en perfectas condiciones. Otro tanto sucedía con el asunto de la pesadez del aro. A Gonzalo le pareció tan liviano el objeto que podía levantarlo con el dedo meñique. Isabel quedó más tranquila con lo que vio y oyó decir de su padre. Al otro día, con gran optimismo salió a buscar al grupo de muchachos con el que siempre acostumbraba reunirse y, antes de que ellos dijiran algo, los retó a una competencia de velocidad. Sin embargo, el ánimo de la niña no estaba al mismo ritmo de su aro; a los pocos metros empezó a quedarse relegada y con gran dificultad alcanzó la meta. Los amigos y amigas se burlaron por unos minutos de la “colera” y después apostaron a quién llegaba de primeras a la venta de helados de la señora Rosita. Isabel dijo que debía volver rápido a su casa y tomó el aro en su mano, llevándolo en vilo como un ser herido. Lo que era tristeza se convirtió en vergüenza.

Carolina adivinó que algo le pasaba a su niña y buscó un momento para tener con Isabel una conversación. La niña le relató lo sucedido. La madre escuchó con atención los detalles del aro, haciendo que su silencio fuera una forma de mitigar la pena de su hija. Luego, abrazando a Isabel, le comentó que esas cosas no eran como para echarse a morir, que se trataba de un juego y que, por lo mismo, a veces se ganaba y otras se perdía. Que no se preocupara tanto y que para levantarle el ánimo le había preparado un jugo de curuba en leche. La niña se puso contenta, aunque la pena que sentía permaneció en su pecho al igual que el aro que estaba abandonado en un rincón de su alcoba.

Al ser hija única, Isabel era el centro de atención de sus padres. Por este motivo y porque la vergüenza por su aro se fue adentrando en el corazón de Isabel hasta el punto de llevarla a un encerramiento voluntario, Gonzalo y Carolina decidieron visitar el colegio y hablar con la psicóloga sobre el asunto. La profesional, quien se llamaba Marlén, los escuchó en su reducida oficina dejando en claro al final que ese era un comportamiento típico de las hijas sobreprotegidas y que lo mejor era desatenderse del asunto y no prestarle demasiada atención a esos caprichos de una niña consentida. Los padres sintieron que ese era un buen consejo y, apenas llegaron del colegio, tomaron la decisión de deshacerse del aro que ahora provocaba en su hija tanta amargura como en los meses anteriores había sido el motivo de muchísima felicidad.  Eligieron un potrero retirado de la casa donde vivían. Cuando Isabel regresó del colegio, antes de tomar el almuerzo, subió a su cuarto y lo primero que notó fue la desaparición del aro.  Salió corriendo a la cocina e indagó por él con su madre, pasó al comedor e interpeló a su padre sobre el mismo tema. Gonzalo y Carolina, le dijeron que por ahí debía estar o que ella misma lo había embolatado. Isabel entró en un estado de angustia que alteró por completo la rutina de ese día. Ni almorzó, ni dejó que sus padres pudieran consumir los alimentos. Entraba al cuarto, esculcaba aquí y allá, volvía a salir, husmeaba atrás de la lavadora, buscaba entre cajas, dentro de los closets, con tal desespero que sus padres tuvieron que decirle la verdad. Al conocer la noticia Isabel sintió de nuevo el amor perdido por su juguete y con lágrimas les suplicó a sus padres que la llevaran hasta el lugar donde habían tirado el aro de sus querencias. Por más que Gonzalo y Carolina se resistieron, fue tan genuina la tristeza que vieron en su hija que los dos decidieron ir con la niña hasta el potrero. Cuando llegaron al sitio descubrieron que el círculo plateado ya no estaba. Y por más que repasaron el lugar, a pesar de revisar centímetro a centímetro las partes donde la hierba era más alta, no fue posible encontrar el aro. Isabel extendió la pérdida del objeto hasta convertirla en una sensación de abandono sobre su propia persona. Se sintió huérfana sin serlo y bajo esa condición regresó a su casa, escoltada por sus padres que, sin quererlo, se sentían culpables del sufrimiento de su hija.

Después de unos días el hecho pareció olvidarse y la vida familiar volvió a la tranquilidad. Sin embargo, Isabel se afianzó en su soledad y en una forma de ser tan reservada que parecía rayar con la desaparición. Pasaron los años, la niña se hizo mujer, empezó a trabajar en una fábrica manufacturera, y continuó viviendo con sus padres hasta que ellos murieron. Así le llegó la vejez, sin hijos, habitando la casa familiar, manteniéndose de una limitada pensión, soportando los días recostada en su cama frente al televisor. Era frecuente que su memoria la llevara a aquella escena de infancia. Entonces, al igual que una avalancha de imágenes y gestos nostálgicos, de sentimientos y emociones melancólicas, a su presente volvía ese corto episodio de su niñez. Y aunque ese era un pedazo de historia de su más lejano pasado, la tristeza que sentía en ese momento tenía el mismo sabor de esos años, especialmente al observar por la ventana a los niños que jugaban en la calle y darse cuenta de que ninguno de ellos empujaba un aro como el plateado aquel que su padre le había regalado para una navidad.