
Ilustración de Mark English.
“Donde hay ruinas, es posible que haya algún tesoro”.
Rumi
Cuando entré a la casa, lo primero que me sorprendió fue la oscuridad agobiante, el aire denso que se respiraba dentro de aquel espacio. Pensé que era porque las ventanas debían estar cerradas, pero a pesar de que abrí una de ellas, la que daba a una arboleda, la habitación recuperó muy poco de luz. Parecía como si el tiempo de abandono, la falta de unas manos acuciosas, o el descuido continuado la hubieran vuelto insensible a los rayos del sol. Era una casa que se había habituado a la penumbra, a una especie de noche, a pesar de que en el exterior clareara el día. A lo mejor así es nuestro corazón, cuando el olvido o la desmemoria de quienes decían amarnos nos abandonan. Un asunto adicional que llamó mi atención fue la cantidad de muebles desvencijados o quebrados: no había una sola silla del comedor que estuviera sin ninguna pata rota; la misma mesa tenía fisuras en varias partes y la madera parecía estar corroída por dentro. De igual manera estaba la platería, y las ollas de la cocina presentaban abolladuras en diferentes partes. A pesar de que esos objetos o el mobiliario estaban en el lugar indicado, presentaban un acabose de siglos, un deterioro que les venía más de adentro que de afuera, se venían rompiendo desde su entraña. Eso parecía. De pronto así es nuestro corazón, cuando percibe que ha dejado de ser importante para alguien que consideraba muy valioso y, entonces, entra en un desmoronamiento que irriga no solo las capas del afecto, sino todas las dimensiones de nuestro ser. Me extrañó escuchar, al dar cualquier paso, un sonido de eco, de resonancia mayor a la esperada en un ambiente de esas dimensiones. Todo retumbaba en ese espacio, con una cadencia que amplificaba la sensación de vacío. Y si uno veía objetos, lámparas, cuadros, vajillas, bibliotecas, lo cierto era que al desplazarse en esa casa, parecían como si no existiesen. Caminar en esos cuartos era como desplazarse en habitaciones vacías. Igual situación pasa en nuestro corazón, cuando alguien decide irse de nuestro lado, renunciar a nuestra compañía, y solo quedan de ese ser las evidencias de la ausencia, los recuerdos incorpóreos que deambulan con su falta de carne y sus susurros al acecho; las imágenes pasadas que lanzan sus lamentos de rememoración, su réplica de sirenas en la cueva de nuestra cabeza. No era de extrañar la abundancia de telarañas en esa casa. Sin embargo, no estaban de cualquier manera; por lo que vi, respondían a un diseño especial que se repetía detrás de las puertas, al lado de las ventanas, entre un armario y la pared, en leves puentes junto a las cortinas. Esas telarañas daban a las habitaciones un decorado de nieve o se asemejaban a un gran nido de seres fantásticos. No era fácil adentrarse entre los cuartos, sin tener que apartar con la mano esas telarañas, que se pegaban al cuerpo como brazos gelatinosos, como resinas provenientes de una antiquísima geografía. Así debe ser nuestro corazón, cuando conserva de quien parte o se aleja, después de un profundo amor, un gesto, unas palabras, unos papeles, una fotografías. Y esos artefactos se estiran, se vuelven delgados, se adhieren a todo lo que tocan, para tratar de conservar la imagen, la presencia, la cercanía, de esa persona tan querida. Tejemos esos hilos con la esperanza de atrapar jirones de esa pérdida, de no quedarnos sin nada, de salvaguardar retazos hermosos de ese naufragio. Después busqué lo que parecía la alcoba principal de la casa. Varios cuadros estaban desteñidos o totalmente opacos, al igual que un gran espejo, que había empezado a descascararse en el marco, con un reborde con difusas manchas de un color dorado. El tendido de cama estaba intacto, pero el cubrelecho parecía más una pradera de motas, insectos muertos, plumas y abundante polvo. Me intrigó que los cojines, de colores vistosos, no participaran de esa herrumbre cenicienta. Eran dos cojines con diseños orientales, puestos a la cabecera de la cama, que irradiaban una luz como de fuego contenido, y en los que el rojo bermellón parecía salirse de sus costuras rectangulares. Semejante deber ser nuestro corazón apasionado cuando queda huérfano de otra piel, cuando el hilo del deseo es cortado de manera abrupta. Igual situación padecen las ansias y el instinto cuando tienen que callar sus gritos de éxtasis y sus sollozos bienaventurados; porque nada duele tanto como echar tierra a lo vivo, como intentar sepultar la sangre insaciable y desbordante. Y por eso quedan titilantes, como brasas incandescentes, unas huellas en el cuerpo de las entregas compartidas que ya hacen parte de nuestras entrañas, parecidas a los sellos ardientes que penetran