Lo primero que podemos notar en el poema del dominicano Manuel del Cabral es que el cuerpo –motivo transversal del texto– aparece como algo ajeno. Es algo extraño o que no tiene dueño. Y la forma como se lo apropia, como se le mete un hombre, es ponerlo a sufrir. Enseguida, a ese cuerpo se lo muestra como “un equino triste de materia”, que hace cosas contrarias a lo esperado: “si tiene hambre relincha versos” y “si sueña patea el horizonte”. Tiene algo de bestia salvaje ese cuerpo y de animal indisciplinado, porque si se lo pone a discutir “suelta bosques”; es un cuerpo indomable o gobernado por sus caprichos. Lo único que lo convierte en algo propio, en un ser dócil, es cuando se vuelve un medio para el beso. Parece que únicamente en la dimensión del deseo o del afecto, es cuando el cuerpo al poeta le pertenece.
Tal vez por todas esas cosas que hace el cuerpo, por mostrarse tan libre e ingobernable, es que el autor “no sabe qué hacer con ese cuerpo suyo”. El poeta declara que ese cuerpo es algo “alquilado”, dado en préstamo no se sabe cuándo. Reconoce que ese cuerpo fue entregado, que es un arrendamiento; y que cuando llegó a sus manos estaba desnudo, limpio, que era manso e inocente. Sin embargo, su razón, sus pensamientos, ensucian ese cuerpo, y lo que era “adorable” se convierte en otra cosa; pierde su condición inicial. El conflicto, precisamente, es ese: porque Manuel del Cabral quisiera devolver el cuerpo “como se lo entregaron”; no obstante, ya no es posible porque lo que descubre es que ese cuerpo, ese equino triste de materia, ese objeto de alquiler, no está hecho de músculos, huesos o nervios, sino de tiempo.
De allí el título del poema. El cuerpo es una carga. Algo que nos pesa. Pero para entender mejor este sentido, deberíamos recordar ese dicho de las personas mayores cuando afirman que “les pesan los años”. Que el cuerpo, esa pieza de alquiler, tan ajena al inicio del poema, tan libre y cerrera, ese cuerpo que sólo parece propio cuando es poseído por el amor, ese cuerpo se va volviendo un lastre, una materia que nos permite apreciar cómo cada hueso, cada músculo son una manifestación del tiempo. La carga está en el “kilometraje”, en la vida recorrida con ese cuerpo que no acabamos de entender o domeñar.
Y el poeta sabe que, por eso mismo, no puede devolverlo como se lo entregaron. Porque ya está ensuciado y manchado por el uso, por todo aquello que él mismo deseaba y por todas las intenciones que su razón le impuso. Ya no es un cuerpo limpio, ya no es adorable, porque está impregnado de las huellas, de las marcas de los días y los años. El poeta no puede devolver el cuerpo como se lo entregaron porque al ponérselo, al llevarlo al hombro durante décadas, al llenarlo de experiencias y vivencias, de historia, está mugriento y aporreado por las invisibles y pesadas improntas del tiempo.
En síntesis: la vida nos viene envuelta en un cuerpo; al comienzo ajeno, reacio a obedecer nuestros mandatos; y poco a poco lo vamos llenando de acontecimientos, de peripecias diversas. Entonces, ese cuerpo alquilado, ese cuerpo inocente y libre, se va llenando de arrugas, de cicatrices, de huellas que lo salpican de impurezas, de magulladuras exteriores e íntimas, y se va haciendo denso, y lo arrastramos hasta que debemos devolverlo a un no sé quién, que lo puso en nuestras manos no se sabe cuándo. Entre el vivir y el morir está el cuerpo, esa materia que tiene hambre, y sueña, y que dejamos sucio, cuando sacamos al hombre que metimos durante el tiempo que duró nuestra existencia.