el músculo en pos de dejar la cicatriz no en la carne deleznable, sino en el eterno hueso. Largo rato estuve en esa casa, oliendo sus humedades en los rincones, observando cómo los techos se fisuraban en las cornisas y de qué manera la pintura se iba desprendiendo, libre ya de atracciones y leyes terrenales, de las paredes. Tuve tiempo para mirar la madera de las escaleras y los closets. Casi me abstengo de abrir uno de ellos, pero tuvo más peso mi curiosidad que el temor o la reverencia por esas antigüedades. Soplé una de las manijas para aliviarle un tanto su moho y con sigilo abrí una de las puertas. Varias prendas estaban estáticas, protegidas por bolsas de plástico; en la parte baja unos zapatos seguían manteniendo un orden inexplicable. La suciedad no había logrado minar del todo ese pequeño recinto. Cerré una puerta del closet y abrí la otra: cuatro cajones se ofrecieron a mi vista. Con cautela traje hacía mí el primero de ellos. Lo que descubrí, además de maravillarme, me produjo una inmensa alegría. Era una mariposa disecada, una morpho de azules iridiscentes. Metida en una caja, acorde a su tamaño, se mantenía intacta, imperecedera. Si no fuera por los alfileres que la sujetaban, muy seguramente se hubiera lanzado a volar. Tomé la pequeña caja y salí de allí. No había sido en vano mi visita a esa casa abandonada. Es probable que lo mismo pase con nuestro corazón enamorado, que después de quedar a la intemperie, de pasar la ordalía de la soledad, se aferre a algo, a un lugar, a una confesión, a un evento único e irrepetible y lo vuelva un tesoro, una reliquia con un significado extraordinario tanto más cuanto es un secreto personalísimo.
Carlos dijo:
Fernando, la casa ha envejecido, por no haber sido habitada durante una vida después.
“Luz, quiero mucha luz”.
“Abran puertas y ventanas, quiero aire, mucho aire” -Murmura la casa -.
Un fuerte abrazo.
Carpe diem.
Carlos dijo:
Fernando, la casa ha envejecido por no haber sido habitada durante una vida después.
“Luz, requiero más luz”.
“Abran puertas y ventanas, requiero aire, más aire”.
Un fuerte abrazo.
Carpe diem.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Carlos, gracias por tu comentario.
Jaime Cabrera dijo:
Excelente cuento, maestro. Me encantó. Qué forma de verbalizar esta tusa (estas ruinas mías que visito frecuentemente; bueno, con las que convivo a diario) tan magnífica.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Jaime, gracias por tu comentario. Qué buena imagen: “estas ruinas mías que visito frecuentemente”.
Claudia Patricia Puentes Vargas dijo:
Este cuento me recordó la muerte de mi mamá pues entré en mi corazón y sentí el abandono y la soledad, vi mi vida hecha ruinas y todo lo que recordaba estaba en el vacío, no se como salí de allí creo que fue la poesía, mis poesías que vieron algo más allá y un cuento que escribí hace muchísimos años donde mi vida era muy feliz.Me gusta mucho esa comparación de todos los lugares que veía los ojos y ese trasmutar poético de la vida.
Muchas gracias Fernando.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Claudia Patricia, gracias por tu comentario. Noto en tu testimonio una razón de más para confirmar un hecho: en medio de las ruinas, del dolor supremo, siempre es posible encontrar un tesoro, algo que nos permite salir de ese espacio desolado y triste. La escritura, la literatura, la poesía, pueden ser un buen medio de transmutar la devastación en nueva vida.
claudia patricia puentes vargas dijo:
Gracias Fernando una razón de más para seguir con mi sueño, ya que el trabajo no volvió pues ya no me contratan por el escalafón y la edad en homenaje a mi y a mi mamá y a todas las personas que han sido fuente de inspiración voy a publicar todas mis poesías y escritos que tengo en un blog -ojalá algún día puedas leer algo mío- pues no quiero irme de este mundo con todos mis escritos guardados.Gracias por ser un gran ser humano.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Claudia Patricia, gracias por tu comentario. Será un gusto leer tus poesías. Escríbeme a este correo: fernandovasquez487@gmail.com
Héctor dijo:
Cuando el sufrimiento nos alcanza, con frecuencia una atmósfera espesa nubla el pensamiento, si tan solo decidiéramos tomarnos el tiempo necesario para mirar detenidamente las cosas, con seguridad, entre las ruinas encontraríamos al menos un motivo, suficiente para volver a vivir y a sonreír.
Tomarnos tiempo para mirar…es una buena forma de darnos cuenta y visualizar la esperanza en medio de las crisis.
Gracias Fernando,
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Héctor, gracias por tu comentario. Sí, bastaría tan sólo con decidirnos a “tomar el tiempo necesario para mirar detenidamente las cosas”.